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sábado, 19 de agosto de 2023

EL ARTE DE LA DESAPARICIÓN: JOSÉ MARÍA FONOLLOSA

Ficción no es realidad, pero la ficción es una realidad seleccionada y asimilada,

la ficción es una realidad ordenada y provista de un designio.

Thomas Wolfe

 

Me gusta creer que el hombre que escribe es a su vez escrito por lo que escribe; que el autor no es sino la obra de su propia obra: una entidad imaginada y elaborada por cada una de las palabras que ha legado.

Esta paradoja me lleva a pensar que tal vez lo escrito es para el autor un abrazo mortal (por cuanto lo borra, lo aniquila), una progresiva desaparición en el plano de lo real al mismo tiempo que otra apariencia cobra forma en el plano de lo posible o imposible imaginado. Nace así el autor, una construcción del “no-lugar” absoluto. 

 

Vuelvo a esta paradoja siempre que pienso en José María Fonollosa. 

Porque a un poeta no le pedimos que diga la verdad, en el sentido de lo que es comprobable y, por tanto, veraz (verdaderamente acaecido o existente), como sí le pedimos, por otra parte, al historiador o al biógrafo, pongamos por caso; a un poeta, a un buen poeta, le pedimos que nos diga “su verdad”, la Verdad escrita con mayúscula; le pedimos que nos lleve de la mano al corazón de la verdad, a lo que permanece velado, oscurecido por la hojarasca de las certezas cotidianas; a aquello que siempre supimos y que, sin embargo, habíamos olvidado que sabíamos. Digo esto a propósito de unas palabras de Darío Villanueva sobre poesía y verdad leídas hace poco, las cuales parten de los conocidos versos de Pessoa (“El poeta es un fingidor…”) y que a su vez me sirven para reflexionar un poco aquí sobre el que a mi modo de ver es uno de los poetas más singulares de la literatura en castellano.

Fonollosa es un enigma. De hecho, cuanto más trata uno de indagar sobre su vida, sobre el hombre que se esconde detrás de las palabras, tanto más este se ensombrece y se disipa. Es tan enigmático que podría decirse que casi no existió. Yo me pregunto: ¿hubo una vez un tal José María Fonollosa, poeta, nacido en Barcelona…? Y si en verdad lo hubo, ¿escribió realmente los versos de Ciudad del hombre? Recuerdo haber leído en cierta ocasión que hace años algún crítico cuestionó seriamente la existencia de Fonollosa, quien, según este crítico, se trataba en realidad de un personaje ficticio, un heterónimo creado presuntamente –así se especulaba- por el poeta Pere Gimferrer y algunos editores. ¿Es Fonollosa entonces menos real que Shakespeare o Borges? La historia de la literatura es la historia de unas cuantas metáforas (estoy apropiándome de algo que dijo Borges): traslaciones, superposiciones, transfiguraciones, suplantaciones; una representación coral en la que los papeles constantemente se intercambian y se reescriben hasta hacer imposible tanto una fehaciente identificación de los intérpretes originales como una reconstrucción lineal de los personajes puestos en escena. Como lectores, podemos jugar al quién es quién, al quién dijo qué, al qué hace a quién o al qué es el qué, pero el texto seguirá ahí, esperando.   

Yo descubrí a Fonollosa a través de la edición de Sirmio (Ciudad del hombre: New York, Barcelona, 1990), hoy casi imposible de encontrar. Lo pedí prestado en la biblioteca de mi ciudad y lo leí de un tirón en la cafetería de enfrente. Diversos avatares que no vienen al caso sufrieron estos poemas hasta la llegada de la edición definitiva de Edhasa. Resumiendo, Ciudad del hombre constituye el proyecto de una vida, aunque hay que precisar que este libro no fue ni mucho menos el único del autor, pero sí su máxima y más conseguida expresión como poeta. Quien lea los poemas de Ciudad del hombre se enfrentará a una vasta telaraña de voces, o lo que es lo mismo, a un baile de máscaras compuesto por un poeta empecinado en llevar a término eso que Baudrillard llamaba el “arte de la desaparición”. En su ensayo El otro por sí mismo el pensador francés planteaba esta sugerente hipótesis dentro de un análisis de la sociedad posmoderna:  “ ¿Si ya no se tratara de oponer la verdad a la ilusión, sino de percibir la ilusión generalizada como más verdadero que lo verdadero? ¿Si ya no hubiera otro comportamiento posible que el de aprender, irónicamente, a desaparecer?”. En este sentido, la magna obra de Fonollosa parece constituir un reflejo lírico del arte de la desaparición, en sintonía con una tendencia que, desde Rimbaud (“Yo es otro”) hasta (de nuevo) el fingidor Pessoa, viene manifestándose como escape al monólogo interior romántico de la mera expresión íntima de unos sentimientos descarnados, sinceros, volcados sobre la página desde la misma interioridad de un yo inequívoco. El abandono de los grandes discursos, el progresivo desvanecimiento de todo lo que había sido sólido e inconmovible, se intensifica en el mundo posindustrial, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría y la expansión triunfante del modelo tardocapitalista de consumo, aunque los primeros síntomas puedan encontrarse ya en el periodo de entreguerras. El sufriente y auténtico yo romántico, el rocoso yo del realismo, desde las vanguardias (herederas de algunos avanzados como el mencionado Rimbaud), se abandonan cuando el sujeto comienza a fragmentarse en su autocontemplación irónica y narcisista, proceso que no ha hecho más que intensificarse gracias a la digitalización de nuestro mundo, engañosamente transparente y olvidado de la memoria de las cosas (ahí está el reciente análisis del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, No-cosas, muy recomendable). Si el simulacro, la fractura esquizofrénica de lo factual,  empezó por la disgregación del propio sujeto en múltiples microsujetos, la verdad (el conocimiento del mundo y de sí) dejó de ser seductora desde el momento en que se sustituye por la bruta información. Para Baudrillard, lo que seduce es “el secreto que circula no como sentido oculto, sino como regla de juego, como forma iniciática, como pacto simbólico”. La poética de Fonollosa se inscribe en ese momento de transición en el que se intenta contrarrestar la pérdida del aura (diría Benjamin) mediante el juego irónico del ocultamiento de un yo cada vez más débil (líquido, dirían otros) tras su fractalidad simulada en versiones alternativas. Así, cada poema de Ciudad del hombre es como un monólogo trágico enunciado por una identidad precaria, agónica, que lucha por hacerse oír en medio del caos, el ruido y la furia de la ciudad contemporánea. Los poemas se suceden sin que el lector tenga frente a frente al poeta, aunque lo sienta respirar, acechante, tras los versos, como la mancha de una no-presencia oleaginosa que no acaba de disolverse. En el fondo, la técnica de Fonollosa no deja de ser mimética, como la de los poetas clásicos de la tragedia, la comedia, la epopeya: trata de conocerse a sí mismo a través de los otros, ocultándose en la diferencia, “abriendo así el espacio por donde pueden circular las máscaras” (Eugenio Trías, El artista y la ciudad). En efecto, el poeta se disuelve en la esquizofrenia de la ciudad última, ensimismada y hostil, hija de todas las caídas. ¿Pero qué ciudad? Pongamos por caso Barcelona o Nueva York. Se trata de la misma ciudad, la ciudad de las ciudades, la ciudad del hombre que ha caído en el vacío.

La singularidad de nuestro poeta no podría comprenderse del todo sin tener en cuenta el contexto. El germen de la que será su obra mayor se remonta a los años 1945 y 1947, cuando publica La sombra de tu luz y Umbral del silencio, respectivamente; libros en los que Fonollosa empieza a encontrar su propia voz y que serán reunidos en 1948 bajo el título de Los pies sobre la tierra, manuscrito inicial de lo que acabará siendo Ciudad del hombre. La definitiva edición de Edhasa (2016) tiene el acierto de adjuntar como apéndice dicho manuscrito. La cuidada presentación de José Ángel Cilleruelo nos informa, entre otros pormenores, de que a la altura de 1985 Fonollosa daba ya por terminada su producción literaria (según hace saber el propio poeta en una carta a Gimferrer en 1988), “que en su núcleo fundamental permanecía, en aquel momento, enteramente inédita” (Cilleruelo, “José María Fonollosa, poeta de la ciudad”, p.15), es decir: la propia Ciudad del hombre junto a Soledad del hombre, la novela en verso Poetas en la noche y la novela de ciencia ficción El ascensor, lo que supone que desde 1947 a 1990 permaneció como autor prácticamente inédito,  a excepción de los poemas de su primer libro, La sombra de tu luz, publicados en 1945 a la edad de veintitrés años en la editorial barcelonesa Colección del Alba, su colaboración en el número 24 de la revista Entregas de poesía con el pliego Umbral del silencio en 1947, y poco más. Es a partir de este momento, finales de los años cuarenta, cuando Fonollosa comienza a trabajar en los poemas de Los pies sobre la tierra, como decimos núcleo fundacional de lo que será Ciudad del hombre. De gran importancia en el transcurso vital del poeta será su estancia en Cuba de 1951 a 1961. Allí publica un Romancero dedicado a José Martí, compuesto por 3505 octosílabos, y Poema del primer amor (editorial Anacaona, 1956), amén de continuar la escritura de Ciudad del hombre y haber iniciado en 1955 los poemas de Destrucción de la mañana. El contraste entre los versos de Poema del primer amor y los que constituirán Ciudad del hombre es contundente. Habla a las claras del salto estilístico y ético que se produce desde un estrecho reducto de sentimentalidad tardorromántica a la fractalidad autorreproductiva de un yo que persigue su desaparición a través de la inversión irónica de los valores que tradicionalmente venían siendo dominantes en su reproducción ética y formal dentro del ámbito de la literatura española y más específicamente de su poesía. Formalmente, Fonollosa gira bruscamente hacia el prosaísmo y la coloquialidad desde aquellos posicionamientos primerizos en la línea del 27; éticamente, hacia una especie de inhumanismo que subvierte los valores ilustrados mediante la interposición de máscaras ya no alienadas, sino abandonadas en un vacío cínico y narcisista, espejo de una conciencia lúcida del simulacro; ficción polifónica de un individualismo teórico, vital y metodológico que deviene casi en antipoesía, de ahí su singularidad, sobre todo (vuelvo a ello) en un momento en que la lírica española, muy polarizada, oscilaba en líneas generales entre el arraigo y el desarraigo; debatiéndose entre la expresión de una intimidad contemplativa y la comunicación disconforme de su rechazo ante el conflictivo presente, fruto del compromiso social, pero olvidada toda ella (en buena medida) de los experimentos vanguardistas, y por tanto aún encarrilada dentro de vías bastante tradicionales. Fonollosa no rompe del todo, sin embargo, con esta tradición. Los poemas de Ciudad del hombre son escritos bajo la égida inviolable del endecasílabo desnudo, quizá herencia del garcilasismo. Su originalidad, por tanto, no viene de aquí, sino de su lenguaje antipoético y de ese yo problemático que desaparece tras la amalgama de máscaras que parlotean con equívoca transparencia. Fonollosa se enfrenta al decir de ese sujeto lírico, vivencial, sancionador de realidades, asimilable a primera vista con la figura del autor, cuyo territorio coincide con los discursos de lo verdadero, para regresar a un entendimiento de la poesía como mímesis, de la poesía como ficción o discurso interpuesto, que escamotea lo puramente verificable, lo verídico, pero que no por ello se aleja más que otras poéticas de la aspiración literaria a la Verdad con mayúscula de la que hablaba al comienzo. En síntesis, Fonollosa parece haber entendido mucho mejor que otros poetas de su momento el devenir del mundo y qué poesía era necesaria para cantarlo. Fonollosa nos seduce desde su profética negación, en consonancia no tanto con su mundo como con el nuestro de hoy, anticipándose  de esa manera a la lógica imparable del simulacro capitalista. Su ciudad es más la nuestra que la suya, en consecuencia. Nuestro poeta regresará a Barcelona en 1961, con su obra en marcha y su voz ya hecha. Permanecerá fiel a ella sobrevolando los vaivenes poéticos de corrientes y grupos durante los años venideros, como poeta secreto (o casi), hasta una mañana de primavera de 1990 en que tiene lugar ante algunos medios la presentación de Ciudad del hombre: New York (con motivo de aquella edición de Sirmio que yo leí hace años), único acto sobre su obra al que acudirá, según nos advierte Cilleruelo (p. 9), rehén como fue del anonimato. Su deterioro físico, al parecer, fue el argumento que esgrimió para evitar la habitual sesión fotográfica. Tenía entonces sesenta y ocho años. Solo contamos con los testimonios de los asistentes a aquel acto. Ninguna imagen. Lo cierto es que contamos con muy pocas imágenes de José María Fonollosa, hecho que no hace sino acrecentar la oscuridad que lo rodea como hombre y que lo acerca un poco más a la reducida mitificación propia de un autor de culto. Aunque, bien mirado, qué otra cosa cabría esperar de un autor que practicó el arte de la desaparición, haciendo que la vida se asemejara a la literatura y no al revés. Esta coherencia es rara y sorprendente, o a mí así me lo parece. En realidad, me parece sospechosa, pero creo que esta apertura que aquí nace aquí también debe cerrarse.


