Q Train (1990), Nigel Van Wieck |
Me interesa el
individualismo como elaboración mítica; o mejor: como arquetipo fundacional de
las sociedades modernas de Occidente. Pero no sé cómo definirlo. ¿Cómo definir
lo que siempre permanece velado? ¿No ocurre algo similar con el capitalismo?
Pocas personas afirman ser “individualistas”. Muchas menos se declaran “atomistas”.
Si usan estos términos es casi siempre para designar a otros con carácter peyorativo. Es decir, los utilizan
negativamente, en el sentido de definirse contra algo, de distanciarse de lo
que no son, de lo que ellos creen no ser o de lo que no quieren que los demás
piensen que podrían ser. Pero sin duda hay personas que reconocen ser
“individualistas”. Ahora bien, con ello a menudo no pretenden encuadrarse
ideológicamente en un sector político concreto, sino más bien confesar un rasgo
característico de su personalidad, de su naturaleza. Ser individualista, en
este sentido más cotidiano, supone simplemente preferir el átomo al conjunto,
la autonomía a la identificación colectiva, la acción unipersonal a la acción
conjunta. Coloquialmente, suele entenderse que quien reconoce ser
individualista está declarando en el fondo su visceral egoísmo mediante la
utilización de un eufemismo. Pero ni que decir tiene que a nadie le interesa
presentarse como un egoísta, aunque interiormente así se reconozca. A nadie le
interesa (si no es por razones contextuales muy específicas: artísticas,
humorísticas, polémicas, etc.) enfrentarse de ese modo a un consenso tan global
y universalista. Traigo aquí el ejemplo de Max Stirner. A día de hoy seguimos
sospechando que su iracunda defensa del egoísmo (El único y su propiedad) bien pudo ser en realidad una megalomaníaca
broma filosófica. Todo el mundo sabe (aunque no haya leído a Aristóteles) que
el hombre es un ser social, que se hace individuo en el grupo, que es el todo
el que le hace único. El egoísmo es cualquier cosa menos una ideología. Es un
rasgo de la personalidad o, incluso, en el peor de los casos, una patología
psíquica. Cierto que no hay hombre desprovisto de egoísmo, por mínimo que sea.
La ley de la auto-conservación no es sino un egoísmo natural. Existe hasta un
egoísmo socialmente aceptado: el afán de progreso material. El capitalismo lo
fomenta, y nadie (incluso los que a este sistema se oponen) puede escapar a su
influjo. El capitalismo sabe bien cómo explotar una vena consustancial al alma
humana.
Pero las personas aceptan
generalmente que una comunidad no podría funcionar sin colaboración, sin
interdependencia, sin solidaridad. Unos hacen depender esto de la ética, sea
esta ética la que fuere; otros la hacen depender del interés mutuo. Unos apelan
en esta materia a la razón; otros al instinto o al sentimiento, es decir, a la
empatía. En cualquier caso, casi nadie tolera el egoísmo como principio radical
de organización individual, y mucho menos social. Visto así, el egoísmo es una
falta (presente en mayor o menor grado en cada uno de nosotros) que debemos
combatir, interior y exteriormente. A esto me refería cuando hablaba de un
consenso global. El egoísta absoluto no colabora, destruye lo propiamente
humano. Sin embargo, el egoísmo tiene también un rostro menos negativo.
Mandeville lo señaló con claridad: la persecución individual del interés, el
placer, etc., lejos de ser causa de algún mal, es fuente de logros y bienes
colectivos. Del vicio privado, dice Mandeville, nacen las virtudes públicas, lo
cual no exime al individuo de la obligación de ajustarse a un comportamiento
socialmente ético, esto es, de procurar la buena convivencia (porque ello
redunda en su interés).
