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domingo, 11 de diciembre de 2022

UN AMIGO LLAMADO HENRY MILLER

Por la teoría y la crítica literarias desfila un sinnúmero de términos altamente sospechosos; nociones que nunca pasan desapercibidas, más allá de todo contexto, estimulando debates y controversias que, aunque irresolubles, a veces nos abren accesos o espacios inusitados allí donde normalmente solo hay opaca cerrazón, cárcel lingüística, terco y vano escolasticismo.  Así sucede cuando deslizamos casi sin pensar, confiadamente, palabras como “género”, “función”, “mímesis” o “literariedad”. Así sucede cuando decimos “canon” o hablamos de tal o cual autor “canónico”. Hace años que se ha hecho ineludible el recurrir a lo escrito y defendido por Harold Bloom sobre este particular, bien sea para disentir, para aprobar o para guardar prudente distancia con respecto a la cuestión del canon. No es mi deseo entrar aquí en este debate; solo diré que, a día de hoy, sigue sin emocionarme demasiado la idea de un hipotético consenso en torno a un índice de autores y obras ungido de sacra verdad literaria. A estas alturas, sigo sin poder definir el hecho literario más que por lo que no es. Sé que no es una religión y mucho menos una clase de iglesia, pese a que algunos de tales cosas la hayan vestido, erigiéndose en sumos sacerdotes o directos reveladores de la auténtica Palabra. A mi apostasía (todo hay que decirlo) han contribuido también diversas epifanías. Nada es igual desde que uno se encuentra el nombre de Charles Bukowski y el marbete “realismo sucio” en un libro de texto de Literatura Universal de nuestro actual bachillerato, por poner un ejemplo. Pocos autores hay más anticanónicos que el del autor de “Cartero”, “Mujeres” o “La máquina de follar”, pero, como cantaba Dylan, los tiempos están cambiando (los tiempos siempre están cambiando, en realidad), y ya hace algunos años que a Bukowski se le estudia en las universidades, se le dedican artículos académicos y tesis doctorales, algo impensable aún en la época en que su nombre era tan conocido para el gran público como el de una estrella de rock. Ahora bien, un autor como Bukowski (y no precisamente como consecuencia de la negación de su impronta, valor o permanencia) jamás formará parte del mencionado canon literario, por más que este último se vaya ensanchando y se flexibilice. Convertir en canónico a un autor de semejante estirpe implicaría la demolición de la propia idea de canon, de la misma manera que el sonido acaba con el silencio: estamos frente a entidades antitéticas, construcciones irreconciliables que se rechazan mutuamente.

En este sentido, otra voz de similares implicaciones es la de Henry Miller, anticanónico también, y también por vocación propia. Siempre me ha parecido curioso el contrasentido generacional (pero solo aparente) de una serie de escritores estadounidenses, empeñados precisamente en dejar de serlo (no lo primero, claro, sino lo segundo): Hemingway (fue él, en Fiesta, quien dijo: “Todos vosotros sois una generación perdida”), Ezra Pound, Scott Fitzgerald, John Dos Passos, Sherwood Anderson, por citar a los más conocidos, aparte del mencionado Henry Miller. Esta generación, perdida en la riada sangrienta del desencanto, escribe desde una postura crítica que revela el espejismo, el trampantojo del sueño americano, y dirigiendo la mirada hacia Europa, busca en París, Madrid o Roma una Ítaca algo más auténtica a la que encaminarse en su formación literaria. Hay un deseo de vivir y de pensar a la europea dentro de su potente (en el fondo) americanismo. Serán un modelo para las generaciones posteriores. Miller llegó a saludar a Kerouac como uno de los elegidos para continuar con la sagrada tarea de narrar.

Miller es una voz poderosa y fascinante, un torrente verbal de ingenuo vitalismo, prosaico y lírico, naif y barroco, puro e impuro, todo al mismo tiempo. No hay melancolía en él, no puede haberla; le mueve el desmedido deseo de narrar sin detenerse demasiado en la hoja en blanco de su máquina de escribir o en las calles de París, Corfú o Nueva York. Miller es un escritor en eterna marcha. A Miller, como a Neruda (otra voz de río americano), le perdonamos los excesos y las páginas sin filtrar, como se admira la terrible belleza de las aguas desbordadas que arrastran todo a su paso.