He dicho que Fonollosa ha terminado por ser un autor de culto, y eso es cierto, pero la publicación de Ciudad del hombre: New York en 1990 le posicionó en un repentino primer plano de las letras del momento. Es más, Ciudad del hombre “posiblemente sea el libro de la década de los ochenta que haya contado con más reimpresiones, y sin duda fue la novedad poética que más atrajo a la prensa” (Cilleruelo, p. 19). Incluso en 1996 se dio a la imprenta, póstumamente, Ciudad del hombre: Barcelona. Fonollosa moriría en 1991. Apenas le dio tiempo a disfrutar de su tardío reconocimiento como poeta. Después, el tiempo y, sobre todo, la exitosa ocupación del territorio literario por parte de corrientes afines que aún hoy gozan de buena salud, como las de la poesía de la experiencia o el realismo sucio, acabaron por cubrir de olvido a nuestro poeta, devolviéndolo a ese secreto que no podemos decir tampoco que cultivara con ahínco (dado que durante años intentó publicar por diversos medios, sin suerte), pero al que terminaría por entregarse. Cuánto deben estas corrientes a la obra de Fonollosa es algo que, me temo, no se ha sopesado lo suficiente todavía. Quizá esta edición de Edhasa a cargo de José Ángel Cilleruelo que tengo entre las manos sirva para ajustar cuentas (poéticas) y reconocer la singularidad y anticipación de su obra (en una época en que nadie se atrevía a escribir así), precursora, a mi modo de ver, de tantos que vendrían más tarde y que sí son recogidos en los manuales de historia de la literatura española contemporánea. Es lo que tiene escribir a destiempo, claro.  

Pero vayamos a los poemas.

Ciudad del hombre es un libro amplio, copioso, algo ya de por sí poco habitual en poesía. En este sentido, hemos de recordar que se trata de un libro escrito a lo largo de casi toda una vida y que es algo así como un diario poético, solo que ni es diario ni, como ya sabemos, hay en él una sola voz, sino muchas (tantas como poemas) y ninguna asimilable directamente a su autor. Se trataría pues de un “drama en gente” al modo pessoano, un itinerario poético de la mano de distintas voces o entidades enunciativas (no me atrevo a llamarlos personajes, aunque su autor juega con la idea) a través de la compleja y fluyente ciudad posmoderna que tanto han estudiado filósofos y sociólogos. En su conciso prólogo, el propio Fonollosa nos lo define así: “… es un recorrido por la ciudad con la descripción anímica de la gente que por ella transcurre”; y precisa: “su localización en Barcelona no impide la identificación del habitante de otras urbes con la humanidad que pueble su entorno, ya que lo particular, si acertado, trasciende a lo universal”. El periplo homérico se lleva a la ciudad, y Ulises se multiplicará en un “conglomerado humano”, en una miríada de individualidades sujetas a su particular peripecia, cuyas voces son recogidas como al paso, de 9:30 de la noche a 3:00 de la madrugada. Cada poema de esta épica urbana lleva el nombre de una calle, avenida, pasaje o plaza, sin ninguna referencia física que remita a dichos espacios fuera de la imagen que el conocedor de Barcelona pueda hacerse por sí mismo. Nuevamente, en el prólogo, Fonollosa resume esquemáticamente lo que el lector sin duda va a encontrarse: “más de doscientas historias, más de doscientas personas con inquietudes y obsesiones, comunes muchas de ellas (amor, sexo, muerte, soledad…), diferenciándose únicamente por el peculiar matiz de cada expresión individual”. Más allá del juego que intenta rebasar o por lo menos vulnerar los estatutos del género, la originalidad de Ciudad del hombre pasa en primera instancia por el ocultamiento del autor en el trasfondo escénico con el objeto de dar voz al habitante anónimo de la metrópoli mediante monólogos dramáticos compuestos en rítmicos y esforzados endecasílabos (a veces en exceso obvios y no siempre naturales, ha de decirse), algo ya de por sí poco habitual en la literatura española, a excepción del Siglo de Oro o los novísimos de los años setenta, pero que sí encontramos en la tradición anglosajona de Robert Browning, Ezra Pound, etc. Pese al “matiz” del que habla Fonollosa, lo cierto es que los poemas poseen una unidad de estilo muy rotunda, pero quien se acerque al libro debería evitar la tentación de abordarlo como cualquier otro poemario moderno en su modulación más habitual, es decir, como simple testimonialización de las emociones de un yo íntimo, porque erraría el camino. Precisamente, la segunda razón que explica la singularidad de Ciudad del hombre tiene que ver con el entendimiento de la poesía como ficción y, por ende, con la superación del género en tanto que modelo de mundo de lo verdadero, a menudo empobrecedor. Este retorno a la ficción lírica, al que ya me referí más arriba, enriquece una forma literaria cuyo anquilosamiento bajo los moldes más populares no venía sino reduciendo injustamente sus posibilidades formales, simplificándola en gran medida. En tercer lugar, Fonollosa no solo da voz al ciudadano anónimo, sino que amplía el horizonte poético con temáticas poco o nada frecuentadas en la poesía española hasta ese momento: el odio, la ira, la envidia, la violencia, la misoginia, el sexo bestializado, la degradación moral, la violación, la brutalidad; en fin, el lado más oscuro del hombre que deambula en la noche metropolitana. El acercamiento literario a esta ciudad de crueldad y fealdades, como materia poetizable, arranca con Baudelaire, y no ha dejado de formularse y reformularse hasta el momento presente. Esta ciudad se ha adueñado de todo nuestro mundo. Sus límites son los del mismo hombre. Nadie lo vio mejor que Fonollosa, y pocos lo han reflejado con tanto acierto. Todas las ciudades, la ciudad, podemos decir, remedando a Cortázar. Nueva York, La Habana, Barcelona. Las ciudades de la vida de Fonollosa se transforman finalmente en la esencia de una ciudad total. Hay una alabanza de corte y vituperio de aldea que invierte toda una serie de valores acomodaticios y desvirtuadores de la realidad, como puede leerse en “Avinguda del paral·lel 4”: “El aire de los valles y montañas/de los llanos feraces y desérticos/es aire para plantas y animales.//Es un aire delgado, empobrecido,/que no ha evolucionado. El apropiado/para rudimentarias fauna y flora.” Por el contrario, “El aire de ciudad es aire fuerte,/consistente, riquísimo en materias/que ha adecuado a su entorno y hecho propias.//Aire civilizado. Respirable/con orgullo y placer. Es obra suya,/arreglado por él y a él adaptado.” Fonollosa quiso entregar a la poesía facetas de la vida, de lo humano, casi inexploradas, aunque para ello tuviera que retomar cierta estética tremendista, deudora tanto de Cela como de la crónica periodística de sucesos al estilo de El Caso. Este visceralismo, este sobredimensionamiento kitsch de la realidad, lejos de ser una mera pose estilística, responde a la búsqueda de una verdad poética que explique el nihilismo posmoderno sin rebasar paradójicamente los límites de lo posible, o lo que es lo mismo: sin menoscabo de lo auténtico. Aquí la verdad poética admite la contradicción como método analítico y revelador. La multiplicación figurativa del yo en cientos de máscaras permite la verosímil convivencia de sus conflictos dialógicos, puesto que el yo posmoderno resulta tan esquizofrénico como la masa social que lo retiene: “Acaso formo parte de algo, o de alguien,/para mí de tamaño inconcebible,//como ínfima bacteria o humilde célula/de ese cuerpo en el cual emerjo y muero./Como lo hacen en mí ignorados seres” (“Carrer de Sant Antoni de Pàdua”, p. 120). El sujeto posmoderno se debate entre la contradicción y el caos, incapaz ya de conocerse a sí mismo: “Yo no sé si soy yo los pensamientos/que en mí hallo: tiernos, crueles, muy disímiles,/pretendiendo, mezclados en mi mente,/cada uno de ellos ser mi yo exactísimo.//No sé a cuál escoger de todos ellos./Ni a cuál he de seguir de mis impulsos,/pues los que siento son contradictorios:/tiernos, crueles, disímiles. Distintos. […] No sé si esto le pasa a todo el mundo./Si es esta confusión corriente en todos./Ni podría explicarme, aunque quisiera,/pues no sé nada cierto de mí mismo” (“Carrer de la concòrdia”, p. 70). El lirismo polifónico de Fonollosa tiene raíces existencialistas. Lo absoluto se halla dividido en la misma medida que la materia más ínfima. El dolor de ese estar vivo sin remedio, abandonado en un vacío que reproduce el vacío interior, se resuelve en un sentimiento de soledad corpóreo y, por tanto, puramente materialista: “No puedo estar tan solo. Hasta una llave/pertenece a la puerta que esclaviza […] Todo posee un dueño al que rendirse./Alguien en quien sentirse utilizado” (“Carrer de Sant Vicenç”, p. 134). Muchas veces, la conciencia del absurdo se traduce en hastío vital, tedio pesimista: “Nada tiene sentido. Estoy cansado/de esforzarme por cosas que han perdido/interés. Ya no ansío el obtenerlas./No valían la pena por lo tanto.//[…] La tierra es un bostezo de sí misma/deambulando por su solar sistema/recorriendo caminos repetidos./Como yo. Como todos los humanos” (“Carrer de Vila I Vilà 1”, p. 84). Otras, como muestra de la polifonía a la que me vengo refiriendo, estalla en megalomanía antropocentrista, consciente de aquello de lo que es capaz: “Me asusto en ocasiones de mí mismo./Puedo sentir el mundo en mi interior//[…] Puedo sentir entero el universo,/dispuesto a dar respuesta a mis preguntas./Bastara el atreverme a planteárselas./Develar el secreto más lejano./Y despejar incógnitas obtusas//[…] Todo está en mi cerebro contenido./Y me asusta querer decirlo un día” (“Plaça del pes de la palla 1”, p. 136).  Muchos poemas, asimismo, hablan de la soledad del hombre desde diferentes perspectivas, y otros tantos de la posesión de un cuerpo, de su ansia o de su anhelo como paliativo de esa soledad. El materialismo cínico nuevamente es la repuesta más común: “Mi casa necesita una mujer/que llene de canciones sus paredes/y complete mi cama por la noche.//Un cuerpo que discurra en torno a mí./Una voz que responda si digo algo//[…] Por eso necesito una mujer/que oculte mi tristeza entre sus brazos” (“Plaça de Blasco de Garay 2”, p. 73). Fonollosa representa, frente a la Ciudad de Dios agustiniana, la ciudad del hombre posmoderno, individualista, narcisista y a menudo asocial e incluso antisocial, incapaz ya de asirse a los valores tradicionales que en el pasado volvían el mundo inteligible: “Hay que huir de la gente. Los amigos/tienen palabras, gestos y miradas/con una piedra dentro que hace daño.// Hay que huir de la gente. La familia/es la mano que aguanta la cabeza/para que permanezca bajo el agua.// Y el amor es tan solo una palabra/que una mujer nos pone entre los brazos./Al irse la mujer duele su nombre.//Estar aislado e grato para el alma./Estar aislado es grato para el cuerpo./Morirse es solo asilarse un poco más” (“Avinguda del Paral·lel 2”, p. 59). Esta ciudad del hombre, su mundo ahora, la gran construcción ilustrada, es alcanzado por soflamas inhumanistas: “El mundo, nos resulta ajeno, inhóspito./Debiera ser destruido por completo.// […] Mejor fuera destruirlo y no hacer otro” (“Plaça d´Espanya”, p. 57). Es la ciudad-animal del capitalismo, fruto de la dialéctica ilustrada, en la que el hombre impone a la naturaleza su artificial mundo y este mundo acaba por anular al propio hombre, tanto en su fracaso, “Está maldita esta ciudad. La piso,/mas ignora mis pies sobre su espalda;/mis pies que la recorren cada día.//Solo hay puertas cerradas a mi paso./Recorro la ciudad. Suplico. Escupo./No hay sitio para mí, no. En parte alguna” (“Carrer d´en Sant Climent”, p. 129); como en el aparente éxito: “No he llegado muy lejos, pero estoy/ya sobre la colina y tú en el llano./Y todo lo he obtenido con mi esfuerzo/y como lo he querido. A mi manera//[…] Mira mi coche, piso, torre, barca…/Todo lo he conseguido a mi manera.//Y llegaré más alto todavía./Me afano en mejorar constantemente./Soy servil y rastrero para arriba/y déspota hacia abajo: es mi manera” (“Carrer de la Font Honrada 2”, p. 63); o también: “El porvenir-mañana- es la esperanza/del fracasado de hoy. Yo triunfaré ahora./No me preguntéis cómo. No me importa/el cómo sino el cuándo. Y cuándo es ahora” (“Carrer de Sant Ramon 2”, p. 111). La animalización de la ciudad del hombre tiene como consecuencia la animalización del hombre mismo, seducido por la brutalidad, la ira y el odio, ya sea manifestándose a través del deseo sexual bestial y despiadado, la cosificación misógina de la mujer o el homicidio. Se trata de los poemas que más sorprenden al lector, por encarar de forma directa y sin ambages el lado más terrible de la condición humana, potenciada negativamente por esa ciudad de las ciudades a la que se canta, a la que se rinde culto y de la que se abomina a partes iguales. Estos poemas son importantes no solo porque no escamotean ciertos tabúes sino principalmente porque mediante la figuración lírica nos ponen ante el rostro que no queremos ver, pero que existe. Leídos hoy, diría yo que mucho más que ayer, nos advierten de la quiebra de lo sólido, de la pérdida del valor humano y el olvido de su historia, del arrinconamiento de la naturaleza frente al empuje impersonal de la urbe tecnológica, de la siempre amenazadora seducción de la barbarie, en suma. Veamos, para terminar, algunos ejemplos: “Y tú no sabes nada. Juegas, ríes./Eres aún una niña muy pequeña.//[…] Ignoras todavía por qué vives,/cuál es la utilidad de tu existencia.//Un día lo sabrás. Cuando los hombres/pasen, uno tras otro, entre tus piernas” (“Plaça de Santa Madrona 1”, p. 64); “Tu madre me miró. Yo la maldije./Has vuelto a la ciudad porque estás muerta./Pero yo iré a escupir sobre tu nombre” (“Carrer de Magalhães 3”, p. 75); “Te he comprado zapatos y unas medias./Te compro lo que quieres. Lo hago a gusto./Tú sabes conseguirlo si me miras.//Debes corresponderme de algún modo./No sirven por más tiempo las palabras./Solo se pude amar de una manera” (“Carrer de Vila I Vilà 2”, p. 85); “Admiro tu cabello, culo y piernas./Estás buena. Te haría muy dichosa./Pero tú te lo pierdes con tu prisa./Pobre muchacha hermosa apresurada” (“Carrer de Vila I Vilà 4”, p. 87); “Esa es su utilidad como mujer./Por tanto, aunque te tome por la fuerza,/es mi derecho usar lo que es de todos” (“Carrer de Sant Jeroni”, p. 121); “Quiere ser dominada la mujer./Le gusta ser forzada. Opone siempre,/aun débil, resistencia a ser amada./Le place ser tomada por la fuerza” (“Carrer de les carretes 2”, p. 127); “Lo supe a los dos meses. La maté./Y nunca ha habido flores en su tumba” (“Carrer de la cera”, p. 128); “Ocho ojos se turnaron muchas veces./Se defendió muy poco. Eran cuatro hombres./Se la pudo soltar después de un rato./Conmigo pasó el brazo por mi cuello” (“Carrer de Sant Antoni Abat”, p. 130); “¿Por qué no me advirtió su madre al dármela./Me tendré que buscar otra mujer/que sepa qué es un hombre cuando mire” (“Carrer de Sant Erasme”, p. 135). Como se ha visto, una de las vertientes más definitorias de la maldad, la brutalidad y la bestialidad despiadadas se manifiesta, desde los distintos sujetos enunciativos (voces casi de lo infrahumano) a través de la cosificación misógina de la mujer, como simple objeto de uso y deseo. Estos poemas, y otros muchos, configuran una auténtica crónica negra, repleta de entidades tan sombrías como miserables, precisamente para poner ante el lector distintas versiones del mismo mal, cuyo resultado es la autodegradación: “Es hermoso matar. Mirar el miedo/que salta acorralado en unos ojos./Uno se siente grande, poderoso” (“Carrer de Sant Ramon 1”, p. 110); “Matar los animales no es un trauma/para quien lo practica con frecuencia./Es el puro reflejo placentero/de liquidar urgencias sin reparos./Y con seres humanos le es lo mismo” (“Carrer nou de la Rambla 2”, p. 105).