Volviendo a la cuestión
terminológica, lo que sucede es que, cotidianamente, el equívoco rodea la
expresión “individualismo”. Suele emplearse como sinónimo o cuasi-sinónimo de
“egoísmo”, pero entre los que se declaran o son individualistas hay el mismo
porcentaje de egoístas que entre los que no lo son. Dicho de otro modo: puede
haber más generosidad en un individualista que en un anti-individualista. Por
consiguiente (siempre que quien lo emplee, refiriéndose a sí mismo, no sea con
tal significación), aquel que afirma ser individualista no está reconociendo,
ni explícita ni implícitamente, un pecado mortal, sino que se está refiriendo a
otra cosa. Aquí se nos abren varias posibilidades. Generalmente, quien dice ser
individualista está expresando, como decía antes, una pulsión de su sangre, una
necesidad indeclinable de su voluntad: está expresando su inquebrantable
adhesión a sí mismo, su irrenunciable soberanía de sí, lo cual no debería
traducirse en simple egoísmo. Nos está diciendo que prefiere caminar según su
criterio e interés; no necesariamente contra los demás o al margen de los demás,
sino entre los demás. En resumen: anhelo de autonomía personal (lo que no le
obliga ni al egoísmo irredento ni a la autarquía insolidaria de un renegado).
Hay, sin embargo, otras
opciones de autodefinición individualista. Hasta ahora me he referido a la no
intencionalmente ideológica (puesto que todo discurso de autodefinición, como
todo discurso en general, bajo una lectura hermenéutica adecuada, desvela los
materiales ideológicos que ayudaron a construirlo [por eso hay en el
individualismo más extremo una nota infantil, utópica, que no pasa
desapercibida, al igual que en el marxismo, como ya adivinara el propio Lenin]),
dejando a un lado la que sí lo es. ¿Y qué es el individualismo ideológicamente
considerado? Habría que empezar por acotar el marco semántico de la ideología,
que es donde a partir de ahora nos vamos a mover. El profesor Terry Eagleton
propone una lista básica de consenso, un punto de partida para la cuestión de
lo ideológico. Consideremos, para empezar, que una ideología es un conjunto de
técnicas mediante las cuales alguien se define o modula una parte de sí mismo,
a la vez que define o modula los contornos del grupo en el que se está
inscribiendo. Convengamos que la ideología no es un asunto privativo, personal.
Según esto, una ideología define a un grupo, y a la vez ayuda a definir a los
integrantes de ese grupo ideológico. Las ideologías son discursos sociales,
útiles de cara a la construcción de sí o para el desenvolvimiento personal en
sociedad o aisladamente, en lo económico, lo cultural, etc, pero, en cualquier
caso, no serían (en principio) elaboraciones personales. Una ideología no es
una idea. La ideología es, entonces, un producto social, que vale para
representar a un determinado colectivo y también para ayudar a definir (siempre
de forma contingente, para un punto concreto del tiempo humano) el actual
estado de cosas de un individuo.
Desde el punto de vista
intencionalmente ideológico, pues, alguien que afirme ser individualista podrá
estar a un tiempo definiendo parte de su estado de cosas actual, parte de su
propia vida y de cómo entiende la vida, y definiendo también los límites
discursivos de un grupo social determinado al que se halla al menos próximo.
Está definición (o definiciones) podrá ser política, moral, estética,
económica, etc. Tan diversa como tipos de individualismo pueda haber. ¿Conocemos
bien qué es el individualismo político, moral, estético, económico o
metodológico? Habrá que explicar los diversos tipos de individualismo para
poder empezar a entender el individualismo como mito y arquetipo. Lo crucial,
lo verdaderamente crucial, es llegar a entender cómo el individualismo se ha
convertido en la cultura de la posmodernidad, en la segunda piel del hombre de
la sociedad de mercado, y por qué casi siempre necesita ser desvelado mediante
la crítica ideológica. ¿Es el individualismo, la atomización normalizada, como
predijo Tocqueville, el último producto de las democracias, o hay un más allá? ¿Quizá
el sobjeto de Vicente Verdú? ¿Es el
individualismo la ideología absoluta y perfecta de la posmodernidad, una
ideología tan universal en Occidente que ha llegado a ser invisible, que ha
llegado a desideologizarse? Si fuera así, ¿no sería esto la confirmación de la muerte
de las ideologías, el establecimiento de la cultura del simulacro y la muerte
del sujeto, en último término, como entidad dueña de sí?