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sábado, 21 de julio de 2018

INDIVIDUALISMO


Q Train (1990), Nigel Van Wieck
Me interesa el individualismo como elaboración mítica; o mejor: como arquetipo fundacional de las sociedades modernas de Occidente. Pero no sé cómo definirlo. ¿Cómo definir lo que siempre permanece velado? ¿No ocurre algo similar con el capitalismo? Pocas personas afirman ser “individualistas”. Muchas menos se declaran “atomistas”. Si usan estos términos es casi siempre para designar a otros con carácter peyorativo. Es decir, los utilizan negativamente, en el sentido de definirse contra algo, de distanciarse de lo que no son, de lo que ellos creen no ser o de lo que no quieren que los demás piensen que podrían ser. Pero sin duda hay personas que reconocen ser “individualistas”. Ahora bien, con ello a menudo no pretenden encuadrarse ideológicamente en un sector político concreto, sino más bien confesar un rasgo característico de su personalidad, de su naturaleza. Ser individualista, en este sentido más cotidiano, supone simplemente preferir el átomo al conjunto, la autonomía a la identificación colectiva, la acción unipersonal a la acción conjunta. Coloquialmente, suele entenderse que quien reconoce ser individualista está declarando en el fondo su visceral egoísmo mediante la utilización de un eufemismo. Pero ni que decir tiene que a nadie le interesa presentarse como un egoísta, aunque interiormente así se reconozca. A nadie le interesa (si no es por razones contextuales muy específicas: artísticas, humorísticas, polémicas, etc.) enfrentarse de ese modo a un consenso tan global y universalista. Traigo aquí el ejemplo de Max Stirner. A día de hoy seguimos sospechando que su iracunda defensa del egoísmo (El único y su propiedad) bien pudo ser en realidad una megalomaníaca broma filosófica. Todo el mundo sabe (aunque no haya leído a Aristóteles) que el hombre es un ser social, que se hace individuo en el grupo, que es el todo el que le hace único. El egoísmo es cualquier cosa menos una ideología. Es un rasgo de la personalidad o, incluso, en el peor de los casos, una patología psíquica. Cierto que no hay hombre desprovisto de egoísmo, por mínimo que sea. La ley de la auto-conservación no es sino un egoísmo natural. Existe hasta un egoísmo socialmente aceptado: el afán de progreso material. El capitalismo lo fomenta, y nadie (incluso los que a este sistema se oponen) puede escapar a su influjo. El capitalismo sabe bien cómo explotar una vena consustancial al alma humana.
Pero las personas aceptan generalmente que una comunidad no podría funcionar sin colaboración, sin interdependencia, sin solidaridad. Unos hacen depender esto de la ética, sea esta ética la que fuere; otros la hacen depender del interés mutuo. Unos apelan en esta materia a la razón; otros al instinto o al sentimiento, es decir, a la empatía. En cualquier caso, casi nadie tolera el egoísmo como principio radical de organización individual, y mucho menos social. Visto así, el egoísmo es una falta (presente en mayor o menor grado en cada uno de nosotros) que debemos combatir, interior y exteriormente. A esto me refería cuando hablaba de un consenso global. El egoísta absoluto no colabora, destruye lo propiamente humano. Sin embargo, el egoísmo tiene también un rostro menos negativo. Mandeville lo señaló con claridad: la persecución individual del interés, el placer, etc., lejos de ser causa de algún mal, es fuente de logros y bienes colectivos. Del vicio privado, dice Mandeville, nacen las virtudes públicas, lo cual no exime al individuo de la obligación de ajustarse a un comportamiento socialmente ético, esto es, de procurar la buena convivencia (porque ello redunda en su interés). 
Volviendo a la cuestión terminológica, lo que sucede es que, cotidianamente, el equívoco rodea la expresión “individualismo”. Suele emplearse como sinónimo o cuasi-sinónimo de “egoísmo”, pero entre los que se declaran o son individualistas hay el mismo porcentaje de egoístas que entre los que no lo son. Dicho de otro modo: puede haber más generosidad en un individualista que en un anti-individualista. Por consiguiente (siempre que quien lo emplee, refiriéndose a sí mismo, no sea con tal significación), aquel que afirma ser individualista no está reconociendo, ni explícita ni implícitamente, un pecado mortal, sino que se está refiriendo a otra cosa. Aquí se nos abren varias posibilidades. Generalmente, quien dice ser individualista está expresando, como decía antes, una pulsión de su sangre, una necesidad indeclinable de su voluntad: está expresando su inquebrantable adhesión a sí mismo, su irrenunciable soberanía de sí, lo cual no debería traducirse en simple egoísmo. Nos está diciendo que prefiere caminar según su criterio e interés; no necesariamente contra los demás o al margen de los demás, sino entre los demás. En resumen: anhelo de autonomía personal (lo que no le obliga ni al egoísmo irredento ni a la autarquía insolidaria de un renegado).
Hay, sin embargo, otras opciones de autodefinición individualista. Hasta ahora me he referido a la no intencionalmente ideológica (puesto que todo discurso de autodefinición, como todo discurso en general, bajo una lectura hermenéutica adecuada, desvela los materiales ideológicos que ayudaron a construirlo [por eso hay en el individualismo más extremo una nota infantil, utópica, que no pasa desapercibida, al igual que en el marxismo, como ya adivinara el propio Lenin]), dejando a un lado la que sí lo es. ¿Y qué es el individualismo ideológicamente considerado? Habría que empezar por acotar el marco semántico de la ideología, que es donde a partir de ahora nos vamos a mover. El profesor Terry Eagleton propone una lista básica de consenso, un punto de partida para la cuestión de lo ideológico. Consideremos, para empezar, que una ideología es un conjunto de técnicas mediante las cuales alguien se define o modula una parte de sí mismo, a la vez que define o modula los contornos del grupo en el que se está inscribiendo. Convengamos que la ideología no es un asunto privativo, personal. Según esto, una ideología define a un grupo, y a la vez ayuda a definir a los integrantes de ese grupo ideológico. Las ideologías son discursos sociales, útiles de cara a la construcción de sí o para el desenvolvimiento personal en sociedad o aisladamente, en lo económico, lo cultural, etc, pero, en cualquier caso, no serían (en principio) elaboraciones personales. Una ideología no es una idea. La ideología es, entonces, un producto social, que vale para representar a un determinado colectivo y también para ayudar a definir (siempre de forma contingente, para un punto concreto del tiempo humano) el actual estado de cosas de un individuo.
Desde el punto de vista intencionalmente ideológico, pues, alguien que afirme ser individualista podrá estar a un tiempo definiendo parte de su estado de cosas actual, parte de su propia vida y de cómo entiende la vida, y definiendo también los límites discursivos de un grupo social determinado al que se halla al menos próximo. Está definición (o definiciones) podrá ser política, moral, estética, económica, etc. Tan diversa como tipos de individualismo pueda haber. ¿Conocemos bien qué es el individualismo político, moral, estético, económico o metodológico? Habrá que explicar los diversos tipos de individualismo para poder empezar a entender el individualismo como mito y arquetipo. Lo crucial, lo verdaderamente crucial, es llegar a entender cómo el individualismo se ha convertido en la cultura de la posmodernidad, en la segunda piel del hombre de la sociedad de mercado, y por qué casi siempre necesita ser desvelado mediante la crítica ideológica. ¿Es el individualismo, la atomización normalizada, como predijo Tocqueville, el último producto de las democracias, o hay un más allá? ¿Quizá el sobjeto de Vicente Verdú? ¿Es el individualismo la ideología absoluta y perfecta de la posmodernidad, una ideología tan universal en Occidente que ha llegado a ser invisible, que ha llegado a desideologizarse? Si fuera así, ¿no sería esto la confirmación de la muerte de las ideologías, el establecimiento de la cultura del simulacro y la muerte del sujeto, en último término, como entidad dueña de sí?           