Para cerrar el círculo, volviendo a la singularidad de Fonollosa, motivo de este trabajo, he de advertir al posible lector de Ciudad del hombre que es este un libro provocativo como pocos y, aciertos y desaciertos expresivos aparte, necesario por su atrevimiento formal y temático. Necesario también por cuanto nos hace reflexionar sobre los límites de la literatura y, con especial relevancia, sobre la naturaleza oscura del ser humano. Libro desencantadamente irónico, no debemos tomar a José María Fonollosa al pie de la letra, porque además no es él (experto en el arte de la desaparición) quien habla, pero sí leerlo de la cabeza a los pies, quién sabe si para desaparecer también nosotros.       


 

domingo, 20 de mayo de 2018

LEER PARA VER: POÉTICA Y FUNCIÓN DE LA IMAGEN EN EL PINTOR DE BATALLAS DE A. PÉREZ-REVERTE



Imagen tomada de XLSemanal

1.- Palabra e imagen. Aproximación.

  Leer para ver o ver para leer. Estas dos formulaciones forman parte en realidad de un mismo tópico clásico, que en el Renacimiento la teoría humanista de las artes recuperó y que la posmodernidad, con más o menos salvedades y desaciertos, ha explotado. Me refiero al famoso lema horaciano ut pictura poesis. Ambas formulaciones forman parte de él porque la semejanza que señala es, en definitiva, una semejanza de doble dirección, aunque los teóricos humanistas nunca llegaran a invertir los términos, quizá “porque el sentido era igualmente diáfano, y porque el peso de la tradición de autoridades no aconsejaba los juegos expresivos con la fidelidad de 'la letra' ” (García Berrio y Hernández Fernández, p.16). Lo que más me interesa del lema, dejando a un lado sus ya de por sí ambiguos sentidos, los usos ligeros e interpretaciones a veces contradictorias que se han hecho de él desde el Renacimiento (Rensselaer, 1982), es que deja constancia de la antigüedad que tiene el proceso de acercamiento formal y teórico entre la palabra y la imagen. Un proceso que se debió de iniciar mucho antes de que Platón, Aristóteles y Horacio se percataran a su modo de que el pintor y el poeta toman sendas distintas, pero sendas que, al cabo, pertenecen al mismo bosque. Desde Aristóteles, cuya concepción de la mímesis trasciende la mera copia o representación de la realidad (dejando la puerta abierta a la creación de nuevas realidades) y sirve de nexo de unión entre las artes, diferenciadas por su forma de imitar, hasta el actual arte intermedia, han transcurrido algo más de dos milenios en los que, con idas y venidas, las artes de la palabra y las artes de la imagen han ido aproximándose, maridando poéticas y procedimientos.
Entiendo por artes de la palabra todas aquellas manifestaciones artísticas cuyo principal vehículo de expresión es el verbo (poesía, narrativa...) y por artes de la imagen aquellas que se expresan a través de un lenguaje plástico que es la materia misma (pintura, escultura, fotografía, cine...). De manera que las primeras representan el mundo verbalmente y las segundas plásticamente, aunque el asunto no es ni mucho menos tan sencillo porque, sobre todo desde las vanguardias, como ya he apuntado, ambas han venido manteniendo una íntima relación de intercambio y permeabilidad ético-estética (véanse si no los ejemplos de mixtura artística que nos brinda la poesía concreta o el letrismo). Se nos hace muy difícil dar crédito hoy en día a clasificaciones clásicas del tipo de artes del tiempo y artes del espacio teniendo en cuenta que en general todas las artes, con independencia de los medios usados, han luchado por representar espacio y tiempo (Lessing, 1990). ¿Qué pretendía entonces Apollinaire a través del caligrama, correlato literario del cubismo pictórico, si no era materializar el espacio en la página? (Monegal, 1998).

  Pero el tradicional vínculo entre las artes de la palabra y las artes de la imagen va mucho más allá de los acercamientos experimentales, interartísticos. En esencia, se trata de que la palabra siempre ha pretendido mostrar la imagen, objetivarla, materializarla mentalmente, y de que la imagen siempre ha tratado por su parte de contar, accionar, verbalizar plásticamente. Por este motivo ambas corrientes artísticas han estado condenadas a valorarse y ansiarse de forma mutua. La relación suele vincularse, en su caso más paradigmático y atrevido, a las corrientes experimentales del siglo XX y del XXI (Joan Brossa, poesía visual, cine de autor...), pero lo cierto es que sin salirnos del ámbito no experimental hallamos muestras de esa simbiosis entre artes.

2.- Ékfrasis. Función múltiple de la imagen.

  En El pintor de batallas Pérez-Reverte plantea una doble reflexión al hilo de un argumento bastante sencillo: ¿hay detrás de las acciones de los hombres algún patrón fundamental que a su vez las explique? Y ¿qué papel juegan las artes (pintura, fotografía) en la búsqueda de dicho patrón fundamental? Este doble planteamiento puede en realidad condensarse en uno solo: ¿cómo y con qué medios ha de ser capaz el ser humano de sobrevivir en el caos, en el sinsentido del mundo?

  La cuestión, obviamente, no es ni mucho menos nueva. Desde el principio de los tiempos el arte no persigue otra cosa: explicar la realidad, ya sea representándola o traduciéndola. Y tratar de explicar la realidad, en definitiva, es tratar de explicar el significado último de que el hombre tenga conciencia dolorosa de ella.

