A propósito del Rastro
de Madrid, recuerdo que Andrés Trapiello (uno de los que mejor lo ha estudiado)
dice en una entrevista algo así como que a aquel lugar uno va en busca de lo
que ha perdido o le han robado, casi siempre en su infancia. Los que, como quien
esto escribe, sean o hayan sido merodeadores habituales de este laberinto
elegíaco de los domingos de Madrid, sabrán que el escritor leonés está en lo
cierto. Al Rastro uno va a darse un baño de cosas, muchas veces sin la estricta
urgencia de hallar algo preciso que no encuentra en otra parte. Allí las cosas
son las que normalmente eligen a quien tiene los ojos suficientemente abiertos,
y no tanto al revés. De entre todos los objetos que allí se exponen, a la
espera de una segunda vida (o tercera o cuarta), son en efecto los relacionados
con la infancia algunos de los que tienen mayor presencia; porque quién sin
remordimiento se atrevería a tirar a la basura aquello que le hizo feliz:
muñecas, muñecos, marionetas, trenecitos, álbumes de cromos, coches pulga… Es
el recuerdo asociado a la cosa lo que a menudo nos impide destruir (o más bien
condenar a una casi segura destrucción) estos objetos ya del todo inútiles para
nosotros, pero que el tiempo ha revestido de un aura indestructible cuya
presencia nos reclama poderosamente, invitándonos a la experiencia sensorial de
su materia, de sus formas; una experiencia igualmente dulce y amarga, por
cuanto gracias a ella recordamos aquel tiempo de ingenua y genuina felicidad,
perdido para siempre. Quizá sea este el motivo por el que, llegado un día,
preferimos librarnos de ellos a través de un canal alternativo que nos haga
sentir menos culpables, pues frente a la desaparición o el infame arrumbamiento
de aquellas queridas cosas, nos hace más fácil la separación el saber que otras
manos les darán un nuevo uso, una nueva oportunidad. En realidad lo que nos
duele es desprendernos no tanto de la cosa como de los recuerdos felices de los
que esta se halla investida, más aún si, como vengo diciendo, simboliza una
época en la que nuestras manos ponían el objeto en acción mediante el juego
directo y la fantasía. Desprendernos de esos juguetes que, por lo que sea (pese
a las idas y venidas, pese a los distintos naufragios), todavía atesoramos, es
como decir adiós nuevamente a aquella época y morir un poco más. El vendedor
del Rastro estará ahí entonces para aliviarnos el duelo.
En el fondo, claro,
hay aquí un fetichismo, y una superstición. En el fondo existe la creencia, el temor,
de que si traicionamos nuestra infancia destruyendo los objetos que más la
representan ésta se acabará vengando de nosotros. En cambio, hacerla vivir en
otras manos exorcizará su venganza. Similarmente ocurre con los espejos. El
Rastro está lleno de ellos. Ya se sabe que romperlos conlleva siete años de
mala suerte, así que mejor es no arriesgarse…
El Rastro nos pone
ante un “mundo de cosas”, en el sentido literal de la expresión. Porque nuestro
mundo siempre fue un mundo de cosas. Las cosas que la gente ya no quiere o ha
desechado por cualquier motivo están en el Rastro. Estas cosas nos hablan de un
mundo que por lo general pertenece al pasado, incluso al pasado ya remoto. El
mencionado Andrés Trapiello y, antes de él, otros como Mesonero Romanos,
Gutiérrez Solana o Ramón Gómez de la Serna (gran atesorador de la menudencia)
sufrieron la fascinación de este mundo de cosas. Todos ellos tienen en común la
obsesión por el detalle y el registro de lo cotidiano, es decir, por la
literatura que hay en la memoria de los objetos que nos rodean. El Rastro viene
a ser una especie de santuario de lo ínfimo. Pocos lugares hablan con más
profundidad de la vida. Allí las cosas despreciadas vuelven a apreciarse,
adquiriendo a ojos de quien sabe valorarlas un nuevo significado. Nada, me
parece, dice más profundamente de lo humano que este purgatorio de las cosas,
en espera de ser salvadas.
Decía antes que
nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Hoy puede que ya no tanto, o que
tal vez sea ya un mundo en el que las no-cosas (como la antimateria) se estén
apoderando del propio mundo y de nosotros mismos, vertiginosamente. El filósofo
surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) habla de esto en su ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, editado en castellano por Taurus en
2021, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Gracias a dicho ensayo, Han ha
conocido una súbita popularidad fuera de los círculos universitarios o
ambientes especializados en los que hace tiempo que era muy tenido en cuenta.
