Remedios Varo, Papilla estelar, 1958 |
“Somos memoria”, repetía Fernand Braudel (aunque
esto, en realidad, lo han dicho y repetido muchos; me acuerdo ahora, por
ejemplo, del maestro Emilio Lledó). Somos memoria, en efecto; sin ella nos
vemos despojados de la ficción que nos alimenta, nos vemos desplazados del
equívoco, precario y finísimo eje al que denominamos “yo”. La memoria nos
mantiene en guardia con la vida, en la lucha, aunque ello implique la
aceptación de las bases del concurso: transitoriedad y sospecha. Dicho de otra
forma: cuando el olvido entra por la puerta, la consciencia salta por la
ventana. El ser para sí es siempre
cosa del pasado, por eso habitamos el terreno de la invención, una sombra
incierta, tembloroso ahora de un soy lo que he sido, pero que reconforta.
Un río nunca baña dos veces al mismo hombre. Cuando la memoria funciona nos
traiciona, aliviándonos. Es su cometido. Somos ficción, por eso ansiamos que
nos cuenten historias y los escritores a su vez pueden dar de comer a su
locura. La verdad de los hechos es un peaje de tránsito, ese programa malicioso
corriendo en segundo plano que todo el mundo quiere eliminar. La verdad pesa y
ralentiza nuestro procesamiento diario. Es minoritaria y errante como la
materia del espacio, dispuesta en un falso orden. ¿No componemos, a medida que
vivimos, nuestra propia novela biográfica, a partir de materiales íntimos y
extraños, consciente e inconscientemente, durante la vigilia y durante el sueño?
¿Qué es nuestra memoria sino un no ser,
una incesante reconstrucción a la medida de nuestras circunstancias, como
aquella freudiana “novela familiar del neurótico”? Uno se dice “yo soy” y cree
que al decirlo las piezas encajan una tras otra hasta conformar una unidad
reconocible. Uno se levanta por la mañana y hace lo que tiene que hacer ese día
llamándose y reconociéndose y hablándose por su nombre, y diciéndose soy yo, me
llamo tal, estoy vivo y despierto, estoy aquí, ayer hice esto y hoy haré esto
otro y mañana esta otra cosa, etc. (bueno, en realidad uno no lo piensa tácitamente,
pero sí de manera implícita, como en toda narración se halla implícito el acto
narrador mismo, que se oculta en el trasfondo diegético, igual que si fuésemos
el narrador de las acciones de nuestro yo-personaje, como si dijéramos,
“mientras yo, el narrador, cuento, el personaje actuaba…”, siempre narrándonos
en pasado, porque subyace al mero hacer, como al acto de narrar, la presencia
implícita de un narrador primario, una tramoya de composición que empieza por
decir “yo soy”), pero uno nota más que nada la diferencia, filtrándose por las
costuras del acto y del recuerdo. Hay algo en uno que ese día es diferente,
como todos los días. ¿Qué es lo que hace que al cabo de treinta, cincuenta o
setenta años de vida uno pueda levantarse cierta mañana reconociéndose
sustancialmente como la misma persona? ¿Qué mecanismo permite componer, completar
y unificar el caos fragmentario de lo vivido y conseguir a partir de ello una
narración del sí más o menos lineal, con sentido, particularizada y con valor
propio que se resuelve finalmente, al momento de pensarse y de mirarse al
espejo, en una figura asertiva, una esencia, un signo aún reconocible tras las
sucesivas mutaciones, una entidad singular, íntima, que pese a todo nos parece
no haber en el fondo cambiado? Vivimos entre el ser para los demás y el ser
para sí. Somos hijos del trasfondo escénico. La persona sufre una doble
invención cotidiana, para sí y para los otros. Se trata de esferas bien
determinadas, pero indesligables. Ambas se necesitan, se invaden, hasta el
punto de que no pueden realizarse la una sin la otra. Ambas resultan de un
proceso de carga de sentido, de una operación simbólica por la que algo que es
indiferenciado, masa ciega y repetida y, por lo tanto, perfectamente
intercambiable, se particulariza en una máxima distinción, como emergiendo de entre
lo que se muestra abigarrado. El individuo no es la identidad, sino la
diferencia. Somos hijos del trasfondo escénico, decía. Caminamos con un pie puesto
en la viga del hambre y el otro en la viga del hecho. Entre el apetito y lo que
está. En medio, el vacío.
René Magritte, El doble secreto, 1927 |
Uno se levanta por la mañana, alarga el brazo, abre
el cajón de la mesita de noche y extrae dos máscaras, la que reserva solo para
sí mismo y la que destina para ser vista por los demás. Uno se levanta por la
mañana y ha de decidir quién es y cómo quiere que el resto le vea. ¿Es
factible, pues, un discurso ya no de lo verdadero, sino un discurso que
desenmascare al sí verdaderamente? O, en cualquier caso, ¿es deseable? Uno de
los Adagia del lúcido poeta
estadounidense Wallace Stevens (cuya lectura recomiendo vivamente) me ha dado
que pensar, y aquí lo dejo: “A la larga la verdad no importa”.