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domingo, 22 de abril de 2018

PAPÁ HEM


    Supongo que uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras. Yo tenía catorce años cuando una convalecencia posoperatoria me obligó a guardar total reposo en casa. Corría el mes de mayo del 94, el calor era ya considerable y una semana así iba a ser difícil de sobrellevar. Se me permitía caminar un poco, cierto, pero solo para emprender meras acciones de supervivencia (comer, ir al baño, maldecir mi puerca suerte, etc.). Nada de calle. Desde la terraza de nuestro hermoso ático yo aullaba, melancólico e impotente, a aquel cielo tan burlonamente azul.

"Desde mi azotea".
Imagen tomada de:
http://escritornublado.com
    Me moría de ganas de jugar al fútbol, que era lo que, más allá del instituto y su primero de bachillerato, ocupaba mi tiempo por entonces. La televisión, la videoconsola, pronto dejaron de consolarme. ¿Estudiar? Los enfermos no estudian, reciben regalos. Dios, a todo esto ni siquiera había dejado atrás el primero de los siete u ocho días de condena. Sin embargo, una puerta iba a abrírseme.  Y es que recientemente, por la compra de no sé qué electrodoméstico, mis padres habían sido obsequiados con una colección de libros. Unos estaban encuadernados con apariencia lujosa, en símil piel y con dorados en los lomos; otros, por el contrario, en rústica sin solapas, de sencillo color blanco con rótulos negros y llamativas ilustraciones en sus portadas. Mis padres los habían ordenado pulcramente en una pequeña librería de madera, de solo tres baldas, que podía trasladarse con facilidad de un sitio a otro por obra y gracia de sus cuatro ruedas. Habían convenido en dejar el conjunto justo detrás del ángulo que formaban los dos sofás del salón. Dijeron que aquello le daba a la estancia un toque o un aire y que era muy bonito y que por tanto allí se quedarían los libros, acompañándonos. Uno siempre podía dejar el mando a distancia u otras cosas sobre la oscura madera o directamente sobre los libros, así que, bueno, desde este punto de vista sí que resultaba algo práctico, pensaba yo. Mi interés por el asunto, hasta el momento, se había reducido a esta simple cuestión logística. Uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras, decía al principio; en mi caso sucedió gracias a la confabulación entre un problemilla físico y el aburrimiento fatal y desesperado. A lo largo de la mañana de mi segundo día de convalecencia, quemadas todas las balas de la distracción, no sé por qué reparé en el pequeño mueble de los libros. Me incorporé desde el sofá donde estaba medio tumbado, recuerdo que en camiseta y pantalón corto, y con el mismo ánimo de quien hojea una revista de náutica en la sala de espera del dentista me puse a manotear entre lo que allí había: Ernestosábatosobrehéroesytumbas, Eduardomendozaelmisteriodelacriptaembrujada, Williamkennedytallodehierro,Mariovargasllosalacasaverde, Hermanhesseelúltimoveranodeklingsor,Octaviopazlasperasdelolmo, Friedrichschillerguillermotell, Johannwgoethelossufrimientosdeljovenwerther, Pedrocalderóndelabarcalavidaessueño, Lopedevegafuenteovejuna… Seguí  leyendo, mecánica y desdeñosamente, los títulos de los volúmenes, hasta que uno en particular me detuvo en seco: Ernesthemingwayelviejoyelmar. El viejo y el mar. Sonaba bien. Ernest Hemingway, El viejo y el mar. Los libros son así; siempre aguardan, como una mano tendida, a que otra mano por fin tire de ellos. Lo siguiente que hice fue echar un vistazo entre sus páginas. Tenía unas lindas ilustraciones, algo inesperado en un libro de esas características, es decir, en un libro para adultos. No eran más que dibujos a tinta negra, nada pretenciosos, pero el trazo era original, continuo y como retardándose en breves y erizadas ondas; seguramente se habían hecho sin casi levantar el plumín del papel. Tenían su fuerza, tanta como para que un chiquillo de catorce años fuera capaz de entrever la historia que debía de haber detrás de ellos. Un viejo y pobre pescador, a solas en su vieja y pobre barca, luchando en medio del mar contra un pez de proporciones descomunales. Pero hasta yo me daba perfecta cuenta de que ahí tenía que agazaparse algo de mayor trascendencia. Dado que el libro era breve y, al parecer, no muy complicado (pocos personajes, a juzgar por las ilustraciones: el viejo, protagonista, y un muchacho), y como además yo no sabía qué hacer con mis horas de convalecencia, me atreví a leer el comienzo, que decía: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Esos ochenta y cuatro días funcionaron como lo que en realidad son: el resumen de un tiempo frustrado y la sutil anticipación de otro, es decir, la tensión de la aventura que está por venir. Me tumbé en el sofá con este descubrimiento entre las manos y no lo solté (salvo para ir a comer) hasta el final de la tarde.

