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domingo, 1 de noviembre de 2015

SOBRE LA IDEOLOGÍA


La ideología es un lenguaje dentro del lenguaje. Es un entramado de ideas, conceptos y técnicas urdido a través de un tipo de lenguaje. Pero en el lenguaje, además, cada palabra es como un pequeño caballo de Troya, portador de mayor o menor contenido ideológico.
Desde que el individuo nace comienza a ser ideologizado. No se me interprete mal. La ideología es un instrumento de interacción social. De cómo se entienda y de cómo se llegue a utilizar, dependerá para el individuo que la ideología sea buena o mala para él y para el resto de individuos de su grupo o incluso de una sociedad entera (pensemos en la ideología nazi, sin ir más lejos).

Desde un punto de vista crítico se puede afirmar que un individuo poco o nada consciente de su carga ideológica no es por ello menos ideológico; o en otras palabras: el hecho de que no seamos conscientes de nuestro contenido ideológico no nos hace menos responsables de lo que nuestras palabras esconden. El lenguaje nunca es inocente, aunque los individuos sí lo sean. Esto sucede porque, paradójicamente, el mayor instrumento de individuación y personalización (que son procesos distintos) es el mecanismo social por excelencia, el lenguaje. Nos construimos como individuos y como personalidad gracias a él, que es la suma entera de una sociedad, de un tiempo, y de todas las generaciones anteriores (y la suma de sus individuos) que le dieron forma, hasta llegar a la forma en que el lenguaje me llega a mí en el momento de nacer.

La ideologización del individuo arranca con el proceso de adquisición del lenguaje. Más tarde el individuo quizá llegue a reconocer este contenido ideológico adquirido inconscientemente y pueda así traerlo a la consciencia, para aceptarlo o rechazarlo. Ello puede formar parte de un proceso de des-alienación, en algunos casos. No obstante el reconocimiento ideológico, llamémoslo así, no ha de identificarse con la simple toma de conciencia prototípicamente marxiana, sino que va mucho más lejos. Se trata de un desvelamiento del propio lenguaje. Un desvelamiento que puede desembocar en una desconfianza hacia el propio lenguaje y finalmente hacia el propio sí mismo (credos, convencimientos y deseos profundos), aceptando la fragilidad de ambas representaciones. Richard Rorty conceptualizó esta deriva en la figura del ironista, emblema silencioso de la última modernidad.

La ideología proporciona al individuo un modelo explicativo del mundo, unas pautas, digamos, una serie de técnicas, normalmente esquemáticas y poco profundas, con las que interpretar su vida y su entorno, su tiempo, e incluso el pasado y el futuro. La ideología es una herramienta básica en el acto de situarse en y para la realidad, pero vale más bien poco a la hora de valorarse a uno mismo. No se trata, una vez más, de insinuar con ello el lado negativo de lo ideológico, sino de advertir que tal herramienta puede usarse inconvenientemente. La ideología, pues, está muy ligada a la contingencia. Luego, la ideología sirve al individuo para sentirse partícipe de un proyecto o de un grupo social. Mediante ella el individuo se relaciona con unos códigos compartidos. Cuando un individuo expresa su opinión desde los parámetros de una ideología, sea consciente o no de ello, habla en nombre de un sector social determinado.