  La novela de Pérez-Reverte es, por tanto, una novela sobre el alma del hombre y el arte como instrumento de  búsqueda y supervivencia. Y es la guerra el escenario físico y mental que el autor elige para que el personaje del fotógrafo atormentado busque respuestas imposibles, ya que quizá en la guerra aflora lo más miserable y lo más extraordinario del hombre. La guerra, pues, según plantea el autor, puede ser metáfora del caos, de aquel sinsentido del mundo al que antes me refería. La guerra, como dice la famosa sentencia, sea quizá la madre de todas la cosas, el espacio salvaje en el que convergen las líneas maestras de la realidad. De ahí que Faulques busque en ella la “simetría”, el plan oculto que dé cuenta del orden escondido bajo el desorden aparente, y a su vez calme la culpa y justifique de algún modo toda una línea vital. Lo que más me interesa, desde el punto de vista de la relación palabra-imagen que me gustaría abordar, es el hecho significativo de que el personaje protagónico emprenda una búsqueda decidida y sistemática de lo que él denomina “simetrías ocultas”, a través de la representación total de la idea de la guerra, por medio de la plasmación pictórica de la foto que nunca pudo realizar, quizá porque sencillamente aquel medio artístico no alcanzaba para tal “íntimo” propósito. Porque solo a través de la pintura el fotógrafo retirado, metido a pintor de batallas, cree ser capaz de componer el fresco que integre toda su experiencia y visión personales. Aquí se apunta una diferencia crucial entre artes de la imagen, fotografía y pintura, que tiene que ver con objetivos, medios, alcances y limitaciones. De esta y otras concepciones teóricas que aparecen en la novela hablaré más adelante. Ahora convendría, antes de comenzar con el análisis propiamente dicho, resumir con brevedad el argumento de la obra.

  Andrés Faulques, pintor en su juventud, después valorado fotógrafo de guerra, tras más de media vida yendo de conflicto en conflicto, capturando imágenes caracterizadas por un estilo duro, aséptico y geométrico, decide dejar la fotografía y retirarse a una vieja y precaria torre, una atalaya de vigilancia construida a principios del siglo XVIII junto al Mediterráneo, para allí, sobre el inmenso muro circular, plagado de grietas, componer el gran fresco de una batalla intemporal, la madre de todas la batallas; una pintura destinada a ser en realidad la foto que nunca había podido realizar, la foto imposible.

  Esta es la línea principal de la historia que se nos cuenta, línea con la que convergen otras dos que le añaden dinamismo. Una de ellas tiene que ver con el personaje Ivo Markovic, ex combatiente croata que, durante la guerra, por esos juegos del azar, pierde a su mujer y a su hijo, violados y asesinados a manos del enemigo como consecuencia de su fortuita aparición en una foto de Faulques. Dicha foto hace de él un soldado famoso entre sus aliados, pero desafortunadamente también entre el enemigo. Markovic, obsesionado con la figura de Faulques, al que culpa de la muerte de su familia y tras la guerra sigue la pista durante años, a la par que recaba cuanta información puede acerca de su vida y su trabajo, recala en la vieja torre con el propósito de acabar con él, tal y como le anuncia desde un principio. Markovic ofrece un plazo de varios días a Faulques antes de llevar a cabo su amenaza, días en los que lo acompañará y en los que ambos personajes discutirán acerca del trasfondo de la guerra, de la vida, del arte y también del mural en el que Faulques trabaja; siempre, eso sí, bajo la amenaza de muerte pendiendo sobre sus cabezas. Markovic será decisivo en la culminación del fresco, donde quedará reflejado. Los dos personajes se conocerán el uno al otro y entre ellos despertará cierta sensación de afinidad, solo quebrada por el verdadero objetivo del excombatiente. Lo interesante es que ambos personajes experimentan un proceso de entendimiento de sus vivencias gracias a la intervención del otro interlocutor. Faulques dará por terminado el mural y Markovic cumplirá su plan, aunque de modo incruento.

  La otra línea argumental que converge con la central y con la anteriormente descrita corresponde al personaje de la fallecida Olvido, compañía mental, recuerdo omnipresente de Faulques, a la que vamos conociendo, fraccionada y caprichosamente, a través de la voz del narrador, voz siempre circunscrita a la memoria del pintor de batallas. Olvido se nos aparece como una mujer joven y atractiva, ex modelo y fotógrafa de moda que, tras conocer a Faulques, decide acompañarlo de conflicto en conflicto, cambiando las fotos de moda por las fotos en blanco y negro de objetos manchados por el horror de la guerra. Ambos se mantienen profesional y sentimentalmente unidos hasta que una mina acaba con la vida de ella. Faulques quedará marcado tanto por la pérdida de aquel verdadero amor como por la culpa por no haber evitado el accidente a tiempo. Dos años después del suceso, Faulques cuelga la cámara y se retira a la torre vigía con la firme idea de pintar la batalla de las batallas y desentrañar de una vez la compleja geometría oculta del caos.

  Pues bien, esta es, a grandes rasgos, la historia que el autor nos va tramando poco a poco, y lo primero que me gustaría advertir es que por encima de ella y de los personajes se encuentra el peso específico de la imagen. Creo que tanto el universo del mural (auténtico protagonista de la obra, al margen de Faulques) como el resto de imágenes descritas, ya se trate de pinturas o fotografías, conforman la urdimbre eidética que pasa por ser objetivo prioritario del plan general de la obra. En consecuencia, la palabra no ha sido confeccionada para referirse a sí misma, para ser su propio fin, sino para funcionar como vehículo, como soporte, no de un argumento o de una trama (al menos no primordialmente), sino de una serie de imágenes, unas veces ficticias, otras veces reales. Dicho de otro modo: la imagen, mejor aún, la particular visión de la imagen, es el auténtico tema y nudo referencial de la novela; el que da cabida a conceptos, criterios e ideas acerca del arte y del ser que lo produce, el hombre; el que da cabida a una determinada visión de la existencia y del mundo: ¿para qué estamos aquí si no es para cuestionarnos?, plantea el autor.

  Que el autor seleccione unas imágenes determinadas y no otras; que, asimismo, describa estas imágenes  seleccionadas también de un modo determinado, priorizando unos elementos sobre otros, pasando de puntillas u obviando configuraciones alternativas, obedece a mi juicio a una deliberada visión de las cosas, a una pragmática y precisa concepción del arte y de los lenguajes artísticos, así como al propósito de que el otro lenguaje, el literario, abandone en cierta medida lo etéreo y se objetualice, se someta a las formas, a los entes plásticos, a la física visual.

Ékfrasis.

  Como dice Kibédi Varga, a propósito de la ékfrasis, “el intérprete nunca es un traductor exacto; selecciona y juzga. Y precisamente esto es lo que sucede cada vez que un poeta habla de un cuadro o un pintor ilustra un poema” (Kibédi, 2000). En El pintor de batallas Pérez-Reverte “selecciona y juzga” con el fin de mostrar una visión personal del arte y del mundo o, si se prefiere, una visión personal del mundo a través de una personal visión de la imagen. La imagen, pictórica o fotográfica, real o ficticia, es verbalmente materializada a través de la descripción. La ékfrasis, por tanto, es más que una simple descripción o imitación verbal de un objeto plástico o de una imagen visual cualquiera: se construye, como venimos apuntando, a partir de una idea o interpretación de ese objeto o de esa imagen. Esta interpretación puede o no explicitarse en la ékfrasis literaria, pero “el hecho mismo de la interpretación es una manera indirecta de recordarnos que la obra de arte es resultado de una intención, de un pensamiento, de una voluntad creadora. La hermenéutica presupone la intención oculta, presupone al autor, al artista al creador” (Riffaterre, p.166). Y es la siempre latente interpretación del escitor “lo que dicta la descripción (…) En lugar de copiar el cuadro transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la ékfrasis lo impregna y lo tiñe con una proyección del escritor –o más bien del texto escrito sobre el texto visual. No hay imitación sino intertextualidad, interpretación del texto del pintor y del intertexto del escritor. Y esa ilusión descriptiva compete de lleno a la literatura, puesto que, como toda literatura, el objeto ilusorio que aquélla nos presenta –objeto de una inversión en el sentido psicoanalítico– reproduce el estado de ánimo del sujeto que mira” (Riffaterre, p.174).
  Como oportunamente dice Michael Riffaterre, la ékfrasis literaria tiene por objeto imágenes u obras plásticas reales o ficticias insertadas en un constructo literario (por ejemplo, como en el caso que me ocupa, en una novela) y, o bien estas imágenes u obras plásticas “forman parte del decorado, o bien tienen una función simbólica, o pueden incluso motivar los actos y las emociones de los personajes. A cada una de estas categorías corresponde un mecanismo de efecto de realidad, efecto que constituye una variedad de la ilusión referencial” (Riffaterre, p.162).

  Veamos, entonces, cómo se manifiesta formalmente esta teoría de la ékfrasis en la novela de Pérez-Reverte. Para ello me gustaría enmarcar el desarrollo del análisis dentro de una sencilla clasificación de la ékfrasis en función del doble carácter que esta ofrece en el texto. 

a) Ékfrasis de imágenes ficticias.

a.1  El mural de la torre

  No pasará desapercibido al lector de El pintor de batallas el que creo es, y lo reitero, el verdadero personaje protagonista de la novela, pues su presencia, fragmentada, convenientemente dosificada, resulta abrumadora. Me refiero al mural de la torre, en el que trabaja incansablemente Faulques; ese gran fresco de la batalla intemporal, la batalla de las batallas. En él está todo. Están los personajes, la propia historia (con mayúscula y con minúscula), el significado de la novela... Y, por supuesto, la imagen o, mejor dicho, las imágenes. Su importancia, dentro de la estructura del texto, no la sugiere solo esa incuestionable omnipresencia suya, sino también y esencialmente su decisivo valor simbólico. Ser símbolo es su cometido central, su destino neurálgico, aunque no el único. Como veremos, la imagen del mural desarrolla otras funciones no menos importantes. Es personaje y, como personaje (además protagonista), forma parte de la acción y la dinamiza. Por otro lado, hay momentos en los que sirve de resorte o pretexto para los cambios en el tiempo narrativo (no hay que olvidar que también representa el tiempo presente en la trama) y, a su vez, ocasiones en las que desempeña labores ejemplarizantes o, incluso, decorativas. En síntesis, puede decirse que su presencia tiene un doble valor: ético y estético.
Antes de abordar el estudio de las funciones y rasgos de esta imagen-personaje trataré de condensarla, a modo de bosquejo, a partir de las piezas que, como en un puzzle ekfrástico, se encuentran diseminadas a lo largo de la novela. Mi intención es presentar, concretada, la imagen tal y como formalmente la concibe el autor (no tal y como la ve, porque se entiende que autor y lector compartirán signo pero verán cosas bien distintas; así como cada lector leerá lo mismo y casi siempre verá algo diferente).

  Empecemos por su aspecto general y su enclave:

  El gran panorama circular aún estaba pintado en zonas discontinuas. El resto eran trazos a carboncillo, simples líneas negras esbozadas sobre la imprimación blanca de la pared. El conjunto formaba un paisaje descomunal e inquietante, sin título, sin época, donde el escudo semienterrado en la arena, el yelmo medieval salpicado de sangre, la sombra de un fusil de asalto sobre un bosque de cruces de madera, la ciudad antigua amurallada y las torres de cemento y cristal de la moderna, coexistían menos como anacronismos que como evidencias (…) En realidad lo había sabido siempre; pero el mural no estaba destinado a otro público que a él mismo, poco tenía que ver con el talento pictórico, y mucho, sin embargo con su memoria. Con la mirada de treinta años pautados por el sonido del obturador de una cámara fotográfica. De ahí el encuadre (…) de todas aquellas rectas y ángulos tratados con una singular rigidez, vagamente cubista, que daba a seres y objetos contornos tan infranqueables, como alambradas, o fosos. El mural abarcaba toda la pared de la planta baja de la torre vigía, en un panorama continuo de veinticinco metros de circunferencia y casi tres de altura, sólo interrumpido por los vanos de dos ventanas estrechas y enfrentadas, la puerta que daba al exterior y la escalera de caracol que llevaba a la planta de arriba,... (Pérez-Reverte, pp. 11 y 12).

