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domingo, 17 de septiembre de 2023

EN UN LUGAR SOLITARIO

 

Leyendo estos días En un lugar solitario, volumen que compila los primeros trabajos narrativos del barcelonés Enrique Vila-Matas, asisto privilegiadamente al nacimiento del estilo de un escritor. Siempre he pensado que cuando un escritor tiene algo que decir tarde o temprano acaba encontrando el estilo adecuado para decirlo, de la misma manera que muchos escritores que dicen tener estilo a menudo no encuentran nada que decir. Sospecho que a aquel lector que, como yo, esté al tanto de la obra posterior de Vila-Matas, no dejará este libro de moverle a similares reflexiones en torno a la cuestión del nacimiento de un estilo.

Decía Bukowski que para vivir demasiado hace falta algo más que tiempo. Probablemente pueda decirse también que hace falta algo más que tiempo para darse a sí mismo un estilo propio. En Impón tu suerte (Círculo de Tiza, 2018), doy con un texto titulado “Los escritores de antes (Bolaño en Blanes, 1996-1999)”. En él Vila-Matas sitúa a Roberto Bolaño como paradigma del escritor que va hacia el fondo, hundiéndose hasta el cuello, sin reservas, dedicado en silencio durante años a su arte, marginado, desconocido; que va acumulando poco a poco, palabra por palabra, una voz de tal potencia y verdad que, llegado un punto, no cabe ser durante más tiempo ignorada. Bolaño era un estilo, desde luego. Robert Walser, Georges Perec, Francisco Umbral eran un estilo, sin duda. Vila-Matas es un estilo. Y de los mejores, creo.

Lo primero que uno debe hacer con En un lugar solitario es leer su generoso prólogo. Allí se narra la génesis del escritor: en la trastienda de un colmado militar de Melilla, alguien, un joven decidido en un principio a hacer cine, quema la vastedad de sus horas escribiendo en una Olivetti Lettera, yendo hacia el fondo de sí mismo, hundiéndose hasta el cuello, entre la intuición y la euforia. Esta primera prosa larga de Enrique Vila-Matas, vanguardista, se llamará así, En un lugar solitario, y no esconderá su deuda con Una meditación de Juan Benet.

Junto a la extraña En un lugar solitario el lector encontrará las novelas breves La asesina ilustrada, Al sur de los párpados e Impostura, además de los relatos de Nunca voy al cine. Aunque asistimos al comienzo de todo, es decir, al comienzo de la búsqueda de un estilo, todo sin embargo está ya aquí en sustancia: la forma y los temas.

Sobre su literatura, escribía Vila-Matas hace relativamente poco: “No me dedico a la no ficción, ni al realismo negro ni sucio, ni a la maldita autoficción; el espacio en el que siempre me moví es simplemente el de la ficción, sin más.” (Impón tu suerte, p. 9). Estando de acuerdo, tampoco me resisto a copiar aquí el comienzo de Al sur de los párpados:


¿Dije ya que me resulta dramático ver cómo se repiten ciertos temas de pesadilla y que, en muchas ocasiones, soy capaz de preparar un primer borrador, al que siguen versiones en las que cambio detalles, pulo el argumento, introduzco alguna nueva situación, encubro la forma autobiográfica, y, a pesar de ello, relato cada vez una versión de la misma pesadilla que es, en definitiva, la aventura de mi destrucción? Soy yo mismo la materia de mis libros, y estos surgen de mis sueños. Sueño siempre despierto. Intuyo una serie de imágenes visuales que vienen acompañadas de palabras que las manifiestan. (p. 191)

Ficción aparte, el fragmento bien pudiera asimilarse a la crónica de una poética anunciada, si se me permite el juego. Como si el autor que más o menos acaba de nacer presintiera ya el universo entero del autor que será en adelante. La destrucción del autor o, mejor dicho, su desaparición, es el gran tema de la literatura de Enrique Vila-Matas. Su estilo, la recurrencia. Recurrencia de motivos y secuencias “que regresan y se combinan” (así precisamente se define la estructura de la prosa de Juan Herrera, personaje de La asesina ilustrada), conformando una malla asociativa en la que los distintos elementos dialogan unos con otros. Como en la poesía, el lector aguarda ese rítmico retorno, la reescritura del palimpsesto. Verá el lector que este tema de la desaparición recorre ya los textos primerizos de Vila-Matas, junto con otras preocupaciones que en él siguen siendo insoslayables: el desdoblamiento del sujeto, el cuestionamiento de la identidad, la imposibilidad de la escritura, la ruptura de los límites de la ficción, la literatura en sí.