domingo, 1 de noviembre de 2015

SOBRE LA IDEOLOGÍA


La ideología es un lenguaje dentro del lenguaje. Es un entramado de ideas, conceptos y técnicas urdido a través de un tipo de lenguaje. Pero en el lenguaje, además, cada palabra es como un pequeño caballo de Troya, portador de mayor o menor contenido ideológico.
Desde que el individuo nace comienza a ser ideologizado. No se me interprete mal. La ideología es un instrumento de interacción social. De cómo se entienda y de cómo se llegue a utilizar, dependerá para el individuo que la ideología sea buena o mala para él y para el resto de individuos de su grupo o incluso de una sociedad entera (pensemos en la ideología nazi, sin ir más lejos).

Desde un punto de vista crítico se puede afirmar que un individuo poco o nada consciente de su carga ideológica no es por ello menos ideológico; o en otras palabras: el hecho de que no seamos conscientes de nuestro contenido ideológico no nos hace menos responsables de lo que nuestras palabras esconden. El lenguaje nunca es inocente, aunque los individuos sí lo sean. Esto sucede porque, paradójicamente, el mayor instrumento de individuación y personalización (que son procesos distintos) es el mecanismo social por excelencia, el lenguaje. Nos construimos como individuos y como personalidad gracias a él, que es la suma entera de una sociedad, de un tiempo, y de todas las generaciones anteriores (y la suma de sus individuos) que le dieron forma, hasta llegar a la forma en que el lenguaje me llega a mí en el momento de nacer.