  A medida que leemos la novela, el mural se nos va describiendo en pequeñas dosis, lo que confiere al texto un ritmo singular. Conforme leemos vamos completando mentalmente la imagen. Además, se nos va describiendo también su proceso creativo, paso a paso, a manos del personaje de Faulques, hasta su posterior culminación. Nada más comenzar se nos presenta al personaje trabajando en el fondo del fresco:

  Allí se hizo un café y empezó a trabajar, sumando azules y grises para definir la atmósfera adecuada (…) Había decidido que necesitaría tonos fríos para delimitar la línea melancólica del horizonte, donde una claridad velada recortaba las siluetas de los guerreros que caminaban cerca del mar. Eso los envolvería en la luz que había pasado cuatro días reflejando en las ondulaciones del agua en la playa mediante ligeros toques de blanco de titanio, aplicado muy puro. Así que mezcló, en un frasco, blanco, azul y una mínima cantidad de siena natural hasta quebrarlo en un azul luminoso. (…) Cielo y mar combinaban ahora armónicos en la pintura mural que cubría el interior de la torre; y aunque todavía quedaba mucho por hacer, el horizonte anunciaba una línea suave, ligeramente brumosa, que acentuaría la soledad de los hombres –trazos oscuros salpicados con destellos metálicos– dispersos y alejándose bajo la lluvia. (pp. 9 y 10).

  Elementos, figuras, motivos y escenas principales (reiteradas) que lo componen: las naves que zarpan bajo la lluvia, la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer violada y el niño verdugo; el hombre a punto de morir, los bosques con ahorcados, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer término; los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal; pero, por encima de cualquier cosa, la figura omnipresente del volcán.

El volcán.

  Este elemento del fresco imaginario resulta ser al final el de mayor importancia simbólica. Sobre él nos dice el narrador:

   (…) convergían en el triángulo que lo presidía todo: el volcán negro, pardo, gris y rojo. El símbolo del criptograma, desprovisto de sentimientos e implacable en simetrías, que extendía su grietas de lava como una tela de araña cuya red abarcase la cifra del universo, las fisuras en la pared de la vieja torre que servía de soporte a todo ello... (p. 276).

  El volcán es, según lo presenta el autor, metáfora del violento y poderoso misterio del mundo, del misterio matemático y profundo que nos gobierna. Son bastantes las ocasiones en que el narrador se refiere a este motivo. Veamos algunas de ellas:

  El volcán. Capas geológicas, geometría de la tierra. Balística y pirotecnia de un género diferente, tal vez, pero nada ajeno a la foto del combate nocturno. Cézzane lo había visto con claridad, pensó Faulques. No era sólo cuestión de que el verde acentuase una sonrisa o el ocre matizara una sombra. Era, sobre todo, la forma de mirar las entrañas del asunto. La estructura. Cogió el farol y lo acercó al muro, observando las deliberadas semejanzas entre la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán rojizo pintado en un plano más lejano y hacia la derecha, al término de unos campos desventrados, abiertos como si la tierra hubiera sido acuchillada por una mano enorme y poderosa (p. 75).

                                                                         *****

  Despacio, con sumo cuidado, aplicó gris payne sin mezcla para la columna de humo y cenizas, y luego, intensificando la base del cielo con azul cobalto mezclado con blanco, olvidó las precauciones para marcar el fuego y el horror con trazos vigorosos, casi brutales, de laca escarlata y blanco, naranja de cadmio y bermellón. El volcán que derramaba su lava hasta el límite del campo de batalla, como un Olimpo indiferente a los afanes de las pequeñas hormigas erizadas de lanzas que se acometían a sus pies, estaba ahora surcado de líneas que se abrían en abanico, crestas y cuencas que parecían guiar el caos sólo aparente de la lava rojiza –más naranja y bermellón– que brotaba interminable, semen listo para preñar de espanto la tierra entera (…). Lo que Faulques había plasmado en el muro de la torre era más sombrío y más siniestro: la impotencia ante el capricho geométrico del Universo, el rayo despectivo de Júpiter que golpea, preciso como un bisturí guiado por cauces invisibles, en el corazón mismo del hombre y de su vida (pp. 77 y 78).

                                                                         *****

  Como en aquel volcán rojo, negro y pardo, que constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas, todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las flechas siniestras del carcaj de Apolo (p.218).

                                                                         *****

  Todos los colores de una sombra podían ser transmutados en el color de esa sombra, y aquélla era roja: amarillo y carmín y un poco más de amarillo, añadiendo algo de azul para acercarse al color de la sangre, del barro pegajoso bajo las botas (…). Era, en resumen, la sombra del volcán, o más bien la de los objetos iluminados por éste; la proyección de sus lados opuestos, recortados, ribeteados por el resplandor en escorzo del cráter que se enseñoreaba, desde su cúspide olímpica y letal, del vértice superior del triángulo, tiñendo los alrededores con una roja simetría (…). Se detuvo un instante, mezcló carmín de garanza, sombra tostada y un poco de azul prusia para obtener un negro cálido, y lo aplicó de inmediato para resaltar el borde las heridas zigzagueantes, parecidas a relámpagos rojos y ocres, abiertas en las laderas del volcán (…). El volcán estaba acabado, o casi. Eso completaba las tres cuartas partes de la superficie prevista.
  Eligió un pincel redondo, mediano, y e un ángulo limpio de la bandeja mezcló rápidamente blanco, amarillo, un poco de carmín y una pizca de azul. Después, acercándose de nuevo al muro, prolongó con el color obtenido una de las grietas de la ladera del volcán, dándole forma de camino, de sendero, que resaltó a los lados mezclando grises y azules directamente sobre la pared. El trazo grueso (…) daba al camino una apariencia singular Era algo que en verdad no llevaba a ningún sitio; salía de la grieta del volcán y moría en la imprimación blanca (pp. 267 y 268).

La mujer violada y el niño.

  Esta es una de las escenas fundamentales que componen el ficticio mural. De significado más que evidente, representa el desgarro, la crueldad y el aparente sinsentido de la guerra. Decimos aparente porque una de las ideas presentes a lo largo de la novela, que el autor se esfuerza en fijar, responde al hecho de que en la guerra el caos obedece en realidad a un inexorable, soterrado y científico plan, que  el hombre (al menos el hombre común) no alcanza a comprender. Veamos alguna de las descripciones de esta escena tan dramática:

   Allí donde unos trazos vigorosos, algo de color aplicado sobre el dibujo a carboncillo, mostraban un cuerpo femenino en extraña perspectiva, el rostro sin definir, abiertos los muslos desnudos hacia el primer plano, un reguero rojo de sangre entre ellos, y la silueta de un niño medio incorporado cerca, vuelto hacia la mujer, o la madre (…). Los mismos rasgos del niño apenas pintado los reservaba para uno de los soldados que, a la derecha de la escena, fusil en mano, empujaban a la multitud fugitiva de la ciudad, resuelta pictóricamente –los viejos maestros flamencos no estaban sólo para ser admirados– a base de cuadrados de ventanas y dentadas ruinas negras recortándose en el rojo de incendios y estallidos que coronaba la colina, a lo lejos (p. 50).

                                                                       *****

  Observaba la escena del niño llorando junto la madre violada. Una piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba (…). Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito (pp. 247 y 248).

  Encontramos también, con respecto de esta escena, descripciones o ékfrasis indirectas, es decir, realizadas por medio del diálogo entre los personajes:

–Y dígame... ¿Por qué pintó a esa mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en los muslos y el niño que mira?
(…)
–¿Conoce aquellas viejas fotos de la liberación de Francia?... En una fotografía, la violación casi nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona. Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite imaginar mejor.
(…)
–Hay algo inquietante en esa mujer –comentó–. Tal vez su... No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?... Parece poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay más de animal que de humano en ella –miró a su interlocutor con renovado respeto–. No es casual, ¿verdad?... No es incompetencia por su parte (p. 256).

La mujer que grita en primer término de la fila de fugitivos.

  Se nos describe varias veces en la novela esta figura, situada en primer plano, siempre, al igual que ocurre con la escena de la mujer violada y el niño, con una función simbólica muy clara: la desesperación, el miedo, la locura, el resultado de la acción del caos inflexible:

  Faulques advirtió el rostro de mujer en primerísimo plano, descompuesto en sus trazos violentos de color ocre, siena y rojo de cadmio, la boca abierta en alarido de pinceladas burdas, densas, silenciosas, viejas como la vida (p. 64).

  Aunque (como en otras ocasiones que más adelante comentaré) no se relaciona esta figura en ningún momento con una imagen artística concreta y real, es inevitable que el lector no piense de inmediato, tal y como se la describe, en el famoso cuadro de Edvar Munch: El grito:

  Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado (pp. 246 y 247).

Los hombres que se acuchillan.

  A propósito de esta escena se nos aclaran sus reminiscencias y, por añadidura, su significado. El narrador nos explica que estos hombres que se acuchillan en primer plano tienen algo que ver con el Duelo a Garrotazos de Goya, símbolo por antonomasia, junto al Guernica de Picasso, de las guerras civiles. Pero estas relaciones entre el mural ficticio y las pinturas reales, así como entre el mismo mural y las fotos ficticias, las veremos un poco más adelante:

  Necesitaba esos colores para acabar el suelo pintado en el mural con capas superpuestas, pincel grueso, húmedo sobre húmedo aprovechando las irregularidades del enfoscado de cemento y arena de la pared, en torno a una escena de dos hombres que combatían abrazados, caído uno sobre otro mientras se apuñalaban con saña, enfriados los colores vivos de sus violentos escorzos por capas de azul ultramar con un poco de carmín para tratar las sombras, cuyo efecto procedía de los resplandores cruzados de la ciudad en llamas y del volcán a lo lejos (p. 93).

Los jinetes a punto de entrar en combate.

  (…) antes de seguir ocupándose de los caballeros montados que, en grupo cerca de la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban el momento de incorporarse a la batalla que se libraba en las faldas del volcán. Aunque los caballos no estaban resueltos –Faulques tenía problemas técnicos con eso–, de los tres jinetes, uno en primer plano y los otros detrás, dos estaban casi terminados, las armaduras en colores fríos, azul gris y azul violáceo, relucientes los ángulos y las aristas de las armas con pinceladas finas a base de blanco, azul prusia y un poco de rojo y de amarillo. El pintor de batallas había trabajado sobre todo en la mirada del caballero situado en primer plano, que por tener la visera del casco alzada era al único al que se le veía el rostro, o parte de él –los otros lo tenían oculto por las celadas bajas–: ojos absortos, ausentes, fijos en algún lugar indeterminado, contemplando algo que el espectador no veía, pero podía intuir (p. 85).

                                                                       *****

  Los guerreros que, junto a la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla, aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un ejército (p. 145).

El niño muerto.

  (…) representado con trazos fríos, plomizos de grisalla, en un lugar del gran fresco de la torre: una pequeña silueta tendida boca arriba, apoyada la nuca en una piedra (p. 97).

Cadáveres, ahorcados, y perro.

  En una zona todavía sin pintar, el dibujo a carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban formas tendidas sobre el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas (p. 127).

El hombre a punto de ser ejecutado.

  La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza (p. 59).

Soldados.

  Había dos figuras medio pintadas detrás del soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo que no encajaba (…).
  Después estuvo un momento observando la figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado –de cerca una simple maraña de colores superpuestos–, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con azul, rojo y una pizca de ocre (pp. 137 y 140).

Héctor y Andrómaca.