Fuente: Telva
Todo escritor nace en una caverna y debe atravesar un penoso desierto fuera del tiempo y de la vida, cuando el mundo nada sabe de él. En ese lugar solitario ha de jugarse el pellejo a todo o nada si quiere hallar una manera auténtica de decir lo que debe ser dicho. Ya sea un minúsculo rincón en Blanes, caso de Bolaño, o la trastienda vilamatiana de un colmado militar melillense, en el lugar solitario todo comienza, la forja de un estilo y de un universo propios. Solo por eso, por echar un vistazo dentro de esa trastienda solitaria, agradecerán los lectores de Enrique Vila-Matas un libro como este.                  

viernes, 25 de agosto de 2023

LAS COSAS Y LAS NO-COSAS

 

A propósito del Rastro de Madrid, recuerdo que Andrés Trapiello (uno de los que mejor lo ha estudiado) dice en una entrevista algo así como que a aquel lugar uno va en busca de lo que ha perdido o le han robado, casi siempre en su infancia. Los que, como quien esto escribe, sean o hayan sido merodeadores habituales de este laberinto elegíaco de los domingos de Madrid, sabrán que el escritor leonés está en lo cierto. Al Rastro uno va a darse un baño de cosas, muchas veces sin la estricta urgencia de hallar algo preciso que no encuentra en otra parte. Allí las cosas son las que normalmente eligen a quien tiene los ojos suficientemente abiertos, y no tanto al revés. De entre todos los objetos que allí se exponen, a la espera de una segunda vida (o tercera o cuarta), son en efecto los relacionados con la infancia algunos de los que tienen mayor presencia; porque quién sin remordimiento se atrevería a tirar a la basura aquello que le hizo feliz: muñecas, muñecos, marionetas, trenecitos, álbumes de cromos, coches pulga… Es el recuerdo asociado a la cosa lo que a menudo nos impide destruir (o más bien condenar a una casi segura destrucción) estos objetos ya del todo inútiles para nosotros, pero que el tiempo ha revestido de un aura indestructible cuya presencia nos reclama poderosamente, invitándonos a la experiencia sensorial de su materia, de sus formas; una experiencia igualmente dulce y amarga, por cuanto gracias a ella recordamos aquel tiempo de ingenua y genuina felicidad, perdido para siempre. Quizá sea este el motivo por el que, llegado un día, preferimos librarnos de ellos a través de un canal alternativo que nos haga sentir menos culpables, pues frente a la desaparición o el infame arrumbamiento de aquellas queridas cosas, nos hace más fácil la separación el saber que otras manos les darán un nuevo uso, una nueva oportunidad. En realidad lo que nos duele es desprendernos no tanto de la cosa como de los recuerdos felices de los que esta se halla investida, más aún si, como vengo diciendo, simboliza una época en la que nuestras manos ponían el objeto en acción mediante el juego directo y la fantasía. Desprendernos de esos juguetes que, por lo que sea (pese a las idas y venidas, pese a los distintos naufragios), todavía atesoramos, es como decir adiós nuevamente a aquella época y morir un poco más. El vendedor del Rastro estará ahí entonces para aliviarnos el duelo.

En el fondo, claro, hay aquí un fetichismo, y una superstición. En el fondo existe la creencia, el temor, de que si traicionamos nuestra infancia destruyendo los objetos que más la representan ésta se acabará vengando de nosotros. En cambio, hacerla vivir en otras manos exorcizará su venganza. Similarmente ocurre con los espejos. El Rastro está lleno de ellos. Ya se sabe que romperlos conlleva siete años de mala suerte, así que mejor es no arriesgarse…

El Rastro nos pone ante un “mundo de cosas”, en el sentido literal de la expresión. Porque nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Las cosas que la gente ya no quiere o ha desechado por cualquier motivo están en el Rastro. Estas cosas nos hablan de un mundo que por lo general pertenece al pasado, incluso al pasado ya remoto. El mencionado Andrés Trapiello y, antes de él, otros como Mesonero Romanos, Gutiérrez Solana o Ramón Gómez de la Serna (gran atesorador de la menudencia) sufrieron la fascinación de este mundo de cosas. Todos ellos tienen en común la obsesión por el detalle y el registro de lo cotidiano, es decir, por la literatura que hay en la memoria de los objetos que nos rodean. El Rastro viene a ser una especie de santuario de lo ínfimo. Pocos lugares hablan con más profundidad de la vida. Allí las cosas despreciadas vuelven a apreciarse, adquiriendo a ojos de quien sabe valorarlas un nuevo significado. Nada, me parece, dice más profundamente de lo humano que este purgatorio de las cosas, en espera de ser salvadas.