Ernest Hemingway
    Si un año antes, aún en el colegio, las lecturas obligadas de Bécquer, Antonio Machado y la primera parte del Quijote (bendita y loca obligación impuesta por un loco y bendito maestro) me enseñaron el placer del texto, el valor estético del lenguaje, ahora Hemingway, que nunca dejaría ya de ser papá Hem, me enseñaba cómo podía contarse una buena historia utilizando no demasiadas palabras, con fuerza, limpiamente y, lo más importante, sin tener que contarlo todo. Si la memoria no me falla, creo que esta fue la primera lectura que hice por voluntad propia. Recuerdo la segunda, y la tercera. Después de El viejo y el mar salté de cabeza y con toda la inocencia del mundo a Crimen y castigo. Me llevé un buen tortazo, aunque positivo en cierto sentido. Disfruté y sufrí con el salto. Aun gustándome la novela, tanta introspección psicológica, lejos de adentrarse en el meollo del caudal, daba la impresión de huir de él entre meandros innecesarios, o eso, ingenuo de mí, barruntaba yo entonces, creyéndome ya con derecho y competencia suficientes para impartir justicia crítica. Tras de mi primer contacto con los rusos, volví a Hem (Por quién doblan las campanas). La cuenta de las lecturas primerizas, por riguroso orden, se pierde a partir de este punto. Fueron cayéndome, en desordenados y a menudo imprevisibles asaltos, otros golpes del púgil de Oak Park, Illinois, hasta el definitivo knock out de sus cuentos. Pero antes de eso, mucho antes, al final de una tarde de la primavera del 94, cerré aquel primer libro elegido, tan bien encuadernado y de papel tan oloroso, y lo devolví a su lugar, ahora con un atisbo de reverencia, junto al ignorado resto de sus camaradas escritores, a quienes yo imaginaría luego manteniendo largas y acaloradas tertulias, pues el contenido de este mueblecito de rincón había ganado para mí aquella tarde un súbito respeto, una nueva reputación, mucho más elevada, que pronto alcanzaría el rango de sacro altar del iniciado (iniciado confuso, torpe, voluntarioso), aunque siempre diera un toque o un bonito aire al salón y todos siguiéramos dejando el mando a distancia y los más inverosímiles objetos sobre los oscuros estantes. La semana de convalecencia pasó y el antiguo convaleciente volvió a su primero de bachillerato y, poco después, al fútbol. Por supuesto, hubo muchos más cielos y días azules que ver, poblados de vencejos, desde la terraza del ático. De vez en cuando, sin que nadie lo supiera, una mano tiraba de otra que, paciente y en silencio, generosa, esperaba tendida desde justo detrás del ángulo que formaban dos sofás muy de los años noventa.





