viernes, 23 de enero de 2015

SUBLIME DEGRADACIÓN HUMANA

Hubert Selby Jr. (1928-2004), el delicado demonio neoyorquino (eternos ojos afilados de azul, cacatúa en el hombro derecho), es una portentosa apisonadora estilística, un alud de puro dominio verbal. A su prosa, intensa, vigorosa y primitivamente rítmica (se me ocurre fruto de un cruce entre Henry Miller y Blaise Cendrars), hay que añadirle su mayor logro: un grado de profundidad psicológica pocas veces alcanzado desde Dostoyevski. Su novela The Room (1972), traducida recientemente al español por Daniel Ortiz Peñate para Ediciones Escalera (2010), es el texto más brillante en este sentido. Aunque carece de la maravillosa polifonía que encontramos en otras de sus narraciones, como en Last Exit to Brooklyn (1964) o en Requiem for a Dream (1978), el substrato semántico, el motivo latente principal, viene a ser el mismo: la denuncia del sueño americano como un falso mito y una trampa social, económica, cultural y familarmente preparada para deshumanizar al más pintado; un espejismo o simulacro econoerótico capaz no sólo de alienar al individuo, sino de degradarlo moral y físicamente, en esa estéril búsqueda de un imposible que lo descentra de su eje identitario y le hace perder la soberanía de sí. Con éxito o sin él, aparentemente adaptado o no, el sistema se apodera de la autonomía del hombre, simple mercancía en perpetuo intercambio, cuyo verdadero precio solamente es revelado tras su destrucción. Si The Room es la cara, The Demon (1976) es la cruz. Ambas son novelas acuñadas en los dos lados de la misma moneda. Ambas son himnos a la degradación humana. Una, de la que voy a hablar hoy aquí, da el protagonismo a un vulgar delincuente, encarcelado y a la espera de un jucio por un crimen que asegura no haber cometido; otra, en cambio, escoge la perspectiva de un joven de clase media-alta, brillante y encantador, nacido para el triunfo, que, sin embargo, no encuentra mejor destino. La obsesión, la locura, la pulsión de muerte, la pulsión sexual, son las mimbres psiquicas con las que Selby construye distintas tramas con un mismo fondo. El ritmo, embriagador, hipnótico, con ecos de su admirado Céline, arrastra al lector, lo quiera o no, hasta ese fondo, tras hacerle descender a través del denso caos mental de cualquiera de los dos personajes. Pero he dicho que voy a hablar de la desasosegante The Room. Me pongo a ello.

Conviene advertir, para empezar, que el depliegue rítmico y lingüístico llevado a cabo por Selby (lo más palpable, sin duda, que hallará el lector en esta novela), no hace sino redirigir la mirada hacia el subtexto. Este es un artefacto crítico (ojo, manéjese con cuidado). El lenguaje nunca es inocente, aunque quien lo emplee pueda efectivamente serlo (pero ese es otro tema). El lenguaje de Selby se antoja altamente corrosivo: el resultado de aplicarle un par de vueltas a los tornillos de Céline y Charles Bukowski. La materia, por sí misma, por cómo se usa, es el primer elemento de crítica. Veámoslo. Brutal y escatológico, el discurso antisocial del protagonista es el propio de un outsider forzoso:

Siempre hay alguien dispuesto a molestarte, a no dejarte en paz. Da igual lo simples que puedan ser las cosas, que siempre vendrá un hijo de puta a complicarte, a joderte la vida. Dios, cómo apesta este puto mundo, infestado de cretinos, de auténticos mierdas, con un sólo propósito: putearte. Vas a comprarte unos zapatos y le dices al dependiente cuáles quireres y tu talla, y enseguida vuelve para clazarte un número menos que te aprieta, y por más que insistes, él sigue tratando de convencerte de lo bien que te quedan y que luego ceden porque es piel de la buena, que te los lleves puestos y para cuando llegas a casa tienes ya una ampolla en el talón que no te deja vivir, y lo único de lo que tienes ganas es de volver a la tienda a meterle los zapatos por el culo al tío que te los ha endilgado (p. 227).  
Se trata de arremeter contra la arraigada hipocresía del modelo de vida americano (lo han hecho después, de muy distinto modo, los celebérrimos David Foster Wallace y Jonathan Franzen, por ejemplo), por medio de un lenguaje que, primero, recoja los usos más antagónicos y antimodélicos, la jerga vulgar, marginal y callejera de un submundo social ajeno a la frívola placidez indiferente de la hiperdemocrática clase media, y, segundo, que represente con absoluta minuciosidad una sucesión de escenas y ambientes donde la violencia, la deshumanización y lo aberrante alcancen un nivel tan real como insólito. El estilo de Selby va mucho más allá de la provocación; es una necesidad, una disposición de la sangre: la única manera de poner de manifiesto la capacidad del hombre para sufrir y hacer sufrir. Para dañar gratuitamente. Ejemplo de esto que digo es la hiperrealista violación que, con la acerada precisión de un frío escalpelo, nos es relatada en cierto pasaje de la novela. El lector asiste entonces a una autopsia de la agonía y la maldad, perfecta en su necesaria nitidez y, por ello, dolorosamente perdurable. No creo haber leído antes nada parecido. Fue valiente Selby. Lo fue muchas veces. Había que resquebrajar el puritanismo de la middle class, aunque ello supusiera la inmediata condena del sistema literario imperante (y así sucedió, pero esa es otra historia).