  Obsérvese en esta descripción cómo se ponen en relación imagen ficticia e imagen real con la finalidad de ajustar plásticamente el objeto imaginario que se desea componer ante el lector:

Como los cuadros de Paolo Uccello, aquellos frescos del siglo XV tenían mucho que ver con su trabajo en la torre; en especial El sueño de Constantino –las armas de Héctor se inspiraban vagamente en uno de los centinelas–, la Batalla de Heraclio y la Victoria de Constantino sobre Majencio. Faulques había obtenido de la joven pintada por Piero della Francesca el aspecto de su Andrómaca –un hombro y un seno desnudos, las ropas en geométrico desorden como recién levantada del lecho, el niño en brazos– y sobre todo la mirada triste, perdida más allá del hombro del guerrero. Esa mirada parecía recorrer la extensión circular del campo de batalla hasta el torrente de fugitivos que abandonaba la ciudad en llamas, como si la mujer pudiera reconocerse de antemano en las otras mujeres, botín del vencedor. Y ante ella, temible con fusil y mezcla de armas y arreos antiguos y modernos, casco de acero, angulosa armadura gris entre medieval y futurista (…), Héctor alzaba un guante metálico hacia el niño que, asustado, se revolvía en brazos de su madre. Y en el suelo, la mezcla de tres sombras imperfectas formaba una sola sombra oscura como un presagio (p. 242).

  Por último, me parece interesante esta descripción general del narrador:

Markovic estudiaba ahora las naves varadas en la playa y las que se alejaban bajo la lluvia. Las innumerables figurillas minúsculas que iban hacia ellas, saliendo de la ciudad en llamas. Fuego y lluvia, tensión de contrarios dando vigor a la naturaleza y curso a la vida, colores cálidos amortiguados con formas poliédricas, aceradas, frías. Y aquel eje de vencedores, naves y guerreros, diferente al de los vencidos, cuestión de ángulos y perspectiva, el vértice en la ciudad, una diagonal conduciendo a la mujer violada y al niño, otra vertebrando la fila de fugitivos. Tan sereno todo, sin embargo. La mirada del observador se dirigía primero a Héctor y Andrómaca. Se deslizaba con naturalidad hasta el campo de batalla a través de los caballeros que se acometían bajo el volcán indiferente, y tras recorrer los estragos de la guerra terminaba en el niño muerto y en el niño vivo, (…). A pesar de su crudeza, los desastres de la guerra quedaban en segundo término, encajados en el color y la forma que los rodeaba; y la mirada se detenía en los ojos de los guerreros a la espera del combate, en el soldado de hierro, en la mujer que encabeza la fila de fugitivos, en los muslos de la otra mujer yacente. Y al cabo, conformando un triángulo, en el volcán equidistante entre la ciudad en llamas, a la izquierda, y la otra ciudad que se despertaba en la bruma, ignorante de vivir su último día (pp. 261 y 262).

a.2) Ékfrasis de imágenes fotográficas.

  El mural en el que trabaja Faulques guarda íntima relación con su pasado como fotógrafo bélico. Con extrema lucidez, Faulques plasma sus dolorosos recuerdos en el mural de la torre. Pero lo que más me atrae aquí no es éste mensaje antibelicista (uno de los muchos que desprende el texto), sino ese patrón plástico, confeccionado a base de imágenes pictóricas o fotográficas singulares, a partir del cual se encuentra articulada la memoria del personaje, la voz  del narrador y por tanto la novela en su totalidad. La imagen plástica, nos está diciendo el autor, no solo  requiere del que la elabora y del que la contempla cierto análisis de la realidad (mirada, perspectiva, comprensión, etc.), sino que también interfiere de forma irremediable en la estructura del pensamiento, en nuestro lenguaje mental, porque la imagen, de un modo o de otro, siempre ha formado parte de nuestras vidas.

  La imagen lleva al recuerdo o el recuerdo a la imagen, de ahí la frecuencia con que se mencionan o se describen pinturas y fotografías cuya finalidad no es otra que dar coherencia a las acciones del protagonista y explicación, por tanto, al verdadero origen del mural en el que aquel se halla enfrascado.

  Veamos, pues, algunas de las descripciones fotográficas de la novela:

  Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres milicianos drusos de pie con los ojos vendados –dos cayendo, uno orgulloso y erguido–  y los seis kataeb maronitas que los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada de una docena de revistas (pp. 28 y 29).

*****

  Era realmente una foto singular, se dijo Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían complaciéndolo las líneas geométricas invisibles –o visibles para un observador atento– que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del incendio, vertical como una columna negra barroca, sin un soplo de brisa (p. 36).

*****

  (…) Una de sus primeras fotos profesionales, blanco y negro, tomada después del impacto de un cohete de los jemeres rojos en Ponchentong, el mercado de Phnom Penh: un niño herido, incorporado a medias en el suelo, los ojos velados por el trauma de la explosión, observaba a su madre tendida boca arriba, en diagonal en el encuadre de la cámara,la cabeza abierta por la metralla y la sangre trazando larguísimos y complicados regueros sobre el suelo (p. 49).

*****

  (…) Faulques recordaba una de sus antiguas fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras (p. 71).

                             *****

  (…) esa imagen compuesta con horrible perfección técnica: varios volúmenes escalonados en negros y grises, las manos atadas y sucias en primerísimo plano con el matiz más claro de las palmas y las uñas, la sombra que las manos proyectaban sobre la parte inferior del rostro, la superior iluminada por el sol, negro brillante, piel sudorosa, moscas, granulado de arena clara adherida a una mejilla. Y en el centro exacto de todo, aquellos ojos desmesuradamente abiertos, asomados al espanto: dos almendras blancas con dos pupilas negrísimas clavadas en el objetivo de la cámara, en Faulques, en los miles espectadores que iban a ver aquella foto. Y detrás, al fondo, como término al recorrido de la mirada del observador, la suma de todos esos negros y grises: la sombra de la cabeza del hombre sobre la arena, donde, pese al ligero desenfoque del fondo, se adivinaba (…) la huella del arrastre de las patas y la cola de un cocodrilo (p. 115).

                                                                 *****

  Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas cristianos, arrodillados éstos a tres metros de sus víctimas, los fusiles encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros sacudiéndoles las ropas –uno encorvado sobre el vientre y dobladas las rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se desvaneciera a su espalda–, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme, esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos cubiertos por un paño negro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía del cuello, puesta sobre el pecho (…)

                                                                *****

  La del Líbano era una foto (…) serena, de líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga perfecto (…) y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los ejecutores y los drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término, dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil, extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del arma, cuyas balas destrozaban las balas del caído que alzaba manos y rodillas, vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos (…), y dos cartuchos vacíos, recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol (pp. 129-132).

  Y antes de dar por concluido este apartado me gustaría ejemplificar aquellos casos en los que se ponen en directa relación figuras del mural con determinadas imágenes fotográficas, por ser estos casos paradigmáticos de la vinculación existente entre los distintos tipos de obra visual.

  Por ejemplo, el rostro en primer plano del mural de la mujer de rasgos africanos que se nos describe como de “grandes ojos, el trazo firme de una frente y una barbilla, dedos que hacían ademán de velar aquella mirada” se asocia, dentro de la historia, con una de las fotos tomadas por el pintor de batallas y vinculada por tanto a un suceso vital del personaje. Este recorrido imagen-memoria-imagen que seguimos de la mano del narrador tiene por finalidad, como ya he explicado, hacer verosímil la figura del mural y necesarias, comprensibles, las acciones del ex-fotógrafo:

  Miró con atención aquel otro rostro, o más bien su depurada representación pictórica en la pared. Había sido portada de varias revistas después de que él lo captase, casi por azar (…), en un campo de refugiados del sur de Sudán (…).
 La muchacha era joven y translúcidamente bella a pesar de la cicatriz horizontal que marcaba su frente y los labios cuarteados (…) por la enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas de los labios, los dedos finos y huesudos de la mano junto al rostro, las líneas del mentón y la tenue insinuación de las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la esterilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo de claridad en los iris negros, su fija y desesperada resignación. Una máscara conmovedora, antiquísima, eterna, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos. La geometría del caos en el rostro sereno de una muchacha moribunda (pp. 22 y 24).

  A propósito de la descripción de una de las escenas del mural en la que un hombre, la víctima, de expresión horrorizada, que, en pijama, va a ser ejecutado al cabo de un instante, el narrador nos conduce directamente al origen fotográfico de aquella figura:

  Estaba exactamente igual que el hombre a quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y rojos (…). … Oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con semejante aspecto (p. 138).

  La escena que tiene por protagonistas a Héctor y Andrómaca tiene su origen también en uno de los sucesos dramáticos vividos por el pintor de batallas y, por supuesto, como cuenta el narrador, plasmado fotográficamente:

  Una de aquellas fotos fue portada en medio mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos, quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos (pp. 243 y 244).

b) Ékfrasis de imágenes reales.

  Siendo bastante numerosas las citas de pintores que podemos encontrar en el texto (y en menor medida también de fotógrafos y artistas experimentales), lo cierto es que las descripciones de imágenes pictóricas verídicas lo suficientemente amplias para merecer el calificativo de ékfrasis resultan más bien escasas, aunque significativas. Me referiré a dos en concreto, de importancia ética y, sobre todo, estética, dentro de la concepción visual de la novela.

  Una corresponde al cuadro Erupción del Paricutín de Gerardo Murillo (1875-1964), más conocido como el doctor Atl, que Pérez-Reverte introduce como padre estético del todopoderoso volcán que preside el fresco de la torre:

  Había conocido a Olvido Ferrara ante un volcán semejante; o para ser más riguroso, ante le volcán en el que éste se inspiraba, o lo pretendía: el cuadro de 168x168 centímetros colgado en una sala del Museo Nacional de Arte de México, (…). Erupción del Paricutín. Nunca hasta ese momento había oído hablar del doctor Atl. No sabía nada de él, ni de su obsesión por los volcanes (…). El día que descubrió al doctor Atl, Faulques ignoraba todo eso; pero se quedó muy quieto ante el cuadro, sin aliento, contemplando sobrecogido la pirámide truncada del volcán, el punteo rojizo de la lava que corría ladera abajo, la tierra devastada por reflejos de fuego y plata dándole profundidad a la escena, el extraordinario efecto de luz en los árboles desnudos, las llamaradas y el penacho de cenizas negras desplomándose a la derecha, ante la fría mirada de las estrellas en la noche clara, impávida y más allá del desastre (pp. 75 y 76).

  Otra de las descripciones de obras pictóricas reales es puesta por el autor en boca de uno de los personajes, Olvido Ferrara, resultando así una ékfrasis indirecta. El cuadro se nos describe vaga y parcialmente, pero de nuevo me interesa por su importancia estética, si atendemos a la concepción visual del texto. El autor quiere que, mentalmente, realicemos una asociación estética que vincule buena parte de la imaginaria composición del mural con una obra pictórica concreta, La batalla de San Romano, de Paolo Ucello (1397-1475), obra compuesta de tres cuadros, uno expuesto en la Galería de los Uffizi y los otros dos en la National Gallery y el Louvre, respectivamente:

  La sombra del florentino planeaba sobre todo el gran fresco circular de la torre, entre otras cosas porque la primera idea de dejar las cámaras fotográficas y pintar una batalla de batallas se le había ocurrido a Faulques ante el cuadro de los Uffizi, el día que Olvido Ferrara y él se quedaron inmóviles en la sala (…) admirando la composición extraordinaria, la perspectiva, los escorzos magníficos de aquella pintura sobre tabla, una de las tres que representaban el episodio militar ocurrido el 1 de julio de 1432 en San Romano, un valle junto al curso del Arno, entre los ejércitos de Florencia y de Siena. Fue Olvido quien llamó la atención de Faulques sobre la línea horizontal que culminaba en el caballero derribado por la lanza, y señaló las otras lanzas quebradas que, en el suelo, junto a los cuerpos de los caballos caídos, se entrecruzaban simulando una red, un pavimento pictórico en perspectiva sobre el que venía a encajar, proyectándose hacia el fondo y el horizonte arbolado, la masa de hombres acometiéndose en la escena principal (…). Parece una de tus fotos, dijo de pronto. Una tragedia resuelta con geometría casi abstracta. Fíjate en los arcos de las ballestas, Faulques. Observa el cruce de lanzas que parecen traspasar el cuadro, la chapa circular de las armaduras que descomponen los planos, los volúmenes dispuestos mediante cascos y corazas (…). En aquel momento miraba el Uccello fija (…), absorta en los hombres que mataban y morían, en el perro que, sobre el punto de fuga situado en la cabeza del caballo central, perseguía liebres a la carrera (pp. 86 y 87).