Por otra parte, aunque cualquier ideología se desarrolla en último término colectivamente y con miras a la satisfacción de unos objetivos específicos (fruto de operaciones intelectivas que se comparten), lo más frecuente es que los individuos asuman contenidos ideológicos de manera automática. Aquí el lenguaje se encarga de todo. Como decimos, las palabras nunca son inocentes. Durante el aprendizaje lingüístico, por ejemplo, el niño no solo adquiere los rudimentos básicos para comunicarse, sino que también asume el contenido ideológico que las palabras connotan y que el propio individuo, con el tiempo, puede llegar a identificar. Imaginemos a un niño de unos diez años, nacido en un barrio de clase media-alta de una gran urbe del mundo occidental, de padres profesionales, notario y cirujana, pongamos por caso. Si pusiéramos a prueba a este hipotético niño mediante un cuestionario sencillo (y sin él conocer nuestro propósito, por supuesto) descubriríamos seguramente que el léxico, la sintaxis, las ideas que se forja, están condicionadas por ideologías históricamente inscritas en la clase y la orientación profesional de sus padres, algo de lo que el niño no sería en absoluto consciente y, sin embargo, nosotros estaríamos en disposición de rastrear en su discurso. Ello nos hace pensar que el lenguaje permite encuadrar al individuo desde el comienzo de su vida en un grupo o grupos ideológicos. Por eso la ideología es más un elemento de socialización que de diferenciación (entendiendo esta diferenciación como agarre semiótico de la diferencia). Para descifrarse y aislarse el individuo debe acometer y culminar una labor de desvelamiento de las distintas facetas ideológicas que ha podido ir adquiriendo a lo largo de su vida, y de las cuales puede no ser del todo consciente. Conviene aquí repensarse y despojarse de esta segunda piel que es la ideología. Ahora bien, cuando una determinada ideología se ha asumido conscientemente, por convicción o interés práctico, puede no ser útil ni necesario desprenderse de ella. De la misma manera, el desvelar nuestro contenido ideológico inconsciente no tiene por qué significar, en última instancia, desprenderse de él. Un individuo puede llegar a estar conformado hasta lo más íntimo por sucesivas “pieles” ideológicas, hasta el punto de poner en peligro su propia individualidad. Lo ideal es que las ideologías sean usadas no como pieles, sino como camisetas, porque ello permitiría mantener cierta distancia y cambiarlas o modificarlas según nuestras necesidades.

Pero, como se sabe, hay casos en que el contenido ideológico permea al sujeto hasta su esfera más íntima, su yo no social, condicionando incluso la manera en que el individuo se relaciona consigo mismo. Reparemos, por ejemplo, en los fanatismos políticos o religiosos.

Ciertamente, siempre habrá contenido ideológico que se nos hurte al desvelamiento, formando parte indeleble del reverso del lenguaje que asumimos como propio.


lunes, 11 de agosto de 2014

SOBRE LA MELANCOLÍA


Edvard Munch, Melancolía, 1894-1896
Ya sea considerada como una enfermedad, un estado emocional de cierta duración, espiritual o concreto de percepción, o como un carácter que dispone y condiciona el ser irremediablemente ante la vida, la melancolía ha sido y es estudiada por la medicina, la filosofía y las artes, evidenciándola como una realidad a la que son proclives ciertos seres humanos, ya sean sanos o enfermos, desgraciados o elegidos. Hay, no cabe duda, un “vínculo circular entre conciencia melancólica y genio creador” que se ha mostrado, al menos en lo intelectual, a todas luces imperecedero, y que “constituye una de las tradiciones más densas de nuestra cultura occidental” (Bolaños, 1996, p. 19). Este vínculo me ha interesado desde siempre, porque la literatura (y el arte en general) es un campo históricamente abonado de espíritus melancólicos, pensemos en Leopardi, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Juan Ramón Jiménez, por ejemplo.

Galeno definía la melancolía, allá por el siglo II, de esta forma: “Ensoñación sin fiebre, acompañada de miedo y de tristeza” (Jackson, 1986, pp. 48-50). Este mal (o virtud, según se mire), que Kierkegaard llamó “incurable y constitucional”, es definido por la Psiquiatría actual como una “manía caracterizada por la tristeza”, y Freud habló de ella en relación con el duelo en el texto de 1917, La aflicción y la melancolía, en estos términos:

La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones de que el paciente se hace objeto a sí mismo y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo (Freud, 1948, p. 1088).

A lo largo del tiempo, desde el clasicismo hasta la última metafísica, se ha conceptuado la melancolía a través de una larga cadena de manifestaciones, tanto sintomatológicas como espirituales, a saber:

Preocupación por el cuerpo, tristeza y temor sin causa, epilepsia, obsesión por la muerte, afanes de grandeza, pérdida de la razón, spleen, hipocondría y gusto por las farmacias, superioridad espiritual, misantropismo, hiperestesia, taedium vitae, ideas fijas, carácter extravagante, narcisismo, tendencia al suicidio... (Bolaños, 1996, p. 19).

Robert Burton, en su magna Anatomía de la melancolía, señala las distintas especies del “mal sagrado”. Entre otras, nos habla de las melancolías religiosa y amorosa, como de sus posibles causas: desde Dios, la soledad, la ociosidad, el exceso de imaginación o el aprendizaje y el estudio en exceso, hasta la lejanía del ser amado y la muerte o la pérdida de seres queridos (Burton, 2006, p. 72 y ss.).

