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sábado, 2 de agosto de 2014

ALEJANDRA PIZARNIK: CUANDO EL LENGUAJE NO BASTA

  Poeta del límite, del abismo, Alejandra Pizarnik se pasó su existencia al borde de la caída o del salto, balanceándose sobre el vértice seductor de la locura, clavando sus ojos hasta pulverizárselos en el delirante vacío de las cosas,  en pos de una verdadera realidad siempre huidiza. En el fondo tan sólo trataba de salir de sí y contemplarse (y objetivarse) como ante un espejo, pero sin las incómodas falsedades de este último; al menos eso creía Pizarnik cuando reflexionaba sobre sus motivaciones poéticas, cosa que hizo muy a menudo. Su melancolía es de raíz metafísica; llega a ella por la imposibilidad de explicarse en su totalidad, de distinguir su yo auténtico, de aprehender la realidad, de comprender la locura y la tristeza. Es tan consciente de su ser melancólico que una y otra vez intercala en sus versos (perdón por el vocablo) pura metamelancolía. Para el intento de satisfacer estos altos fines Pizarnik se encomienda al lenguaje, instrumento sobre el que también reflexiona continuamente. Conforme evoluciona en su maduración poética el lenguaje se le revela como un material limitado, demasiado aproximativo para su magna tarea de nombrar con mayúsculas,  y de utilidad dudosamente terapéutica. Ese atisbo inicial de un hecho que no se acepta se convierte luego en pesado axioma que por irremediable ha de ser acatado. El lenguaje se queda corto y Pizarnik lo escribe con sumisa angustia; de la rebeldía por la determinación de no resignarse se pasa a la rebeldía por la sumisión a la muerte de cualquier intento de comprender y a la muerte como grata perspectiva y único medio de terminar con el punzante dolor de no estar nunca existencialmente unificado. Pizarnik hace de la promesa del suicidio un lugar común, un grito, una anunciación. Su melancolía se hace profunda, lacerante, y comienza a dejarse arrastrar por la corriente del delirio.
  En su postrera etapa, Pizarnik mantiene medio cuerpo dentro de la locura, pero podría sostenerse que a costa de convertirse en una especie de profeta o de iluminada, derrochando incendiada e íntima lucidez. Sus imágenes son a un tiempo alucinadas y sinceras. Su melancolía crece de la mano de un ensimismamiento llevado hasta las últimas consecuencias y de la frustración que le causa la conciencia de saberse perdida desde un principio, la conciencia de saber que el lenguaje no puede servirle ni salvarla. Pizarnik hizo de la melancolía su motor poético y su poética, de tal modo que aquélla le dictaba y ella escribía. Nunca vio el mundo a través de otra lente que no fuera la de su tristeza esencial, y ambas acabaron siendo existencialmente inseparables: “He descubierto que cuando no estoy angustiada no soy”, sentenció.

   Repasemos ahora algunos aspectos biográficos.

  Para empezar, sus orígenes son ruso-judíos. Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker se llamaban sus padres; emigrantes como tantos otros. Llegaron a Argentina tras pasar cierto tiempo en París. El cambio ortográfico del apellido Pozharnik por Pizarnik pudo deberse simplemente al error de un funcionario en el momento de inscribir a la niña Alejandra en el registro. Alejandra había vivido de cerca la barbarie, ya que parte de su familia fue asesinada a manos de los nazis, y esa rémora de sufrimiento y muerte se instalará en ella como una huella imborrable, convirtiéndose en verdadera obsesión conforme vaya madurando. La familia reside en Avellaneda. El padre se dedica a la venta de joyería. Alejandra recibe una educación bastante liberal de acuerdo con el criterio de su padre. En 1954 termina los estudios secundarios. Comienza un período universitario lleno de incertidumbres y titubeos. Tras iniciar los estudios de Filosofía y Letras decide abandonarlos y se matricula en los de Periodismo, dándose cuenta al poco de que estos últimos en absoluto le satisfacen. Pero Alejandra descubre, afortunadamente, su talento literario, que el catedrático de Literatura Moderna, Juan Jacobo Bajardía, no duda en alentar. Buscando su sitio, Alejandra se interesa también por la pintura, y de esa manera comienza a asistir al taller de Batlle Planas. Pronto se muestra como una joven frágil. Sufre de asma y sus complejos psíquicos se exteriorizan a través de un ligero tartamudeo. Su padre la mima; cuida de ella; costea los gastos de publicación de su primer libro y los de la consulta de su psicoanalista. Ni la pintura ni la poesía logran alejarla de sus quiebras sentimentales. Alejandra recurre entonces a las anfetaminas, los analgésicos y los somníferos. De 1960 a 1964 se refugia en París, pensando que la estancia en un ambiente distinto podrá funcionar como una especie de analgésico que palie sus continuas angustias. Allí, en la capital parisina, conoce a Octavio Paz, a André Pieyre de Mandiargues, a Julio Cortázar o a Rosa Chacel, y trabaja durante un año como correctora de pruebas para la revista Cuadernos para la liberación de la cultura, realizando, además, diversas traducciones. De regreso en Buenos Aires publica lo más relevante de su obra poética. En 1968, gracias a la concesión de la beca Guggenheim, viaja a Nueva York.

  Los últimos años de su vida están dominados por las depresiones y los intentos de suicidio. Entre 1970 y 1972 permanece recluida, confinada entre cuatro paredes. A los treinta y seis años, tras cinco meses de internamiento en el psiquiátrico Pirovano de Buenos Aires, aprovecha un permiso del hospital concedido para ir a descansar a su casa y se quita la vida mediante la ingesta de cincuenta pastillas de seconal sódico.

  Pizarnik deja publicados siete libros de poesía: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971). También, aunque es menos conocida que su faceta poética, hay en Pizarnik vertiente novelesca; así, tenemos La condesa sangrienta publicada en 1971. Su teatro y su ensayo completan, junto con los artículos periodísticos, las traducciones (de Marguerite Duras, por ejemplo) y los diarios el conjunto de su producción artística e intelectual.


EL MIEDO

En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.

(de Las aventuras perdidas, 1958)

***

viajera de corazón de pájaro negro
tuya es la soledad a medianoche
tuyos los animales sabios que pueblan tu sueño
en espera de la palabra antigua
tuyo el amor y su sonido a viento roto

(de Otros poemas, 1959)

***

14

El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe.

(de Árbol de Diana, 1962)

***

lloro, miro el mar y lloro.
canto algo, muy poco.

hay un mar. hay luz
hay sombras. hay un rostro.
 
un rostro con rastros de paraíso perdido.

he buscado.

sino que he buscado,
sino que agonizo.

(de la carpeta En esta noche en este mundo)
 
***

23 

una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos

(de Árbol de Diana, 1962)