La ideologización del individuo arranca con el proceso de adquisición del lenguaje. Más tarde el individuo quizá llegue a reconocer este contenido ideológico adquirido inconscientemente y pueda así traerlo a la consciencia, para aceptarlo o rechazarlo. Ello puede formar parte de un proceso de des-alienación, en algunos casos. No obstante el reconocimiento ideológico, llamémoslo así, no ha de identificarse con la simple toma de conciencia prototípicamente marxiana, sino que va mucho más lejos. Se trata de un desvelamiento del propio lenguaje. Un desvelamiento que puede desembocar en una desconfianza hacia el propio lenguaje y finalmente hacia el propio sí mismo (credos, convencimientos y deseos profundos), aceptando la fragilidad de ambas representaciones. Richard Rorty conceptualizó esta deriva en la figura del ironista, emblema silencioso de la última modernidad.

La ideología proporciona al individuo un modelo explicativo del mundo, unas pautas, digamos, una serie de técnicas, normalmente esquemáticas y poco profundas, con las que interpretar su vida y su entorno, su tiempo, e incluso el pasado y el futuro. La ideología es una herramienta básica en el acto de situarse en y para la realidad, pero vale más bien poco a la hora de valorarse a uno mismo. No se trata, una vez más, de insinuar con ello el lado negativo de lo ideológico, sino de advertir que tal herramienta puede usarse inconvenientemente. La ideología, pues, está muy ligada a la contingencia. Luego, la ideología sirve al individuo para sentirse partícipe de un proyecto o de un grupo social. Mediante ella el individuo se relaciona con unos códigos compartidos. Cuando un individuo expresa su opinión desde los parámetros de una ideología, sea consciente o no de ello, habla en nombre de un sector social determinado.

Por otra parte, aunque cualquier ideología se desarrolla en último término colectivamente y con miras a la satisfacción de unos objetivos específicos (fruto de operaciones intelectivas que se comparten), lo más frecuente es que los individuos asuman contenidos ideológicos de manera automática. Aquí el lenguaje se encarga de todo. Como decimos, las palabras nunca son inocentes. Durante el aprendizaje lingüístico, por ejemplo, el niño no solo adquiere los rudimentos básicos para comunicarse, sino que también asume el contenido ideológico que las palabras connotan y que el propio individuo, con el tiempo, puede llegar a identificar. Imaginemos a un niño de unos diez años, nacido en un barrio de clase media-alta de una gran urbe del mundo occidental, de padres profesionales, notario y cirujana, pongamos por caso. Si pusiéramos a prueba a este hipotético niño mediante un cuestionario sencillo (y sin él conocer nuestro propósito, por supuesto) descubriríamos seguramente que el léxico, la sintaxis, las ideas que se forja, están condicionadas por ideologías históricamente inscritas en la clase y la orientación profesional de sus padres, algo de lo que el niño no sería en absoluto consciente y, sin embargo, nosotros estaríamos en disposición de rastrear en su discurso. Ello nos hace pensar que el lenguaje permite encuadrar al individuo desde el comienzo de su vida en un grupo o grupos ideológicos. Por eso la ideología es más un elemento de socialización que de diferenciación (entendiendo esta diferenciación como agarre semiótico de la diferencia). Para descifrarse y aislarse el individuo debe acometer y culminar una labor de desvelamiento de las distintas facetas ideológicas que ha podido ir adquiriendo a lo largo de su vida, y de las cuales puede no ser del todo consciente. Conviene aquí repensarse y despojarse de esta segunda piel que es la ideología. Ahora bien, cuando una determinada ideología se ha asumido conscientemente, por convicción o interés práctico, puede no ser útil ni necesario desprenderse de ella. De la misma manera, el desvelar nuestro contenido ideológico inconsciente no tiene por qué significar, en última instancia, desprenderse de él. Un individuo puede llegar a estar conformado hasta lo más íntimo por sucesivas “pieles” ideológicas, hasta el punto de poner en peligro su propia individualidad. Lo ideal es que las ideologías sean usadas no como pieles, sino como camisetas, porque ello permitiría mantener cierta distancia y cambiarlas o modificarlas según nuestras necesidades.

Pero, como se sabe, hay casos en que el contenido ideológico permea al sujeto hasta su esfera más íntima, su yo no social, condicionando incluso la manera en que el individuo se relaciona consigo mismo. Reparemos, por ejemplo, en los fanatismos políticos o religiosos.

Ciertamente, siempre habrá contenido ideológico que se nos hurte al desvelamiento, formando parte indeleble del reverso del lenguaje que asumimos como propio.