Decía antes que nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Hoy puede que ya no tanto, o que tal vez sea ya un mundo en el que las no-cosas (como la antimateria) se estén apoderando del propio mundo y de nosotros mismos, vertiginosamente. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) habla de esto en su ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, editado en castellano por Taurus en 2021, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Gracias a dicho ensayo, Han ha conocido una súbita popularidad fuera de los círculos universitarios o ambientes especializados en los que hace tiempo que era muy tenido en cuenta. Razones sobran para entender el éxito de este libro y de otros que han venido tras él; algo extraño, no obstante, tratándose de filosofía. En primer lugar está la sencillez en el lenguaje y en las ideas; sencillez estrechamente unida a la claridad pedagógica de las imágenes. Pensando en el lector medio, la disertación es ligera, en buena hora desvestida del aparato intelectual y el parloteo críptico que caracteriza a la filosofía más sesuda. En segundo término, sin menoscabo de su pertinencia, el lector tiene la impresión de que las conclusiones que allí se van desgranando no solo explican el mundo actual (su mundo), sino que de alguna manera confirman sus propias conclusiones, a las que sin saberlo había llegado antes siquiera de haber escuchado el nombre del autor. En cierto sentido, Han constata lo obvio a través de este ensayo, y ello, repito, no merma su importancia, más bien todo lo contrario: interpretar una percepción común, pero amorfa, invertebrada, y sintetizarla a través de un lenguaje plenamente comprensible nunca fue tarea fácil. Han pone nombre a aquello que no sabíamos, pero que sí intuíamos que estaba ahí. Nombrar es oficio de filósofos y de poetas. En esto literatura y pensamiento se dan la mano.

Para Han, “hoy nos encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas”. La multiplicación por doquier de artefactos y cachivaches tecnológicos que experimentamos en nuestra vida cotidiana hace precisamente que las cosas se vuelvan intrascendentes, invisibles. Dice Han: “Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible” (p. 12). Vivimos inmersos, según el autor, en un proceso imparable de descosificación del mundo. El orden de lo digital se va imponiendo progresivamente al orden de lo terreno. La información, a la que estamos enganchados como auténticos infómanos, recubre todas las cosas, escondiéndolas, anulándolas. Así, las cosas se transforman en infómatas, simples actores que procesan información. Hemos dejado de manejar las cosas para tener con ellas una relación de comunicación o interactuación: “el ser humano […] es un inforg que se comunica e intercambia información” (p. 16). Imposible que el ser humano de hoy lleve a término el buen consejo machadiano de detenerse a escuchar una sola voz entre todas las voces. Vivimos en el vértigo de la inmediatez, la imprevisibilidad y el continuo cambio. No hay tiempo para el tiempo. Somos un Phono sapiens “manualmente inactivo” que juega con la pantalla de su smartphone. Elegimos, pero no actuamos. Ya no queremos tanto poseer como experimentar. Estamos perdiendo la relación íntima con las cosas. Por eso el coleccionista es un resistente, es justo lo contrario del consumidor. Al coleccionista le interesa la historia, la fisonomía, la materia de las cosas, su intimidad. Una de las tesis centrales del ensayo de Han explica el actual desprestigio de la memoria y el consecuente derrumbe de la historia en las sociedades del capitalismo de la información. Nuestro olvido de las cosas nos conduce al olvido de nuestro pasado, pues las cosas a las que ya no escuchamos hablan de nosotros mismos y de cómo éramos. En un momento dado, el autor contrapone la foto analógica a la digital, como ejemplo de este olvido de las cosas. La fotografía digital no es una cosa, es una información; no se posee, no se maneja, no envejece al mismo tiempo que envejecemos nosotros, carece de valor histórico. Sin embargo, estando de acuerdo con Han, hace pocos días leí en un periódico en papel (una de las muchas cosas que ya están desapareciendo tras el empuje del no-periódico digital) que la fotografía analógica (de carrete y revelado) está viviendo una sorprendente nueva vida al ser recuperada por los más jóvenes, que ahora quieren (como decía el reportaje al que me refiero) guardar y atesorar las fotos en álbumes de la misma manera que hacían sus abuelas. Modas aparte, que quizás solo sean los coletazos de un mundo que va muriendo, parece que los análisis del filósofo surcoreano son bastante certeros. El selfi, las pantallas, la inteligencia artificial, el big data, nos alejan del conocimiento del mundo y de nosotros mismos, encerrándonos en una permanente distracción narcisista de informaciones y juego. El mundo, dice Han, está condenado al ruido, por cuanto el silencio (“el lenguaje discreto de las cosas”) es un rito sagrado que requiere tiempo y atención. Por eso el capitalismo ama el ruido, porque el silencio es liberador. Hoy no estamos en condiciones de escuchar y casi nada es ya sagrado.