En mi biblioteca hay muchos libros de y sobre Miller. Puedo decir que se encuentra sin duda entre esos pocos autores-fetiche que más se repiten en mis estantes personales, pues desde que leyera a través de la soberbia traducción de Carlos Manzano, siendo todavía un joven recién salido de la adolescencia, La crucifixión rosada, famosa trilogía integrada por las novelas Sexus, Plexus y Nexus, me convertí en un millerista (¿milleriano?) devoto. Así, me he ido rodeando con el tiempo de una nutrida colección tanto de obra propia como secundaria, donde están a mi alcance títulos más infrecuentes como Crazy Cock (Polla loca), Pesadilla de aire acondicionado, Max y los fagocitos blancos, Noches de amor y alegría, El ojo cosmológico o Big Sur y las naranjas de Hieronymus Bosch, por ejemplo, junto con algunas rarezas difíciles de encontrar (pienso en El tiempo de los asesinos, maravilloso y personalísimo estudio sobre Rimbaud, en el que se entremezclan originalmente las vidas del biógrafo y del biografiado, o en su correspondencia con Lawrence Durrell). No trato de decir ahora nada definitivo sobre él, pero mi experiencia como lector constante de su obra ha modelado una determinada imagen, cuyas proporciones y perfiles, fluyentes, no siempre se corresponden necesariamente con la establecida o compartida por otros lectores. Y seguro que estos podrán decir exactamente lo mismo acerca del resto, tal vez porque, en general, todos somos malos lectores y peores exégetas de Miller. Una manera de verlo más claro, quizá, es a través de los ojos y los oídos de aquellos que lo conocieron de cerca. Volviendo a mis estantes, de ellos extraigo un par de intentos. Son los de Alfred Perlès y Brassaï. Ambos son interesantes aunque solo sea por documentar, cada uno a su modo, la esfera menos pública (es decir, menos literaria) de su común amigo. Y digo “menos pública” por no querer decir “íntima”, puesto que llegar al Miller íntimo sería tanto como pedir a cualquier escritor que deje de ser escritor mientras está en compañía de alguien; cosa imposible, sobre todo si tenemos en cuenta que ese “alguien” puede ser también él mismo. Brassaï, genial fotógrafo, además de pintor y escultor (cuyo nombre real, por cierto, era Gyula Halasz) retrató verbalmente a nuestro autor en Henry Miller, tamaño natural y Henry Miller duro, solitario y feliz. En el primer libro, asistimos al Miller de los feroces años parisinos; en el segundo, al Miller ya célebre que reside en California. De la misma manera se estructuran las páginas de Mi amigo Henry Miller de Perlès, periodista y novelista austríaco, testimoniando de cerca su amistad hasta 1938, fecha en que sus vidas se distancian debido al regreso de Miller a los Estados Unidos y la marcha, un año después, del propio Perlès a Inglaterra (curiosamente, será en la España de los primeros cincuenta donde se reencontrarán), y biografiando después al tótem literario del Big Sur. Tras la lectura de ambos testimonios, Miller se nos aparece como un tipo generoso, proclive a esa fácil y enérgica felicidad tan esencialmente americana, dotado como nadie para la conversación y la divagación creativas, hasta en las más insospechadas situaciones; tan bueno dando amor como recibiéndolo y, al final, como hombre que escribe. Su personalidad cautivó a Blaise Cendrars, Anaïs Nin (recomiendo aquí la lectura de su correspondencia), Lawrence Durrell, Orwell, Eliot o Ezra Pound durante el período artísticamente efervescente en el que fue habitante de la orilla izquierda del Sena. Después, ya convertido en hijo pródigo de América (bueno, quizás no de toda, pero sí de aquella América que nace de Whitman), ejerció de referente literario e incluso ideológico de buena parte de la cultura bebop, del fenómeno beat y más tarde de la contracultura y del movimiento underground. Se dejó querer, pero al mismo tiempo se mantuvo siempre solitario, duro y feliz; o sea, anticanónico.

Por último, si he de recomendar, yo prefiero al Miller procaz y directo, refinado y divagador de sus novelas autorreferenciales; al Miller caudaloso capaz de saltar de la prosa común (pero necesaria) de la fábula rápida de tipo confesional al excurso lírico-filosófico sobre lo trascendente. Está el otro Miller, en efecto, el de la prosa de ideas, el ocasional ensayista, el de El mundo del sexo o Los libros en mi vida, obras que parecen más bien una glosa, una nota al margen (pero igualmente atractiva) de lo escrito y pensado en el terreno más propicio para él de la ficción (o de la autoficción, como se dice ahora). Digamos que, de todos los trajes con los que se vistió, este último era el que le quedaba más pequeño. Miller falla cuando quiere demostrar por otra vía lo que ya ha demostrado como novelista. En otras palabras: el Miller más mundano es casi siempre el más profundo.