Supongo que uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas
maneras. Yo tenía catorce años cuando una convalecencia posoperatoria me obligó
a guardar total reposo en casa. Corría el mes de mayo del 94, el calor era ya
considerable y una semana así iba a ser difícil de sobrellevar. Se me permitía
caminar un poco, cierto, pero solo para emprender meras acciones de
supervivencia (comer, ir al baño, maldecir mi puerca suerte, etc.). Nada de
calle. Desde la terraza de nuestro hermoso ático yo aullaba, melancólico e
impotente, a aquel cielo tan burlonamente azul.
"Desde mi azotea".
Imagen tomada de:
http://escritornublado.com
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Me moría de ganas de jugar al fútbol, que era lo que, más allá del
instituto y su primero de bachillerato, ocupaba mi tiempo por entonces. La
televisión, la videoconsola, pronto dejaron de consolarme. ¿Estudiar? Los
enfermos no estudian, reciben regalos. Dios, a todo esto ni siquiera había
dejado atrás el primero de los siete u ocho días de condena. Sin embargo, una
puerta iba a abrírseme. Y es que recientemente,
por la compra de no sé qué electrodoméstico, mis padres habían sido obsequiados
con una colección de libros. Unos estaban encuadernados con apariencia lujosa, en
símil piel y con dorados en los lomos; otros, por el contrario, en rústica sin
solapas, de sencillo color blanco con rótulos negros y llamativas ilustraciones
en sus portadas. Mis padres los habían ordenado pulcramente en una pequeña
librería de madera, de solo tres baldas, que podía trasladarse con facilidad de
un sitio a otro por obra y gracia de sus cuatro ruedas. Habían convenido en
dejar el conjunto justo detrás del ángulo que formaban los dos sofás del salón.
Dijeron que aquello le daba a la estancia un toque o un aire y que era muy
bonito y que por tanto allí se quedarían los libros, acompañándonos. Uno
siempre podía dejar el mando a distancia u otras cosas sobre la oscura madera o
directamente sobre los libros, así que, bueno, desde este punto de vista sí que
resultaba algo práctico, pensaba yo. Mi interés por el asunto, hasta el momento,
se había reducido a esta simple cuestión logística. Uno puede descubrir la
literatura de muchas y muy variadas maneras, decía al principio; en mi caso
sucedió gracias a la confabulación entre un problemilla físico y el
aburrimiento fatal y desesperado. A lo largo de la mañana de mi segundo día de
convalecencia, quemadas todas las balas de la distracción, no sé por qué reparé
en el pequeño mueble de los libros. Me incorporé desde el sofá donde estaba
medio tumbado, recuerdo que en camiseta y pantalón corto, y con el mismo ánimo
de quien hojea una revista de náutica en la sala de espera del dentista me puse
a manotear entre lo que allí había: Ernestosábatosobrehéroesytumbas, Eduardomendozaelmisteriodelacriptaembrujada, Williamkennedytallodehierro,Mariovargasllosalacasaverde, Hermanhesseelúltimoveranodeklingsor,Octaviopazlasperasdelolmo,
Friedrichschillerguillermotell, Johannwgoethelossufrimientosdeljovenwerther, Pedrocalderóndelabarcalavidaessueño,
Lopedevegafuenteovejuna… Seguí leyendo, mecánica
y desdeñosamente, los títulos de los volúmenes, hasta que uno en particular me detuvo
en seco: Ernesthemingwayelviejoyelmar. El viejo y el mar. Sonaba bien. Ernest
Hemingway, El viejo y el mar. Los libros
son así; siempre aguardan, como una mano tendida, a que otra mano por fin tire
de ellos. Lo siguiente que hice fue echar un vistazo entre sus páginas. Tenía
unas lindas ilustraciones, algo inesperado en un libro de esas características,
es decir, en un libro para adultos. No eran más que dibujos a tinta negra, nada
pretenciosos, pero el trazo era original, continuo y como retardándose en
breves y erizadas ondas; seguramente se habían hecho sin casi levantar el
plumín del papel. Tenían su fuerza, tanta como para que un chiquillo de catorce
años fuera capaz de entrever la historia que debía de haber detrás de ellos. Un
viejo y pobre pescador, a solas en su vieja y pobre barca, luchando en medio
del mar contra un pez de proporciones descomunales. Pero hasta yo me daba perfecta
cuenta de que ahí tenía que agazaparse algo de mayor trascendencia. Dado que el
libro era breve y, al parecer, no muy complicado (pocos personajes, a
juzgar por las ilustraciones: el viejo, protagonista, y un muchacho), y como además yo no sabía qué hacer con mis horas de convalecencia, me
atreví a leer el comienzo, que decía: “Era un viejo que pescaba solo en un bote
en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Esos
ochenta y cuatro días funcionaron como lo que en realidad son: el resumen de un
tiempo frustrado y la sutil anticipación de otro, es decir, la tensión de la
aventura que está por venir. Me tumbé en el sofá con este descubrimiento entre
las manos y no lo solté (salvo para ir a comer) hasta el final de la tarde.