De los capítulos que componen el ensayo de Han, dos me han hecho disfrutar especialmente: “Vistas de las cosas” (en particular la sección denominada “El olvido de las cosas en el arte”), con jugosas referencias culturales y, sobre todo, literarias, que enriquecen el texto y sirven de sostén al entramado de ideas, y el último, “Una digresión sobre la gramola”, donde el autor, de forma divertida, aligera aún más el tono y, a partir de una anécdota personal (una caída de la bici frente a una vieja tienda de gramolas), construye una oda final al objeto, a modo de colofón.

Estemos o no irremediablemente abandonados a este olvido de las cosas que Byung-Chul Han nos señala, el domingo que viene habrá Rastro (ojalá siga habiéndolo por muchos años) y yo, por mi parte, espero darme un buen baño (sagrado) de cosas, en busca de lo que he perdido o me han robado en la infancia. Como minúscula reivindicación de la memoria, no está mal.  

sábado, 21 de julio de 2018

INDIVIDUALISMO


Q Train (1990), Nigel Van Wieck
Me interesa el individualismo como elaboración mítica; o mejor: como arquetipo fundacional de las sociedades modernas de Occidente. Pero no sé cómo definirlo. ¿Cómo definir lo que siempre permanece velado? ¿No ocurre algo similar con el capitalismo? Pocas personas afirman ser “individualistas”. Muchas menos se declaran “atomistas”. Si usan estos términos es casi siempre para designar a otros con carácter peyorativo. Es decir, los utilizan negativamente, en el sentido de definirse contra algo, de distanciarse de lo que no son, de lo que ellos creen no ser o de lo que no quieren que los demás piensen que podrían ser. Pero sin duda hay personas que reconocen ser “individualistas”. Ahora bien, con ello a menudo no pretenden encuadrarse ideológicamente en un sector político concreto, sino más bien confesar un rasgo característico de su personalidad, de su naturaleza. Ser individualista, en este sentido más cotidiano, supone simplemente preferir el átomo al conjunto, la autonomía a la identificación colectiva, la acción unipersonal a la acción conjunta. Coloquialmente, suele entenderse que quien reconoce ser individualista está declarando en el fondo su visceral egoísmo mediante la utilización de un eufemismo. Pero ni que decir tiene que a nadie le interesa presentarse como un egoísta, aunque interiormente así se reconozca. A nadie le interesa (si no es por razones contextuales muy específicas: artísticas, humorísticas, polémicas, etc.) enfrentarse de ese modo a un consenso tan global y universalista. Traigo aquí el ejemplo de Max Stirner. A día de hoy seguimos sospechando que su iracunda defensa del egoísmo (El único y su propiedad) bien pudo ser en realidad una megalomaníaca broma filosófica. Todo el mundo sabe (aunque no haya leído a Aristóteles) que el hombre es un ser social, que se hace individuo en el grupo, que es el todo el que le hace único. El egoísmo es cualquier cosa menos una ideología. Es un rasgo de la personalidad o, incluso, en el peor de los casos, una patología psíquica. Cierto que no hay hombre desprovisto de egoísmo, por mínimo que sea. La ley de la auto-conservación no es sino un egoísmo natural. Existe hasta un egoísmo socialmente aceptado: el afán de progreso material. El capitalismo lo fomenta, y nadie (incluso los que a este sistema se oponen) puede escapar a su influjo. El capitalismo sabe bien cómo explotar una vena consustancial al alma humana.
Pero las personas aceptan generalmente que una comunidad no podría funcionar sin colaboración, sin interdependencia, sin solidaridad. Unos hacen depender esto de la ética, sea esta ética la que fuere; otros la hacen depender del interés mutuo. Unos apelan en esta materia a la razón; otros al instinto o al sentimiento, es decir, a la empatía. En cualquier caso, casi nadie tolera el egoísmo como principio radical de organización individual, y mucho menos social. Visto así, el egoísmo es una falta (presente en mayor o menor grado en cada uno de nosotros) que debemos combatir, interior y exteriormente. A esto me refería cuando hablaba de un consenso global. El egoísta absoluto no colabora, destruye lo propiamente humano. Sin embargo, el egoísmo tiene también un rostro menos negativo. Mandeville lo señaló con claridad: la persecución individual del interés, el placer, etc., lejos de ser causa de algún mal, es fuente de logros y bienes colectivos. Del vicio privado, dice Mandeville, nacen las virtudes públicas, lo cual no exime al individuo de la obligación de ajustarse a un comportamiento socialmente ético, esto es, de procurar la buena convivencia (porque ello redunda en su interés). 