viernes, 23 de enero de 2015

SUBLIME DEGRADACIÓN HUMANA

Hubert Selby Jr. (1928-2004), el delicado demonio neoyorquino (eternos ojos afilados de azul, cacatúa en el hombro derecho), es una portentosa apisonadora estilística, un alud de puro dominio verbal. A su prosa, intensa, vigorosa y primitivamente rítmica (se me ocurre fruto de un cruce entre Henry Miller y Blaise Cendrars), hay que añadirle su mayor logro: un grado de profundidad psicológica pocas veces alcanzado desde Dostoyevski. Su novela The Room (1972), traducida recientemente al español por Daniel Ortiz Peñate para Ediciones Escalera (2010), es el texto más brillante en este sentido. Aunque carece de la maravillosa polifonía que encontramos en otras de sus narraciones, como en Last Exit to Brooklyn (1964) o en Requiem for a Dream (1978), el substrato semántico, el motivo latente principal, viene a ser el mismo: la denuncia del sueño americano como un falso mito y una trampa social, económica, cultural y familarmente preparada para deshumanizar al más pintado; un espejismo o simulacro econoerótico capaz no sólo de alienar al individuo, sino de degradarlo moral y físicamente, en esa estéril búsqueda de un imposible que lo descentra de su eje identitario y le hace perder la soberanía de sí. Con éxito o sin él, aparentemente adaptado o no, el sistema se apodera de la autonomía del hombre, simple mercancía en perpetuo intercambio, cuyo verdadero precio solamente es revelado tras su destrucción. Si The Room es la cara, The Demon (1976) es la cruz. Ambas son novelas acuñadas en los dos lados de la misma moneda. Ambas son himnos a la degradación humana. Una, de la que voy a hablar hoy aquí, da el protagonismo a un vulgar delincuente, encarcelado y a la espera de un jucio por un crimen que asegura no haber cometido; otra, en cambio, escoge la perspectiva de un joven de clase media-alta, brillante y encantador, nacido para el triunfo, que, sin embargo, no encuentra mejor destino. La obsesión, la locura, la pulsión de muerte, la pulsión sexual, son las mimbres psiquicas con las que Selby construye distintas tramas con un mismo fondo. El ritmo, embriagador, hipnótico, con ecos de su admirado Céline, arrastra al lector, lo quiera o no, hasta ese fondo, tras hacerle descender a través del denso caos mental de cualquiera de los dos personajes. Pero he dicho que voy a hablar de la desasosegante The Room. Me pongo a ello.

Conviene advertir, para empezar, que el depliegue rítmico y lingüístico llevado a cabo por Selby (lo más palpable, sin duda, que hallará el lector en esta novela), no hace sino redirigir la mirada hacia el subtexto. Este es un artefacto crítico (ojo, manéjese con cuidado). El lenguaje nunca es inocente, aunque quien lo emplee pueda efectivamente serlo (pero ese es otro tema). El lenguaje de Selby se antoja altamente corrosivo: el resultado de aplicarle un par de vueltas a los tornillos de Céline y Charles Bukowski. La materia, por sí misma, por cómo se usa, es el primer elemento de crítica. Veámoslo. Brutal y escatológico, el discurso antisocial del protagonista es el propio de un outsider forzoso:

Siempre hay alguien dispuesto a molestarte, a no dejarte en paz. Da igual lo simples que puedan ser las cosas, que siempre vendrá un hijo de puta a complicarte, a joderte la vida. Dios, cómo apesta este puto mundo, infestado de cretinos, de auténticos mierdas, con un sólo propósito: putearte. Vas a comprarte unos zapatos y le dices al dependiente cuáles quireres y tu talla, y enseguida vuelve para clazarte un número menos que te aprieta, y por más que insistes, él sigue tratando de convencerte de lo bien que te quedan y que luego ceden porque es piel de la buena, que te los lleves puestos y para cuando llegas a casa tienes ya una ampolla en el talón que no te deja vivir, y lo único de lo que tienes ganas es de volver a la tienda a meterle los zapatos por el culo al tío que te los ha endilgado (p. 227).  
Se trata de arremeter contra la arraigada hipocresía del modelo de vida americano (lo han hecho después, de muy distinto modo, los celebérrimos David Foster Wallace y Jonathan Franzen, por ejemplo), por medio de un lenguaje que, primero, recoja los usos más antagónicos y antimodélicos, la jerga vulgar, marginal y callejera de un submundo social ajeno a la frívola placidez indiferente de la hiperdemocrática clase media, y, segundo, que represente con absoluta minuciosidad una sucesión de escenas y ambientes donde la violencia, la deshumanización y lo aberrante alcancen un nivel tan real como insólito. El estilo de Selby va mucho más allá de la provocación; es una necesidad, una disposición de la sangre: la única manera de poner de manifiesto la capacidad del hombre para sufrir y hacer sufrir. Para dañar gratuitamente. Ejemplo de esto que digo es la hiperrealista violación que, con la acerada precisión de un frío escalpelo, nos es relatada en cierto pasaje de la novela. El lector asiste entonces a una autopsia de la agonía y la maldad, perfecta en su necesaria nitidez y, por ello, dolorosamente perdurable. No creo haber leído antes nada parecido. Fue valiente Selby. Lo fue muchas veces. Había que resquebrajar el puritanismo de la middle class, aunque ello supusiera la inmediata condena del sistema literario imperante (y así sucedió, pero esa es otra historia).

Hay también en The Room, no cabe ignorarlo, innegables reminiscencias kafkianas (El proceso). El protagonista, como el señor Josef K., se ve víctima de un engranaje implacable que lo tortura hasta el agarrotamiento. Mientras conserva intactas la ira, la rabia y la sed de venganza logra mantenerse mentalmente vivo, en pie de guerra. Pero, cuando hacia la parte final del relato adquiere fatal conciencia de su verdadera situación comienza a desesperar, cayendo de inmediato en un pesimismo sin salida:

Habría que concluir la batalla sin oponente, sin huesos que romper, sin carne que morder, sin entrañas que reventar y esparcir. Sin victoria, sólo sumisión (p. 233).
Es sintomático que el personaje experimente entonces un abandono no solo psíquico, sino también físico, corporal, no pudiendo apenas incorporarse de la cama, ni tan siquiera moverse. Los vómitos que entonces le sobrevendrán son un símbolo de una muerte lenta pero imparable que avanza por dentro, descomponiéndolo todo, susituyendo cada órgano por un vacío sin nombre. El individuo entiende que no hay escapatoria ante la terrible maquinaria del poder, que ésta acabará por destrozarlo. Asume su insignificancia. Una vez que la ira desaparece, la acedia toma el mando. Nada queda ya, salvo la resignación. Una resignación consciente, pues se hace cargo de su estado (se arrepiente, incluso) y denuncia lo que para él es una muestra de la falta de escrúpulos del aparato del sistema, ante el que se siente indefenso. La lucidez es, así, más terrible que la locura.

En resumen, es esta una novela sobre el desarraigo, la inadaptación, la soledad, la desesperanza, el odio, la violencia, la rebeldía y el arrepentimiento, donde el flujo libre de la conciencia, los recuerdos y las ensoñaciones (sin delirio) del protagonista, su lucha y su derrota, nos hacen reflexionar acerca de nuestras sociedades del simulacro posmoderno. Obviamente, el contenido simbólico espacio-temporal, centrado en el habitáculo (pegado al personaje como una segunda piel), daría para unas cuantas líneas más. Baste decir aquí que este contenido explica la ausencia de acción al uso en la novela de Selby.

Un último apunte. Para aquel que quiera leer algo semejante, en ritmo y en intención, entre nuestras letras hispánicas, recomiendo El índice de Dios (Madrid, Espasa Calpe, 1993), del narrador y poeta de origen inglés (residente en España, con alguna ausencia, desde los cuatro años), Roger Wolfe. Tengo entendido que la editorial Zut acaba de reeditar, con el título de El sur es un sitio grande, esta semiolvidada novela, que bien merecería próximo comentario.