  Con el fin de completar estéticamente la descripción de la figura del niño muerto del mural, el autor introduce otra conexión entre el objeto visual imaginario y un objeto visual verídico, esta vez se trata de un

  (…) fresco recientemente descubierto en San Martín Mayor de Bolonia: La adoración del niño. En el fragmento inferior, entre una mula, un buey y varias figuras decapitadas por los estragos del tiempo, un Niño Jesús yacía con los ojos cerrados, en quietud casi cadavérica que anunciaba, para escalofrío del espectador atento, el Cristo torturado y muerto de cualquier Piedad (pp. 97 y 98).

  El fresco al que se refiere Pérez-Reverte, como él mismo explica a través del narrador, pertenece al pintor ya mencionado: Paolo Uccello. Este pintor, junto a Piero della Francesca (1416/17-1492) o el también nombrado doctor Atl, es el más estrechamente vinculado a la imagen del mural. El narrador nos informa de que el famoso tríptico de la batalla de San Romano es punta de lanza de la larga lista de influencias del fresco circular de la torre. De hecho, se describe otra de las tablas del tríptico, la que lleva por título Micheletto da Cotignola en combate y se encuentra expuesta en el Louvre:

  Allí, los estragos del tiempo habían difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original, convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre lo que a primera vista parecía un sólo caballo, el grupo estaba formado por cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si se tratara de la misma en diversas fases del movimiento. Todo ello se fundía en una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica vista fotograma a fotograma (pp. 145 y 146).

  Según nos traslada el narrador, uno de los jinetes que, montados, aguardan la ocasión de entrar en batalla, el que se encuentra adelantado al grupo, “lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas”, debe su origen y aspecto a ese caballero de la tabla de Uccello.

  Pérez-Reverte elige otro cuadro de la galería de los Uffzi de Florencia para ser descrito; descripción esta vez a tres bandas, si se me permite la expresión, llevada a cabo entre el narrador y dos personajes:

  Olvido y él, recordó, habían estado mirando desde la misma orilla un río pintado en un cuadro de los Uffizi: la Tebaida, de Gherardo Starnina, que algunos atribuían a Paolo Uccello o a la juventud de Fra Angélico. Pese a su aspecto amable y costumbrista –escenas de la vida eremita con algún toque picaresco, alegórico o fabuloso–, una observación detenida de la tabala revelaba un segundo nivel más allá de la primera apariencia, donde por debajo de la síntesis gótica asomaban extrañas líneas geométricas e inquietante contenido. Olvido y Faulques se habían quedado inmóviles ante la pintura, subyugados por las actitudes de los monjes y el resto de los personajes del cuadro, por la intensidad alegórica de las escenas dispersas. Parece uno de esos nacimientos que se hacen con figuritas por Navidad, apuntó Faulques, dispuesto a seguir adelante. Pero Olvido lo retuvo por el brazo, mientras sus ojos permanecían clavados en el cuadro. Fíjate, dijo. Hay algo oscuro que intranquiliza. Mira el asno que cruza el puente, las escenas perdidas al fondo, la mujer que parece huir furtiva a la derecha, el monje que está detrás, asomado desde una gruta sobre la peña (…).
  ¿Te has fijado en las montañas y rosa del fondo? Hacen pensar en los paisajes geometrizantes de finales del XIX, en Fiedrich, en Schiele, en Klee (pp. 169 y 170).

Función múltiple de la imagen.

  El gran fresco circular de la torre vigía en el que trabaja el protagonista de la novela es en realidad una imagen de imágenes. Ya he comentado que su descripción nos va siendo transmitida en pequeñas dosis a medida que avanzamos en la lectura, de manera que hemos de ir componiendo las diferentes escenas que integran el mural como si de un gran puzle se tratara. Solo al final del texto nos habrían de encajar todas las piezas, es decir, al menos encajar de forma verosímil, al igual que el desarrollo y el desenlace de la propia trama. Lo curioso es que las piezas de este puzzle de imágenes no poseen una sola  manera de ensamble, sino muchas, tantas como lectores pueda haber. Dependiendo de cada lector la forma, valor, posición e interpretación de las piezas serán de una manera o de otra.

  Imaginemos que el autor hubiera decidido presentar una magnífica representación en color del fresco de la torre en la primera página de la novela. Sin lugar a dudas nos habría facilitado mucho las cosas y hubiera unificado en gran medida las posibles visiones de la referida imagen (nunca del todo, pues ya se sabe que aunque se trate del mismo objeto cada uno percibirá este de acuerdo a sus circunstancias personales), pero esto a costa de una severa pérdida de riqueza significativa o referencial, toda vez que su presencia objetiva (presencia por sí misma y no a través de la palabra) habría impedido alcanzar una pluralidad de miradas (de lecturas) suficientemente favorecedora del conjunto textual. Por esta razón es finalmente la palabra la que nos conduce hasta la imagen, o imagen de imágenes, y no al contrario. Para realizar el trayecto que se nos solicita contamos con la ayuda de otras imágenes (obras pictóricas reales y fotos ficticias) que a menudo explican y sostienen la principal.

  A mi modo de ver, el mural del que estamos hablando desempeña diversas funciones. Desde el punto de vista semántico, el fresco de la torre no encarna solo la experiencia de la guerra, cumbre de la barbarie creada por el ser humano para el ser humano, sino el desesperado intento del individuo por llegar a desentrañar su sentido oculto, las profundas reglas del juego; intento que, tal y como se nos presenta el desenlace de la novela, conduce a la asimilación pero nunca al verdadero entendimiento. El personaje principal acaba comprendiendo que no cabe una compresión absoluta. Su lucidez le lleva de forma inexorable hacia el abismo porque, como digo, descubre que la búsqueda es de hecho la antesala de la propia búsqueda y que de la visión íntima del dolor jamás se vuelve. El mural, en definitiva, simboliza el peligroso viaje interior, la búsqueda suicida de las respuestas imposibles en el caos de la memoria, reflejo del caos de la existencia.

  Pero, juntamente con la simbólica, la imagen del mural cumple al menos otras dos funciones no menos importantes. En primera instancia, por ser eje vertebrador de la trama, la imagen del mural dinamiza las acciones de los personajes. No es, por tanto, un mero telón de fondo de la historia. El mural es la propia historia, porque todos los elementos que la integran remiten una y otra vez a él. En virtud de la presencia del mural puede hacerse posible y verosímil el acercamiento y conexión entre el pintor de batallas, Faulques, y el ex combatiente llamado Markovic. Hubiera sido más que improbable tal acercamiento entre ambos personajes si el autor no hubiera introducido entre los dos ese otro personaje que es el fresco de la torre. Además, en este sentido, la imagen es matriz generadora de retrocesos temporales debido a su carácter pre-textual. Quiero decir que la imagen viene a ser un puente que conexiona el presente y el pasado del pintor de batallas; que la imagen sirve de pretexto para que la voz del narrador se ocupe de llevarnos a través de la memoria del personaje y profundizar así en el moldeado de su carácter.

  Por otro lado, el mural cumple una función ilustrativa. La imagen sirve para ejemplificar aquello de lo que se habla. Porque, como ya he dicho, el autor plantea el mural como una imagen contenedora de imágenes, pero también de conceptos. De ahí que, continuamente, se vuelva a él a fin de “ilustrar”  o completar una tesis, una  circunstancia e incluso otra imagen (pictórica o fotográfica) relacionada con el presente o el pasado de los personajes.

  Al hilo de esto último, y en cuanto a las otras imágenes, reales o ficticias, pictóricas o fotográficas, que van siéndonos descritas a lo largo de la novela, hay que anotar que éstas últimas, casi exclusivamente, desempeñan la función que hemos dado en denominar ilustrativa. Estas imágenes materializan, en el plano teórico, distintas concepciones relacionadas con el arte de la imagen y, asimismo, ya en otro plano, son útiles a la hora de  resaltar figuras o escenas de la imagen central.

3.- Poética de la imagen.

  No cabe duda de que tras los coloquios artísticos de Faulques y Markovic, tras la trama, el mural, los cuadros y las fotografías, elementos todos de la novela que analizo, late un conjunto de juicios teóricos y estéticos acerca de la imagen y sus principales manifestaciones plásticas que constituye el entramado poético sobre cual el autor del texto va trenzando la historia.

  Para el autor de la novela, fotografía y pintura, manifestaciones artísticas de la imagen cuya reconocida especificidad no inhabilita en absoluto los fuertes lazos de solidaridad que han ido conexionándolas a lo largo del tiempo, comparten el mismo alto objetivo, la misma motivación: explicar la realidad, determinar las simetrías que hacen del caos una mera apariencia; pero a la vez vienen a divergir en sus planteamientos estéticos, más allá de la dictadura de la forma. Y si fotografía y pintura divergen en este punto es porque mantienen perspectivas opuestas; entendiendo perspectiva en el mismo sentido que mirada. Es decir, que para el autor al fotógrafo y al pintor les mueve el mismo proyecto, pero les enfrenta la forma de mirar. Mientras que el fotógrafo procesa su mirada de “dentro hacia fuera”, el pintor hace lo propio, pero de “fuera hacia dentro”.

  Esta cuestión es fácilmente verificable tan solo con atender al argumento general de la novela. Faulques abandona la fotografía porque a través de esta se encuentra incapaz de alcanzar la meta que se propone, y es por medio de la pintura como en segunda instancia cree poder llevar a cabo su búsqueda.
Faulques deja las cámaras cuando comprende que debe comenzar a buscar no tanto en lo que ve como en lo que recuerda que ha visto, cuando comprende que su mirada ha de proyectarse hacia sí mismo. Deja atrás ese mundo de imágenes frías y exactas de la realidad “tal cual” y regresa al otro mundo de la realidad interior, de la realidad “tal y como yo la veo”. Pese a que se nos describe el mural con ese mismo aspecto medio cubista, pues el hallazgo de líneas y perspectivas geométricas sigue siendo el propósito del pintor de batallas, el resultado final de su trabajo se caracteriza precisamente por  la trasmisión de fuertes impresiones (por ejemplo, terror, como experimenta el personaje de Carmen Elsken) y por su incumplimiento (recuérdese que deja buena parte del mural solamente bosquejado a carboncillo). Faulques acaba comprendiendo que su pintura no es ni mucho menos buena, pero desde luego sí perfecta (Pérez-Reverte, p.279). De aquí deducimos un radical cambio estético en la actitud del personaje que, ante la consciencia final de que tampoco a través de la pintura hallará las respuestas (lo que en verdad halla es la desnudez y la irreversibilidad de la culpa), al menos cae en la cuenta de que quizá la autenticidad resida, paradójicamente, en la propia imperfección, ya que tal vez todo sea imperfecto.

  Sólo el artista es veraz, recordó Faulques. Y se dijo que tal vez era cierto, que la fotografía pudo ser veraz cuando era ingenua e imperfecta, en sus comienzos, cuando la cámara únicamente podía captar objetos estáticos, y en las antiguas placas las ciudades aparecían como escenarios desiertos donde los seres humanos y los animales eran rastros fugaces, imprecisos rastros fantasmales (p. 273).