Razones sobran para entender el éxito de este libro y de otros que han venido
tras él; algo extraño, no obstante, tratándose de filosofía. En primer lugar
está la sencillez en el lenguaje y en las ideas; sencillez estrechamente unida
a la claridad pedagógica de las imágenes. Pensando en el lector medio, la disertación
es ligera, en buena hora desvestida del aparato intelectual y el parloteo
críptico que caracteriza a la filosofía más sesuda. En segundo término, sin
menoscabo de su pertinencia, el lector tiene la impresión de que las
conclusiones que allí se van desgranando no solo explican el mundo actual (su mundo), sino que de alguna manera
confirman sus propias conclusiones, a las que sin saberlo había llegado antes
siquiera de haber escuchado el nombre del autor. En cierto sentido, Han
constata lo obvio a través de este ensayo, y ello, repito, no merma su importancia,
más bien todo lo contrario: interpretar una percepción común, pero amorfa,
invertebrada, y sintetizarla a través de un lenguaje plenamente comprensible
nunca fue tarea fácil. Han pone nombre a aquello que no sabíamos, pero que sí
intuíamos que estaba ahí. Nombrar es oficio de filósofos y de poetas. En esto
literatura y pensamiento se dan la mano.
Para Han, “hoy nos
encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas”.
La multiplicación por doquier de artefactos y cachivaches tecnológicos que
experimentamos en nuestra vida cotidiana hace precisamente que las cosas se
vuelvan intrascendentes, invisibles. Dice Han: “Es la información, no las
cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el
cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible,
nublado y espectral. Nada es sólido y
tangible” (p. 12). Vivimos inmersos, según el autor, en un proceso
imparable de descosificación del
mundo. El orden de lo digital se va imponiendo progresivamente al orden de lo
terreno. La información, a la que estamos enganchados como auténticos infómanos, recubre todas las cosas,
escondiéndolas, anulándolas. Así, las cosas se transforman en infómatas, simples actores que procesan
información. Hemos dejado de manejar las cosas para tener con ellas una
relación de comunicación o interactuación: “el ser humano […] es un inforg que se comunica e intercambia
información” (p. 16). Imposible que el ser humano de hoy lleve a término el
buen consejo machadiano de detenerse a escuchar una sola voz entre todas las
voces. Vivimos en el vértigo de la inmediatez, la imprevisibilidad y el
continuo cambio. No hay tiempo para el tiempo. Somos un Phono sapiens “manualmente inactivo” que juega con la pantalla de
su smartphone. Elegimos, pero no actuamos. Ya no queremos tanto poseer como
experimentar. Estamos perdiendo la relación íntima con las cosas. Por eso el
coleccionista es un resistente, es justo lo contrario del consumidor. Al
coleccionista le interesa la historia, la fisonomía, la materia de las cosas,
su intimidad. Una de las tesis centrales del ensayo de Han explica el actual
desprestigio de la memoria y el consecuente derrumbe de la historia en las
sociedades del capitalismo de la información. Nuestro olvido de las cosas nos
conduce al olvido de nuestro pasado, pues las cosas a las que ya no escuchamos
hablan de nosotros mismos y de cómo éramos. En un momento dado, el autor
contrapone la foto analógica a la digital, como ejemplo de este olvido de las
cosas. La fotografía digital no es una cosa, es una información; no se posee,
no se maneja, no envejece al mismo tiempo que envejecemos nosotros, carece de
valor histórico. Sin embargo, estando de acuerdo con Han, hace pocos días leí
en un periódico en papel (una de las muchas cosas que ya están desapareciendo
tras el empuje del no-periódico digital) que la fotografía analógica (de
carrete y revelado) está viviendo una sorprendente nueva vida al ser recuperada
por los más jóvenes, que ahora quieren (como decía el reportaje al que me refiero)
guardar y atesorar las fotos en álbumes de la misma manera que hacían sus
abuelas. Modas aparte, que quizás solo sean los coletazos de un mundo que va
muriendo, parece que los análisis del filósofo surcoreano son bastante
certeros. El selfi, las pantallas, la inteligencia artificial, el big data, nos
alejan del conocimiento del mundo y de nosotros mismos, encerrándonos en una
permanente distracción narcisista de informaciones y juego. El mundo, dice Han,
está condenado al ruido, por cuanto el silencio (“el lenguaje discreto de las
cosas”) es un rito sagrado que requiere tiempo y atención. Por eso el
capitalismo ama el ruido, porque el silencio es liberador. Hoy no estamos en
condiciones de escuchar y casi nada es ya sagrado.
De los capítulos que
componen el ensayo de Han, dos me han hecho disfrutar especialmente: “Vistas de
las cosas” (en particular la sección denominada “El olvido de las cosas en el
arte”), con jugosas referencias culturales y, sobre todo, literarias, que
enriquecen el texto y sirven de sostén al entramado de ideas, y el último, “Una
digresión sobre la gramola”, donde el autor, de forma divertida, aligera aún
más el tono y, a partir de una anécdota personal (una caída de la bici frente a
una vieja tienda de gramolas), construye una oda final al objeto, a modo de
colofón.
Estemos o no
irremediablemente abandonados a este olvido de las cosas que Byung-Chul Han nos
señala, el domingo que viene habrá Rastro (ojalá siga habiéndolo por muchos
años) y yo, por mi parte, espero darme un buen baño (sagrado) de cosas, en
busca de lo que he perdido o me han robado en la infancia. Como minúscula
reivindicación de la memoria, no está mal.