Lo que más me gusta de Baroja es lo mismo que me gusta de Hemingway o Céline: es tan bueno que hasta sus carencias se convierten en virtudes. Se ha dicho siempre: un escritor empieza a madurar cuando toma conciencia de sus defectos. Pero sólo los buenos de verdad estudian esos defectos y los transforman en su marca de fábrica, en su sello personal, inconfundible. Esto, a mi modo de ver, no es cuestión tanto de genialidad como de carácter. Carácter y, por supuesto, trabajo; mucho trabajo. Aparte de los ya citados al comienzo de estas líneas, me viene ahora a la cabeza el nombre de Pedro Juan Gutiérrez, narrador (y poeta) cubano cuya prosa mordiente es creada a partir de una estética que podría llamarse "del descuido". Gutiérrez, como los Baroja, Hemingway o Céline, goza de esa sublime habilidad de la que hablo.
Pero centrémonos en Baroja. Yo había oído o leído, no sé dónde, que el vasco universal había compuesto en su madurez algunos poemas. Nunca me preocupé de saber más al respecto, temeroso de que tales poemas no fueran a estar a la altura de su prosa (siendo como era él un narrador puro), hasta que una tarde del otoño pasado, lluviosa, entré en una librería de viejo (con más de cementerio que de librería) y, rebuscando, extraje de entre una escombrera de fósiles eclesiásticos de la B.A.C estas Canciones del suburbio que ahora, mientras tecleo, tengo a mi lado, sobre la mesa.
Canciones del suburbio. ¿Y esto?, pensé. Cuál fue mi sorpresa al abrir el libro al azar y descubrir que se trataba de los poemas barojianos de los que un día había tenido noticia. ¡Magnífico! Apoquiné los cuatro ridículos euros que costaba la bonita edición y entré en un bar próximo, ávido por hincarle el diente, entre sorbo y sorbo de café con leche.
Pasados los meses, pasada también aquella febril lectura en la cafetería, mientras la lluvia arreciaba en los cristales, hoy me decido a escribir sobre los poemas de Baroja, más por devoción incondicional al genial novelista que por la calidad de los propios poemas; más por fetichismo de bibliófilo que por afán justiciero. Que nadie piense que voy a desempolvar una joya caída en el olvido, porque en este caso el olvido es perfectamente comprensible.
Al propio Baroja no se le escapaba la fortuna que habrían de tener sus poemas: "Me parecen todos ellos decadentes y, al mismo tiempo, defectuosos, productos de vejez y de neurastenia", dice el autor en la "explicación" que antecede a los textos. Baroja tenía entre 67 y 68 años cuando, durante su breve exilio en París, se le ocurrió la idea de escribir (dictar a una mecanógrafa, mejor dicho) una novela por entregas que él mismo quería ocuparse de ilustrar con una serie de estampas "toscas, como de aleluyas infantiles", y en la que también pretendía intercalar algunos romances. Este es el germen del libro. A Baroja le produce "cierta alegría" la "extravagancia" del proyecto y, aunque sabe que será muy difícil publicarlo, se decide a llevarlo a cabo, pero "en secreto, como si fuera una vergüenza". Pronto abandona la idea de las estampas infantiles, descontento ante su falta de pericia en el dibujo. Más tarde, ya en Bayona, conoce a una nueva mecanógrafa, de Bilbao, a la que, tras contratarla, le dictaría "algunas impresiones de París y distintos romances". Sin embargo, se justifica Baroja, un tanto cínicamente, "el tiempo no estaba para esto". Deja Bayona, dejando allí también, "en casa de una familia casi desconocida", los papeles recién dictados. El escritor se marcha convencido de que los poemas acabarán perdiéndose (lo que, al parecer, tampoco le disgusta mucho) y de que, en consecuencia, no tendrá que volver a ocuparse de ellos. Pero, pasado un tiempo, los poemas retornan a Baroja, "como perros fieles al amo", y luego de releerlos sigue sin estar seguro de que merezca la pena el publicarlos, ni siquiera para "un corto número de amigos". Pese a todo, los poemas ven finalmente la luz gracias a la editorial Biblioteca Nueva, en 1944. Baroja nos informa de que se publicaron tal cual, sin corregir, por culpa de su incapacidad para mejorarlos sin hacerles perder "carácter", frescura. Aunque el resultado, a su juicio (que no anda muy desencaminado), es "tosco", el escritor deja entrever que, al menos, llegan al lector con su autenticidad intacta, sin artificio. Pues sí. Acaso el mayor mérito de estas Canciones del suburbio de Baroja sea su realismo pedestre, la ausencia de huera afectación, de conceptos y artificios que perviertan paisaje y paisanaje. Porque Baroja era un gran mirón, un gran observador de la vida, y esta capacidad tan extraordinariamente desarrollada a la hora de perfilar psicológicamente tipos y personajes se aprecia en sus poemas lo mismo que en sus narraciones. Y ya es bastante, teniendo en cuenta la ingente cantidad de impostores y afectados que circulan hoy día por el territorio poético. Si no lirismo (lamentablemente escaso), el lector que quiera acercarse a estas Canciones barojianas encontrará al menos una estampa exenta de impostura, ya divertida y socarrona, ya melancólica y desencantada. "Baladas perdidas", las llama Azorín, que le escribió el prólogo, jugando con la cercanía sonora a la expresión "batallas perdidas". En efecto, estas Canciones son como batallas perdidas, pero no sólo en el sentido memorístico y vital apuntado por Azorín ("resumen de toda su obra literaria", dice), también en el sentido de una lucha poética de la que no se ha salido vencedor. Quizá por ello el prologuista, bondadoso, pone énfasis en la honestidad y espontaneidad de los poemas, así como en el espíritu realista y antitradicionalista (alejado de "convencionalismos artificiosos" o costumbrismos) del que surgieron, más que en los méritos puramente líricos (poco notables, insisto) de los que puedan ser acreedores. "Sustancia popular", dice Azorín, que era amigo, pero que no quería dejar de ser buen crítico. La misma sustancia y los mismos arquetipos que pueblan su obra en prosa. Tal vez, eso sí, se dejó llevar el de Monóvar al emparentar a Baroja con Villon, pero entre colegas, ya se sabe.