Hay también en The Room, no cabe ignorarlo, innegables reminiscencias kafkianas (El proceso). El protagonista, como el señor Josef K., se ve víctima de un engranaje implacable que lo tortura hasta el agarrotamiento. Mientras conserva intactas la ira, la rabia y la sed de venganza logra mantenerse mentalmente vivo, en pie de guerra. Pero, cuando hacia la parte final del relato adquiere fatal conciencia de su verdadera situación comienza a desesperar, cayendo de inmediato en un pesimismo sin salida:

Habría que concluir la batalla sin oponente, sin huesos que romper, sin carne que morder, sin entrañas que reventar y esparcir. Sin victoria, sólo sumisión (p. 233).
Es sintomático que el personaje experimente entonces un abandono no solo psíquico, sino también físico, corporal, no pudiendo apenas incorporarse de la cama, ni tan siquiera moverse. Los vómitos que entonces le sobrevendrán son un símbolo de una muerte lenta pero imparable que avanza por dentro, descomponiéndolo todo, susituyendo cada órgano por un vacío sin nombre. El individuo entiende que no hay escapatoria ante la terrible maquinaria del poder, que ésta acabará por destrozarlo. Asume su insignificancia. Una vez que la ira desaparece, la acedia toma el mando. Nada queda ya, salvo la resignación. Una resignación consciente, pues se hace cargo de su estado (se arrepiente, incluso) y denuncia lo que para él es una muestra de la falta de escrúpulos del aparato del sistema, ante el que se siente indefenso. La lucidez es, así, más terrible que la locura.

En resumen, es esta una novela sobre el desarraigo, la inadaptación, la soledad, la desesperanza, el odio, la violencia, la rebeldía y el arrepentimiento, donde el flujo libre de la conciencia, los recuerdos y las ensoñaciones (sin delirio) del protagonista, su lucha y su derrota, nos hacen reflexionar acerca de nuestras sociedades del simulacro posmoderno. Obviamente, el contenido simbólico espacio-temporal, centrado en el habitáculo (pegado al personaje como una segunda piel), daría para unas cuantas líneas más. Baste decir aquí que este contenido explica la ausencia de acción al uso en la novela de Selby.

Un último apunte. Para aquel que quiera leer algo semejante, en ritmo y en intención, entre nuestras letras hispánicas, recomiendo El índice de Dios (Madrid, Espasa Calpe, 1993), del narrador y poeta de origen inglés (residente en España, con alguna ausencia, desde los cuatro años), Roger Wolfe. Tengo entendido que la editorial Zut acaba de reeditar, con el título de El sur es un sitio grande, esta semiolvidada novela, que bien merecería próximo comentario.                   
        

lunes, 22 de diciembre de 2014

FELIPE BOSO: CUANDO EL POEMA SE MIRA

Formalmente, casi todos los poemas se parecen. Son visualmente muy reconocibles. Para el lego en materia lírica un poema no es sino un conjunto de líneas partidas dispuesto en el centro de la página. Sin embargo, dale a cualquiera un parte médico que cumpla estas condiciones y pensará, antes de leerlo, que es un poema. Ello sucede porque el objeto se impone siempre de primeras sobre el discurso verbal. Lo primero que nos llega a los ojos es el artefacto.

Se acepta generalmente que el poema es una combinación de palabra, ritmo y  pensamiento. De estar con Jakobson, diríamos que el principio lírico básico es la recurrencia, es decir, aquella manifestación empírica del hecho poético basada en la regla por la cual lo ya emitido vuelve a aparecer en la secuencia; o lo que es lo mismo: la poesía se fundamenta en el retorno de lo esperado, ya sea en el nivel fono-fonológico, en el morfosintáctico o en el semántico. Frente a la progresividad de lo narrativo, la lírica explora las posibilidades de la circularidad, la recreación, el paralelismo. Por eso hay ritmos acústicos y ritmos de ideas, o de pensamiento, como decía Amado Alonso.

Dicho esto, la tradición, la norma, están para romperlas. Todo creador debe aspirar a proponer no sólo nuevos discursos sino también nuevos códigos, nuevas rutas que abran vías de exploración del vasto universo artístico. Esta aspiración es lo que conocemos con el nombre de "vanguardia". Aunque a la postre se regrese a los modos canónicos, las prácticas vanguardistas son vitales como ejemplo de rebeldía y como paradigma de la ultrarrepresentación: el más allá de los lenguajes artísticos establecidos. Por eso hoy quiero hablar aquí de Felipe Boso, prestidigitador del signo concreto, poeta visual.