Ernest Hemingway |
Si un año antes, aún en el colegio, las lecturas obligadas de Bécquer,
Antonio Machado y la primera parte del Quijote
(bendita y loca obligación impuesta por un loco y bendito maestro) me
enseñaron el placer del texto, el valor estético del lenguaje, ahora Hemingway,
que nunca dejaría ya de ser papá Hem, me enseñaba cómo podía contarse una buena
historia utilizando no demasiadas palabras, con fuerza, limpiamente y, lo más
importante, sin tener que contarlo todo. Si la memoria no me falla, creo que
esta fue la primera lectura que hice por voluntad propia. Recuerdo la segunda,
y la tercera. Después de El viejo y el
mar salté de cabeza y con toda la inocencia del mundo a Crimen y castigo. Me llevé un buen
tortazo, aunque positivo en cierto sentido. Disfruté y sufrí con el salto. Aun
gustándome la novela, tanta introspección psicológica, lejos de adentrarse en
el meollo del caudal, daba la impresión de huir de él entre meandros innecesarios,
o eso, ingenuo de mí, barruntaba yo entonces, creyéndome ya con derecho y
competencia suficientes para impartir justicia crítica. Tras de mi primer contacto
con los rusos, volví a Hem (Por quién
doblan las campanas). La cuenta de las lecturas primerizas, por riguroso orden,
se pierde a partir de este punto. Fueron cayéndome, en desordenados y a menudo
imprevisibles asaltos, otros golpes del púgil de Oak Park, Illinois, hasta el
definitivo knock out de sus cuentos.
Pero antes de eso, mucho antes, al final de una tarde de la primavera del 94,
cerré aquel primer libro elegido, tan bien encuadernado y de papel tan oloroso,
y lo devolví a su lugar, ahora con un atisbo de reverencia, junto al ignorado
resto de sus camaradas escritores, a quienes yo imaginaría luego manteniendo
largas y acaloradas tertulias, pues el contenido de este mueblecito de rincón había
ganado para mí aquella tarde un súbito respeto, una nueva reputación, mucho más
elevada, que pronto alcanzaría el rango de sacro altar del iniciado (iniciado confuso,
torpe, voluntarioso), aunque siempre diera un toque o un bonito aire al salón y
todos siguiéramos dejando el mando a distancia y los más inverosímiles objetos
sobre los oscuros estantes. La semana de convalecencia pasó y el antiguo
convaleciente volvió a su primero de bachillerato y, poco después, al fútbol.
Por supuesto, hubo muchos más cielos y días azules que ver, poblados de
vencejos, desde la terraza del ático. De vez en cuando, sin que nadie lo supiera,
una mano tiraba de otra que, paciente y en silencio, generosa, esperaba tendida
desde justo detrás del ángulo que formaban dos sofás muy de los años noventa.