Aquí estoy, hurtándole caricias al sueño, aporreando un poco las teclas de este teclado chino del mercadillo, segunda o quizá tercera mano, no sé, pero que a mí me parece que responde y suena como un Steinway & Sons. Será porque me lo ha traído un colega al que aprecio, harto de oír mis quejas sobre el anterior armatoste, del período Cámbrico por lo menos.
Precisamente este colega del que hablo, con el que comparto el noble (pero amargo) vicio de la tecla, me reenvió hace tiempo un manifiesto poético que, a su vez, alguien le había reenviado a él. Fue aproximadamente por la época en que se desarrollaron los sucesos del 15M; días después de aquello, mejor dicho. Ignoro la fortuna que pueda haber tenido el artefacto, la verdad. Pese a que la cosa me hizo gracia, creo que, por mi parte, no se lo reenvié a nadie. Lo que sí hice fue guardarlo (uno se imagina que en la Red las cosas no pesan...). Luego me olvidé del asunto. Hasta hoy.
Un tertuliano radiofónico se ocupó de recordármelo esta tarde, indirectamente. Yo me estaba lavando los dientes, justo después del almuerzo, con la radio de fondo, y al escuchar a alguien hablar de Montaigne dejé de cepillarme y presté atención. El tipo venía a decir que la ociosidad era algo deleznable y tal y cual, algo absolutamente improductivo. Una enfermedad del alma, en definitiva, como sin duda había ya sostenido Michel de Montaigne. Negué con la cabeza, el cepillo atravesado en la boca. No podía estar (y estoy) en mayor desacuerdo. Casi todo el arte procede de ahí, de la ociosidad, del aburrimiento. Me da igual lo que sostuviera Montaigne (que lo sostuvo, por supuesto). El hombre es el único ser sobre la tierra que se aburre. Y, como se aburre, piensa. Y, como se aburre, escribe. Y canta. Y entonces me acordé del citado manifiesto, porque trata un poco de estas cuestiones... Fui al ordenata, miré entre el correo antiguo y me alegré al comprobar que, efectivamente, lo había conservado. Seguía haciéndome gracia, además, la pirueta.
De inmediato decidí que debía ponerlo de nuevo en circulación, compartirlo, y qué mejor modo que a través de un blog, cuya creación llevaba tiempo sopesando. Así que ahí va. Espero que sus autores (o autor) no se molesten.
#Poesía visible ya! (Manifiesto por la salvación de una especie al borde de la extinción)
La poesía, durante años coto vedado de
francotiradores pluriaburridos, plusvalía espiritual de una casta de
gatoliebristas bien arraigada, ultima ya el largo y sinuoso camino hacia su
extinción. Sin embargo, a pesar del incipiente olor a cadáver, queremos creer
que la especie (quizá gracias a que algunos benditos héroes hayan guardado
secuencias completas de ADN lírico) puede ser aún recuperada para las generaciones
venideras. Sucedió que nunca (hablaremos un momento en pasado, nótese nuestra
pena), nunca, y se mirara por donde se mirara, la poesía en algo hubo de
parecerse a Dios que, según se dice, hállase en casa de todos, sino que más
bien vino siempre a ser como el dinero, un pájaro que volaba demasiado alto
para que una desescopetada mayoría fuese capaz de cazarlo. No cabe duda: la
poesía jamás se encontró ni muy cerca ni muy al alcance del ciudadano de a pie.
¿O acaso tuvo éste alguna vez, a diferencia de aquella «inmensa minoría»,
tiempo para el aburrimiento? La ímproba tarea de ganarse los garbanzos le privaba
del beneficio burgués de la ociosidad. Y si tenemos en cuenta (recuperamos ya
el presente) que de la ociosidad asoma (cuando asoma) el pensamiento (mecanismo
sólo activado en raras ocasiones, cuando a alguien le da por pensar) no debería
extrañarnos que el sistema invente mil artimañas con el único fin de que al
sapiens común le sea de todo punto imposible dar rienda suelta a su tan natural
y querido vicio. Por si las moscas. ¿Han reparado ustedes, sin ir más lejos, en
cómo los televendedores o los vendedores a domicilio (que todavía los hay) no
le dejan a uno meter baza, más aún, en cómo no se les escapa en su cacofónica charlatanería
ni un solo segundo de silencio? ¿Se han preguntado por qué? Efectivamente. Su
misión consiste en evitar a toda costa que el cliente, el comprador en
potencia, disponga de la más mínima pausa que pueda dar lugar a la más mínima reflexión
y que, por tanto, acabe por emitir esas palabras tan temidas: «no, mire, no, no
me interesa». Discúlpennos la analogía, pero nos viene al pelo. Resulta claro
que el estado de cosas actual, salvando las distancias, emplea muy pero que muy
hábilmente la citada técnica contra el ciudadano, su «comprador en potencia», y
también que sólo cierta clase privilegiada puede dedicarse para sí un tiempo
verdaderamente libre, dado el alienante y absorbente empeño, a menudo
infructuoso, que una mayoría está obligada a invertir en pagar al banco y,
además, poner las lentejas sobre la mesa. ¿Les suena esta radiografía? Sentimos
ser tan agoreros, pero el que los tiempos parezcan abocados a desaparecer más
allá del post, en el post-tiempo infinito, nos pone el vello de punta. Y el que
la poesía vaya a correr la misma suerte. Imagínense un mundo sin tiempo y sin
poesía. ¡Puf! Así que ahora, en este punto, como nos hemos dado cuenta de que
nuestro pequeño manifiesto está, menos de lo que hubiéramos querido, plagado de
obviedades y fórmulas manidas, añadiremos otro garbanzo al potaje, por retomar
la manía de la legumbre: si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a
Mahoma. Si salvaron (al menos de momento) a las ballenas, ¿por qué no
pueden salvar la poesía? Conminamos aquí a que de una vez se haga una poesía
visible. Nos importa un bledo su temática o su estética, su lluvia en los
cristales, su nacer entre dos pausas, su resaca mañanera o su arma cargada de
futuro. Se trata de llevar la poesía a la calle, hacerla perfomativa,
dramática, descarada e invasora. Se trata de hacer una poesía metomentodo, una
poesía que zancadillee, que se eche encima, que acaricie, que bese, que sobe, que
golpee, que escupa, que chupe, que insulte o piropee, que ría o que llore si es
preciso sobre el lector improbable, sobre el pecho y el hombro del eterno
desconocido, una poesía que se meta sin llamar en todas las casas, comercios,
institutos, facultades, hospitales y centros de trabajo, una poesía al fin
corpórea que asalte los sentidos de la gente para la que casi nunca han escrito
los poetas, esa gente que, por falta de tiempo, en su vida llegará a descubrir
que la poesía le afecta y le es necesaria si no es con el concurso de una nueva
estirpe de líricos que sin duda está por nacer y que hoy reclamamos aquí. ¡Poetas,
háganle a esa gente de una vez la poesía visible y luego déjenle la última
palabra!
Vena Juglar