Por su parte, Aristóteles nos dice, en el famoso "Problema XXX" de sus Problemata (tomaré al sabio estagirita por su verdadero autor pese a las dudas que se plantean al respecto), que todos los seres humanos sufren en ciertas ocasiones de athymías, esto es, que todos alguna vez se sienten más o menos afligidos, “pues en la mezcla de cada cual se halla un poco del poder de la bilis negra” (Aristóteles, 2007, p. 95); pero acto seguido nos aclara que si bien la aflicción puede ser tenida como bastante democrática, hay individuos “a quienes les afecta en lo profundo” (ibíd., p. 95), pues poseen un evidente exceso de bilis negra, y, en consecuencia, decimos que tienen carácter o temperamento melancólico. Si la mezcla de la bilis negra, explica Aristóteles, reside en la persona de manera muy concentrada, entonces ésta será extremadamente melancólica; pero si “la concentración se halla un poco atenuada”, es decir, en equilibrio relativamente estable, la melancolía que genere puede hacer del individuo alguien excepcional (ibíd., p. 97). Así, Aristóteles relaciona, por primera vez en la historia del pensamiento, genio y melancolía, relación que, salvando las distancias, en el plano intelectual e incluso en el médico, con olvidos (ahí está la Edad Media) y recuperaciones (pensemos en Marsilio Ficino, en el Renacimiento), ha llegado hasta nuestros días. Existiría una melancolía genial, según él, y, digamos, otra que sólo debe ser tomada por un tipo de enfermedad. Advierte que con no poca frecuencia, “a nada que se descuiden”, la melancolía genial deriva en el tipo enfermedad, precisando que, sin embargo, el recorrido inverso es completamente imposible (ibíd., p. 97). Recordemos, no obstante, que Platón, contemporáneo joven de Hipócrates, ya había hablado de una “manía divina” y de una “manía patológica”, diferenciando dos tipos de locura, y que Aristóteles, posiblemente, lo que logró fue integrar esta locura divina platónica dentro de las teorías médicas sobre la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991, p. 8). Hipócrates, en su De la naturaleza del hombre, fue el médico que en la última parte del siglo V a.C. construyó una teoría a partir de la unión de los cuatro humores (sangre, bilis amarilla, flema y bilis negra), que fue, durante aproximadamente dos mil años, el único esquema explicativo para el estudio de las enfermedades, la melancolía entre ellas (Jackson, 1989, pp. 18-19). El exceso en el organismo de bilis negra, humor de naturaleza viscosa asociada a las cualidades de frialdad y sequedad, fue durante muchos siglos reconocido, por tanto, como factor causal del mal melancólico, siendo sus principales síntomas el miedo y la tristeza, hasta que, de forma pionera, el médico Thomas Willis (1621-1675) se separa de la tradición, discrepa de la teoría humoral y con ella de la existencia de aquella vieja bilis negra, procurando dar explicación al hecho melancólico a través de otros caminos, como efectivamente iba a hacerse en el futuro (ibíd., p. 107). Con el nacimiento en el siglo XIX de la Psiquiatría moderna el término melancolía, en el ámbito médico, provoca grandes recelos a causa de sus reminiscencias “humorales”, y comienza a ser sustituido por el de depresión, que ya en el siglo XVIII fue usado en algunos escritos médicos y no médicos. Será en el siglo XX cuando dicho proceso de sustitución se complete quedando el término melancolía restringido al plano intelectual, filosófico, literario, religioso, etc, si bien resurge de nuevo, más o menos recientemente, en la Neuropsiquiatría, para denominar un subtipo de episodio depresivo importante (ibíd., 17-18).

BIBLIOGRAFÍA

ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía, Barcelona, Acantilado, 2007.

BOLAÑOS, María, Pasajes de la melancolía. Arte y bilis negra a comienzos del siglo XX, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996.

BURTON, Robert, Anatomía de la melancolía, Madrid, Alianza, 2006.

FREUD, Sigmund, Obras completas, vol. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, pp. 1087-1095.

JACKSON, Stanley W., Historia de la melancolía y la depresión, Madrid, Turner, 1986.

KLIBANSKY, Raymond, PANOFSKY, Erwin y SAXL, Fritz, Saturno y la melancolía: estudios de historia de la filosofía, de la naturaleza, la religión y el arte, Madrid, Alianza, 1991.