Mostrando entradas con la etiqueta Fernand Braudel. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Fernand Braudel. Mostrar todas las entradas

martes, 1 de mayo de 2018

MEMORIA, DIFERENCIA, VERDAD



Remedios Varo, Papilla estelar, 1958
    “Somos memoria”, repetía Fernand Braudel (aunque esto, en realidad, lo han dicho y repetido muchos; me acuerdo ahora, por ejemplo, del maestro Emilio Lledó). Somos memoria, en efecto; sin ella nos vemos despojados de la ficción que nos alimenta, nos vemos desplazados del equívoco, precario y finísimo eje al que denominamos “yo”. La memoria nos mantiene en guardia con la vida, en la lucha, aunque ello implique la aceptación de las bases del concurso: transitoriedad y sospecha. Dicho de otra forma: cuando el olvido entra por la puerta, la consciencia salta por la ventana. El ser para sí es siempre cosa del pasado, por eso habitamos el terreno de la invención, una sombra incierta, tembloroso ahora de un soy lo que he sido, pero que reconforta. Un río nunca baña dos veces al mismo hombre. Cuando la memoria funciona nos traiciona, aliviándonos. Es su cometido. Somos ficción, por eso ansiamos que nos cuenten historias y los escritores a su vez pueden dar de comer a su locura. La verdad de los hechos es un peaje de tránsito, ese programa malicioso corriendo en segundo plano que todo el mundo quiere eliminar. La verdad pesa y ralentiza nuestro procesamiento diario. Es minoritaria y errante como la materia del espacio, dispuesta en un falso orden. ¿No componemos, a medida que vivimos, nuestra propia novela biográfica, a partir de materiales íntimos y extraños, consciente e inconscientemente, durante la vigilia y durante el sueño? ¿Qué es nuestra memoria sino un no ser, una incesante reconstrucción a la medida de nuestras circunstancias, como aquella freudiana “novela familiar del neurótico”? Uno se dice “yo soy” y cree que al decirlo las piezas encajan una tras otra hasta conformar una unidad reconocible. Uno se levanta por la mañana y hace lo que tiene que hacer ese día llamándose y reconociéndose y hablándose por su nombre, y diciéndose soy yo, me llamo tal, estoy vivo y despierto, estoy aquí, ayer hice esto y hoy haré esto otro y mañana esta otra cosa, etc. (bueno, en realidad uno no lo piensa tácitamente, pero sí de manera implícita, como en toda narración se halla implícito el acto narrador mismo, que se oculta en el trasfondo diegético, igual que si fuésemos el narrador de las acciones de nuestro yo-personaje, como si dijéramos, “mientras yo, el narrador, cuento, el personaje actuaba…”, siempre narrándonos en pasado, porque subyace al mero hacer, como al acto de narrar, la presencia implícita de un narrador primario, una tramoya de composición que empieza por decir “yo soy”), pero uno nota más que nada la diferencia, filtrándose por las costuras del acto y del recuerdo. Hay algo en uno que ese día es diferente, como todos los días. ¿Qué es lo que hace que al cabo de treinta, cincuenta o setenta años de vida uno pueda levantarse cierta mañana reconociéndose sustancialmente como la misma persona? ¿Qué mecanismo permite componer, completar y unificar el caos fragmentario de lo vivido y conseguir a partir de ello una narración del sí más o menos lineal, con sentido, particularizada y con valor propio que se resuelve finalmente, al momento de pensarse y de mirarse al espejo, en una figura asertiva, una esencia, un signo aún reconocible tras las sucesivas mutaciones, una entidad singular, íntima, que pese a todo nos parece no haber en el fondo cambiado? Vivimos entre el ser para los demás y el ser para sí. Somos hijos del trasfondo escénico. La persona sufre una doble invención cotidiana, para sí y para los otros. Se trata de esferas bien determinadas, pero indesligables. Ambas se necesitan, se invaden, hasta el punto de que no pueden realizarse la una sin la otra. Ambas resultan de un proceso de carga de sentido, de una operación simbólica por la que algo que es indiferenciado, masa ciega y repetida y, por lo tanto, perfectamente intercambiable, se particulariza en una máxima distinción, como emergiendo de entre lo que se muestra abigarrado. El individuo no es la identidad, sino la diferencia. Somos hijos del trasfondo escénico, decía. Caminamos con un pie puesto en la viga del hambre y el otro en la viga del hecho. Entre el apetito y lo que está. En medio, el vacío.
René Magritte, El doble secreto, 1927

Uno se levanta por la mañana, alarga el brazo, abre el cajón de la mesita de noche y extrae dos máscaras, la que reserva solo para sí mismo y la que destina para ser vista por los demás. Uno se levanta por la mañana y ha de decidir quién es y cómo quiere que el resto le vea. ¿Es factible, pues, un discurso ya no de lo verdadero, sino un discurso que desenmascare al sí verdaderamente? O, en cualquier caso, ¿es deseable? Uno de los Adagia del lúcido poeta estadounidense Wallace Stevens (cuya lectura recomiendo vivamente) me ha dado que pensar, y aquí lo dejo: “A la larga la verdad no importa”.