En el fondo, claro, hay aquí un fetichismo, y una superstición. En el fondo existe la creencia, el temor, de que si traicionamos nuestra infancia destruyendo los objetos que más la representan ésta se acabará vengando de nosotros. En cambio, hacerla vivir en otras manos exorcizará su venganza. Similarmente ocurre con los espejos. El Rastro está lleno de ellos. Ya se sabe que romperlos conlleva siete años de mala suerte, así que mejor es no arriesgarse…
El Rastro nos pone ante un “mundo de cosas”, en el sentido literal de la expresión. Porque nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Las cosas que la gente ya no quiere o ha desechado por cualquier motivo están en el Rastro. Estas cosas nos hablan de un mundo que por lo general pertenece al pasado, incluso al pasado ya remoto. El mencionado Andrés Trapiello y, antes de él, otros como Mesonero Romanos, Gutiérrez Solana o Ramón Gómez de la Serna (gran atesorador de la menudencia) sufrieron la fascinación de este mundo de cosas. Todos ellos tienen en común la obsesión por el detalle y el registro de lo cotidiano, es decir, por la literatura que hay en la memoria de los objetos que nos rodean. El Rastro viene a ser una especie de santuario de lo ínfimo. Pocos lugares hablan con más profundidad de la vida. Allí las cosas despreciadas vuelven a apreciarse, adquiriendo a ojos de quien sabe valorarlas un nuevo significado. Nada, me parece, dice más profundamente de lo humano que este purgatorio de las cosas, en espera de ser salvadas.
Decía antes que nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Hoy puede que ya no tanto, o que tal vez sea ya un mundo en el que las no-cosas (como la antimateria) se estén apoderando del propio mundo y de nosotros mismos, vertiginosamente. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) habla de esto en su ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, editado en castellano por Taurus en 2021, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Gracias a dicho ensayo, Han ha conocido una súbita popularidad fuera de los círculos universitarios o ambientes especializados en los que hace tiempo que era muy tenido en cuenta. Razones sobran para entender el éxito de este libro y de otros que han venido tras él; algo extraño, no obstante, tratándose de filosofía. En primer lugar está la sencillez en el lenguaje y en las ideas; sencillez estrechamente unida a la claridad pedagógica de las imágenes. Pensando en el lector medio, la disertación es ligera, en buena hora desvestida del aparato intelectual y el parloteo críptico que caracteriza a la filosofía más sesuda. En segundo término, sin menoscabo de su pertinencia, el lector tiene la impresión de que las conclusiones que allí se van desgranando no solo explican el mundo actual (su mundo), sino que de alguna manera confirman sus propias conclusiones, a las que sin saberlo había llegado antes siquiera de haber escuchado el nombre del autor. En cierto sentido, Han constata lo obvio a través de este ensayo, y ello, repito, no merma su importancia, más bien todo lo contrario: interpretar una percepción común, pero amorfa, invertebrada, y sintetizarla a través de un lenguaje plenamente comprensible nunca fue tarea fácil. Han pone nombre a aquello que no sabíamos, pero que sí intuíamos que estaba ahí. Nombrar es oficio de filósofos y de poetas. En esto literatura y pensamiento se dan la mano.
Para Han, “hoy nos encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas”. La multiplicación por doquier de artefactos y cachivaches tecnológicos que experimentamos en nuestra vida cotidiana hace precisamente que las cosas se vuelvan intrascendentes, invisibles. Dice Han: “Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible” (p. 12). Vivimos inmersos, según el autor, en un proceso imparable de descosificación del mundo. El orden de lo digital se va imponiendo progresivamente al orden de lo terreno. La información, a la que estamos enganchados como auténticos infómanos, recubre todas las cosas, escondiéndolas, anulándolas. Así, las cosas se transforman en infómatas, simples actores que procesan información. Hemos dejado de manejar las cosas para tener con ellas una relación de comunicación o interactuación: “el ser humano […] es un inforg que se comunica e intercambia información” (p. 16). Imposible que el ser humano de hoy lleve a término el buen consejo machadiano de detenerse a escuchar una sola voz entre todas las voces. Vivimos en el vértigo de la inmediatez, la imprevisibilidad y el continuo cambio. No hay tiempo para el tiempo. Somos un Phono sapiens “manualmente inactivo” que juega con la pantalla de su smartphone. Elegimos, pero no actuamos. Ya no queremos tanto poseer como experimentar. Estamos perdiendo la relación íntima con las cosas. Por eso el coleccionista es un resistente, es justo lo contrario del consumidor. Al coleccionista le interesa la historia, la fisonomía, la materia de las cosas, su intimidad. Una de las tesis centrales del ensayo de Han explica el actual desprestigio de la memoria y el consecuente derrumbe de la historia en las sociedades del capitalismo de la información. Nuestro olvido de las cosas nos conduce al olvido de nuestro pasado, pues las cosas a las que ya no escuchamos hablan de nosotros mismos y de cómo éramos. En un momento dado, el autor contrapone la foto analógica a la digital, como ejemplo de este olvido de las cosas. La fotografía digital no es una cosa, es una información; no se posee, no se maneja, no envejece al mismo tiempo que envejecemos nosotros, carece de valor histórico. Sin embargo, estando de acuerdo con Han, hace pocos días leí en un periódico en papel (una de las muchas cosas que ya están desapareciendo tras el empuje del no-periódico digital) que la fotografía analógica (de carrete y revelado) está viviendo una sorprendente nueva vida al ser recuperada por los más jóvenes, que ahora quieren (como decía el reportaje al que me refiero) guardar y atesorar las fotos en álbumes de la misma manera que hacían sus abuelas. Modas aparte, que quizás solo sean los coletazos de un mundo que va muriendo, parece que los análisis del filósofo surcoreano son bastante certeros. El selfi, las pantallas, la inteligencia artificial, el big data, nos alejan del conocimiento del mundo y de nosotros mismos, encerrándonos en una permanente distracción narcisista de informaciones y juego. El mundo, dice Han, está condenado al ruido, por cuanto el silencio (“el lenguaje discreto de las cosas”) es un rito sagrado que requiere tiempo y atención. Por eso el capitalismo ama el ruido, porque el silencio es liberador. Hoy no estamos en condiciones de escuchar y casi nada es ya sagrado.
De los capítulos que componen el ensayo de Han, dos me han hecho disfrutar especialmente: “Vistas de las cosas” (en particular la sección denominada “El olvido de las cosas en el arte”), con jugosas referencias culturales y, sobre todo, literarias, que enriquecen el texto y sirven de sostén al entramado de ideas, y el último, “Una digresión sobre la gramola”, donde el autor, de forma divertida, aligera aún más el tono y, a partir de una anécdota personal (una caída de la bici frente a una vieja tienda de gramolas), construye una oda final al objeto, a modo de colofón.
Estemos o no irremediablemente abandonados a este olvido de las cosas que Byung-Chul Han nos señala, el domingo que viene habrá Rastro (ojalá siga habiéndolo por muchos años) y yo, por mi parte, espero darme un buen baño (sagrado) de cosas, en busca de lo que he perdido o me han robado en la infancia. Como minúscula reivindicación de la memoria, no está mal.