Volviendo a la cuestión terminológica, lo que sucede es que, cotidianamente, el equívoco rodea la expresión “individualismo”. Suele emplearse como sinónimo o cuasi-sinónimo de “egoísmo”, pero entre los que se declaran o son individualistas hay el mismo porcentaje de egoístas que entre los que no lo son. Dicho de otro modo: puede haber más generosidad en un individualista que en un anti-individualista. Por consiguiente (siempre que quien lo emplee, refiriéndose a sí mismo, no sea con tal significación), aquel que afirma ser individualista no está reconociendo, ni explícita ni implícitamente, un pecado mortal, sino que se está refiriendo a otra cosa. Aquí se nos abren varias posibilidades. Generalmente, quien dice ser individualista está expresando, como decía antes, una pulsión de su sangre, una necesidad indeclinable de su voluntad: está expresando su inquebrantable adhesión a sí mismo, su irrenunciable soberanía de sí, lo cual no debería traducirse en simple egoísmo. Nos está diciendo que prefiere caminar según su criterio e interés; no necesariamente contra los demás o al margen de los demás, sino entre los demás. En resumen: anhelo de autonomía personal (lo que no le obliga ni al egoísmo irredento ni a la autarquía insolidaria de un renegado).
Hay, sin embargo, otras opciones de autodefinición individualista. Hasta ahora me he referido a la no intencionalmente ideológica (puesto que todo discurso de autodefinición, como todo discurso en general, bajo una lectura hermenéutica adecuada, desvela los materiales ideológicos que ayudaron a construirlo [por eso hay en el individualismo más extremo una nota infantil, utópica, que no pasa desapercibida, al igual que en el marxismo, como ya adivinara el propio Lenin]), dejando a un lado la que sí lo es. ¿Y qué es el individualismo ideológicamente considerado? Habría que empezar por acotar el marco semántico de la ideología, que es donde a partir de ahora nos vamos a mover. El profesor Terry Eagleton propone una lista básica de consenso, un punto de partida para la cuestión de lo ideológico. Consideremos, para empezar, que una ideología es un conjunto de técnicas mediante las cuales alguien se define o modula una parte de sí mismo, a la vez que define o modula los contornos del grupo en el que se está inscribiendo. Convengamos que la ideología no es un asunto privativo, personal. Según esto, una ideología define a un grupo, y a la vez ayuda a definir a los integrantes de ese grupo ideológico. Las ideologías son discursos sociales, útiles de cara a la construcción de sí o para el desenvolvimiento personal en sociedad o aisladamente, en lo económico, lo cultural, etc, pero, en cualquier caso, no serían (en principio) elaboraciones personales. Una ideología no es una idea. La ideología es, entonces, un producto social, que vale para representar a un determinado colectivo y también para ayudar a definir (siempre de forma contingente, para un punto concreto del tiempo humano) el actual estado de cosas de un individuo.
Desde el punto de vista intencionalmente ideológico, pues, alguien que afirme ser individualista podrá estar a un tiempo definiendo parte de su estado de cosas actual, parte de su propia vida y de cómo entiende la vida, y definiendo también los límites discursivos de un grupo social determinado al que se halla al menos próximo. Está definición (o definiciones) podrá ser política, moral, estética, económica, etc. Tan diversa como tipos de individualismo pueda haber. ¿Conocemos bien qué es el individualismo político, moral, estético, económico o metodológico? Habrá que explicar los diversos tipos de individualismo para poder empezar a entender el individualismo como mito y arquetipo. Lo crucial, lo verdaderamente crucial, es llegar a entender cómo el individualismo se ha convertido en la cultura de la posmodernidad, en la segunda piel del hombre de la sociedad de mercado, y por qué casi siempre necesita ser desvelado mediante la crítica ideológica. ¿Es el individualismo, la atomización normalizada, como predijo Tocqueville, el último producto de las democracias, o hay un más allá? ¿Quizá el sobjeto de Vicente Verdú? ¿Es el individualismo la ideología absoluta y perfecta de la posmodernidad, una ideología tan universal en Occidente que ha llegado a ser invisible, que ha llegado a desideologizarse? Si fuera así, ¿no sería esto la confirmación de la muerte de las ideologías, el establecimiento de la cultura del simulacro y la muerte del sujeto, en último término, como entidad dueña de sí?