  El artista de la imagen debe ante todo contar una historia. El pintor o el fotógrafo anhelan trascender la consabida y presupuesta espacialidad de su arte para, más allá de la idea de movimiento pero partiendo de ésta, introducir la ilusión temporal en sus representaciones plásticas. En todo buen cuadro que se precie, o en toda buena foto, deben percibirse un antes y un después implícitos en el espacio, han de percibirse el último hecho transcurrido y el inmediato, incipiente, devenir.

  Este principio ético-estético, a juzgar por las referencias en el texto, parece ser más que crucial para el autor, que en definitiva estaría planteando veladamente que aquella famosa dicotomía artes espaciales- artes temporales que en su momento formulara Lessing no ha servido más que para contradecirla; pues la historia del arte demuestra que las cosas no son en absoluto tan fáciles, que la voluntad creadora de los artistas nuca ha entendido de leyes o fórmulas que la acoten. La historia del arte ha demostrado, y la creación actual demuestra, que los artistas visuales, por un lado, dan cuenta del signo temporal en sus obras, y que los artistas de la palabra, por otro, intentan reflejar con frecuencia el signo espacial en la suyas. De ahí que en los últimos años se haya preferido en muchos casos hablar de artistas en general, sin clasificaciones, o de, llegado el caso, arte intermedia (Ferrando, 2000).

  Uno de los muchos diálogos que sostienen Faulques y Markovic, a propósito de la imagen, es representativo de esto que digo:

–Su pintura está llena de adivinanzas, me parece. De enigmas.
–Todas las buenas lo están. De lo contrario sólo son brochazos sobre un lienzo o una pared.
–¿Usted cree que su pintura es buena?
–No. Es mediocre. Pero intento que se parezca a las que lo son.
(…)
–¿Me está diciendo que todos los cuadros cuentan historias? ¿Hasta los que llaman abstractos, los cuadros modernos y todos esos?
–Los que a mí me interesan sí las cuentan. Mire.
Fue hasta las pilas de libros que había en la escalera, cogió tres de ellos, los llevó hasta la mesa y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Una ilustración representaba un cuadro de Aniello Falcone, un pintor de batallas clásico del XVII: Escena de saqueo después de la batalla.
–¿Qué ve en este cuadro?
Markovic se acercó, rascándose la sien. Puso la taza de café sobre la mesa y encendió otro cigarrillo. No sé, dijo echando el humo. Ha habido un combate duro, y ahora los soldados victoriosos roban la ropa y las joyas de los muertos. El jinete de la armadura es el jefe, y parece despiadado. También parece reclamar pasa sí a la mujer a la que van a violar. En ese punto, el croata miró a Faulques. Veo una historia, dijo. Tiene usted razón.
–Mire este otro cuadro –sugirió Faulques.
–¿Cómo se llama el autor?
–Chagall. Dígame lo que ve.
–Pues veo... Eh... Un cuadro un poco abstracto, ¿no?
–No es abstracto. Hay cosas concretas, figuras humanas, objetos. Pero es igual. Siga.
–Bueno, pues es... No sé. Geométrico como su pintura de la pared, aunque usted no exagere tanto los ángulos ni descomponga la apariencia de las personas y las cosas. Un hombre, un samovar y una pareja diminuta que baila... ¿También eso cuenta una historia?
–También.
–¿Cómo se llama el cuadro?
–Lo pone debajo, en letra pequeña: El soldado bebedor. Ese soldado es ruso. Viene de la guerra, o va camino de ella, y está tan borracho que ya no distingue el vodka del té. La gorra se le vuela de la cabeza, sorprendido al ver bailar sobre la mesa a una campesina a la que conoce. Y ella baila, quizá, con el mismo hombre que pintó el cuadro.
(…)
–Una historia extraña, de cualquier modo.
–Cada cual la cuenta a su manera (pp. 211 y 212).

  Queda claro entonces que para el protagonista de la novela (me atrevo a suponer que también para el autor), según se deduce de este y otros diálogos, sería conveniente que las artes de la imagen dieran cuenta de una historia, con pasado, presente y futuro, es decir, con absoluta dimensión temporal, en sus representaciones espaciales. Y si el tiempo es, fundamentalmente, cambio, se deduce que estéticamente ha de partirse del principio de movimiento físico para después introducir la sensación de movimiento ya no físico sino eidético, para lo cual sería preciso actuar convenientemente sobre el campo semántico (lo que Markovic llama “adivinanzas”).

  La pintura y la fotografía manejan un lenguaje plástico basado en lo que ya Longino denominaba signos naturales; sin embargo, para representar la idea temporal en toda su dimensión han de valerse de dispositivos no solo plásticos, sino también semánticos, instrumentos que encontramos categorizados en origen en la disciplinas de la Retórica y la Poética, a su vez basadas en los otros tipos de signos, los artificiales.

  Al igual que ocurrió con el debate entre artes espaciales y artes temporales, la dicotomía signo natural-signo artificial también se ha demostrado inoperante y desfasada, típica de un sistema occidental donde la palabra, elemento arbitrario, ha carecido durante años de valor estético por sí misma, muy al contrario de lo que ocurre en otros sistemas (piénsese en la cultura china, donde la letra, la palabra escrita, posee un claro sentido visual, estético). Desde las vanguardias (teniendo en cuenta los antecedentes, nunca despreciables) la palabra, el signo artificial, ha venido tomando valores nuevos, valores del signo natural, llegando a representar más que lingüísticamente, visualmente, mientras que este último se ha nutrido por su parte de la apariencia y la finalidad que han correspondido tradicionalmente al signo artificial, buscando con ello una ética más arbitraria y, al mismo tiempo, una estética más connotativa, sugeridora, metafórica. Se podría así, como en su día anunciara el profesor García Berrio, realizar una poética del arte visual, aplicando para tal fin los dispositivos que nos brindan la Lingüística, la Semiología, la Pragmática o la Retórica en el análisis de las imágenes plásticas.

  Pero acudamos de nuevo a la novela. Hay desperdigadas a lo largo el texto, desde el punto de vista teórico, interesantes reflexiones acerca del arte de la imagen que el narrador extrae del pensamiento del protagonista en unos casos o que, en otros, son directamente pronunciadas por este último a través de sus diálogos, y que desearía señalar:

  Hoy, todas las fotos donde aparecen personas mienten o son sospechosas, tanto si llevan texto como si no lo llevan (…) Qué lejos estamos, date cuenta, de aquellos antiguos retratos pintados, cuando el rostro humano tenía alrededor un silencio que reposaba la vista y despertaba la conciencia (p. 19).

  El narrador nos conduce hasta la memoria de Faulques, quien con frecuencia rescata frases, comentarios de la lúcida Olvido, compañera de batallas de Faulques, muerta tras pisar una mina en una carretera cualquiera de la antigua Yugoslavia. Olvido, se nos cuenta, prefería tomar fotos solo de objetos, nunca de personas, y siempre en blanco y negro. Este fragmento que hemos seleccionado resume una poética determinada, una posición nada confiada con respecto de la imagen fotográfica convencional que el autor adscribe a un personaje concreto. Esta poética entra de lleno en el problema de la autenticidad. La imagen actual, se deduce de esas palabras, tiende a crear espacios y figuras que por exceso de asepsia en la perspectiva y en la interpretación, se convierten en planos virtuales. La palabra asociada a la imagen (por ejemplo, los títulos) en estos casos no haría más que acentuar el efecto de falsedad, de ausencia de implicación emocional. La palabra estaría lejos de actuar como una especie de resorte sugeridor de sentidos:

  La fotografía como arte es un terreno peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser (p. 179).

  El personaje de Faulques encarna el tipo de actitud plástica que Olvido rechazaba. Recordemos cuál es su poética:

  Él no pretendía justificar el carácter predatorio de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban las guerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Sólo quería comprender el código del trazado, la clave del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables (p. 21).

  Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre (p. 178).

  El siguiente fragmento abunda en esta idea:

  Aquello era precisamente lo opuesto al arte, pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con la ética que otros fotógrafos usaban –o decían usar– como filtro de sus objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el arte se convertía –y tal vez las palabras adecuadas eran “de nuevo”– en una fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la vida (p. 37).

  La pretenciosa poética de Faulques, motivada por la culpa, cae irremediablemente en la paradoja. Un arte de la imagen (como cualquier otra manifestación artística) que proclamara por supremo objetivo el hallazgo de  los “enigmas combinatorios” no pretendería otra cosa que explicar las claves de la existencia, la propia vida. Asimismo, un arte que proclamara su decidido y total alejamiento de cualesquiera criterios éticos y estéticos posibles no haría otra cosa que posicionarse, de hecho, ética y estéticamente.

  Faulques fracasa, tanto usando la cámara como los pinceles, en su intento de regresar a un arte de la imagen entendido al modo clásico, como tecné o ars, más como conjunto de teoremas que como canalizador de pasiones. El intento de aplicar la misma poética en la construcción de la imagen pictórica que en la imagen fotográfica será un completo desastre, pues, como ya apunté, de un arte de la imagen a otro cambia radicalmente la dirección de procesado de la mirada.

  Por otro lado, la poética de la imagen de Faulques es clara con respecto de las limitaciones de la fotografía y del objetivo de representar el continuo temporal, ambición antigua de la pintura:

  Si, como sostenían los teóricos del arte, la fotografía le recordaba a la pintura lo que ésta ya nunca debía hacer, Faulques tenía la certeza de que su trabajo en la torre le recordaba a la fotografía lo que ésta era capaz de sugerir, pero no de lograr: la vasta visión circular, continua, del caótico ajedrez, regla implacable que gobernaba el azar perverso (…) del mundo y de la vida (p. 47).

  El personaje de Olvido expresa varias veces las limitaciones de la imagen fotográfica:

  El problema es que Paolo Uccello tenía pinceles y perspectiva, y tú sólo tienes una cámara. Eso impone límites, claro. De tanto abusar de ella, de tanto manipularla, hace tiempo que una imagen dejó de valer más de mil palabras. Pero no es culpa tuya. No es tu manera de ver lo que se ha devaluado, sino la herramienta que usas. Demasiadas fotos, ¿no crees? El mundo está saturado de malditas fotos (p. 87).

  En boca de Markovic suena de otra manera pero viene a ser el mismo criterio:

  Confirma (se refiere a la pintura) lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una... En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?... Un teorema.
(…)
  Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta (p. 144).

  Y el propio Faulques intuye que su poética es difícilmente viable:

–Humanitario no es algo que yo diría de sus fotos.
–Es que la palabra humanitario estropea al fotógrafo. Lo vuelve consciente de sí mismo, y éste deja de ver el mundo exterior a través del objetivo. Termina fotografiándose él.
–Pero usted no se retiró por eso...
–En cierto modo, sí. Yo también me fotografiaba a mí mismo, al final (p. 154).

  La poética de Faulques se encuentra muy alejada de cualquier planteamiento romántico de la pintura; persigue, fundamentalmente, plasmar la realidad tal y como él la ve, sin interpretaciones:

  Un cuadro como aquél, no podía pintarse con sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego verse despojado de ellos. O liberado (p. 157).

  Se trata de una óptica fría, de una “mirada despojada”; una mirada, en definitiva, que intenta alejarse de emociones que puedan apartarla de una plasmación auténtica de la realidad. Ahora solo cabría preguntarse, como sin duda se habrá interrogado el autor, acerca de la posibilidad de llevar con pulcritud artística dicha poética a la praxis. La actitud final de Faulques hacia su obra me parece más fruto del hallazgo en ella de una paradoja o de una ironía (por no decir de un fracaso anunciado) que de un verdadero éxito. 



Bibliografía:

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GARCÍA BERRIO, A. y HERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, T. (1988), Ut poesis pictura. Poética del arte visual, Madrid, Tecnos.
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