Felipe Boso (seudónimo de Felipe Fernández Alonso) nace en Villarramiel de Campos (Palencia) un 1 de junio de 1924. A la edad de nueve años se traslada junto con su familia a Santander, ciudad en la que su padre monta una fábrica de curtidos. Luego, de Santander pasará a la villa salmantina de Peñaranda de Bracamonte, donde estudiará parte del bachillerato (otra parte lo hará en Valladolid). En la Universidad de Santiago de Compostela obtiene su licenciatura en Historia, pero sus deseos formativos lo llevan más tarde a realizar estudios de Derecho en Salamanca y Filosofía en Madrid. Marchará después a Alemania, con el objetivo de llevar a cabo estudios de geografía, etnología y geología en el Instituto de Geografía de la ciudad de Bonn. Su importante labor como traductor y su vocación poética le llevan años más tarde a abandonar su tesis doctoral. Felipe Boso fallece en Meckenheim, cerca de Bonn, el 4 de febrero de 1983.

Como dejó escrito Fernando Millán en la introducción a Los poemas concretos de Boso (Valladolid , La Fábrica. Arte Contemporáneo, 1994), el poeta palentino trató de buscar una solución a la problemática fondo-forma mediante la formalización del fondo, porque: "en el fondo sólo hay forma". En efecto, en Boso el discurso es el lenguaje como materia. Aunque el poeta no abandonará nunca por completo el verso más o menos discursivo-comunicativo, su labor experimental en el terreno ya no sólo liríco sino también plástico irá con el tiempo esencializándose, desde el letrismo inicial al minimalismo semántico y material de trabajos como La palabra islas o la serie "Parafrase", hasta la búsqueda de la espiritualidad en la belleza sensual y elegante de la caligrafía zen de su última época. Algunos trabajos de su primer ciclo artístico, visual y discursivo, son: T de trama, Los poemas concretos, Libro casi blanco de Robinson, La palabra tierra o La máquina de escribir.

Precisamente, junto a mí, tengo un ejemplar de Los poemas concretos, de reciente adquisición. Es uno de los libros que Boso dejó listos para editar. Fue compuesto entre 1966 y 1978, de ahí que sea tan voluminoso. Está dividido en tres grandes partes: Libro azul, Libro rojo y Libro cárdeno. Se trata de una propuesta lírico-plástica de enorme originalidad. Es fundamentalmente un trabajo de poesía visual, lo que convierte estas páginas, por sí mismas, en un objeto artístico. No obstante, lo discursivo está presente, aunque en muy menor medida. Las series "Four Long Poems" y "Avales y salvedades" integran una buena muestra de textos vanguardistas. Algunos de ellos poseen una lógica discursiva que les hace destacar en medio de un conjunto que busca romper con los cauces semánticos tradicionales. La sorpresa en la combinación de las secuencias verbales y rítmicas, las repeticiones, el absurdo, la palabra por la palabra y el humor de estos poemas más o menos discursivos de Boso deben mucho a movimientos vanguardistas como el dadaísmo, el futurismo o el postismo.

Pero, en mi opinión, lo verdaderamente sustancial de Los poemas concretos de Boso, desde el punto de vista artístico, lo encontramos en la parte visual. Aquí el poema no se lee, se mira. Porque el significado está en la materia misma, en el juego que trata de liberar al signo de su viejo rol comunicativo, de su apego convencional, para hacerlo poéticamente consciente de sí mismo, recurrentemente autónomo en sus posibilidades plásticas. El poema se mira y también se toca. Porque la mano acude a la página en busca de respuestas, como rastreando la orientación de unos pasos aparentemente caprichosos. Sólo así el lector descubre el propósito de Boso: desautomatizar las unidades más básicas del lenguaje, poniendo su materialidad en relación armónica con el mundo, revelando la espacialidad mundana de sus formas.

Ya hemos advertido que la verdadera vanguardia nace de la rebeldía. Pues bien, la rebedía que subyace en el Boso experimental tiene un sentido crítico-social en ocasiones muy marcado. Boso canaliza el sentimiento de rechazo por lo establecido, por las injusticias políticas del momento (véanse los poemas "Saña" o "Victory", por ejemplo, el primero contra la dictadura de Franco, el segundo contra la guerra de Vietnam), a través del rechazo del lenguaje no consciente que sustenta lo establecido. La deconstrucción de la realidad comienza así por los elementos primordiales de los que está hecha. La experimentación y el juego discursivo-material son en Boso instrumentos que, conjuntamente con el sarcasmo o la ironía, ayudan a combatir los viejos paradigmas desde su raíz. La formalización del fondo de la que hablábamos antes no impide la crítica contestataria, sino que la potencia. Ello demuestra que la poesía no discursiva es capaz de llevar a cabo desvelamientos ideológicos y compromisos colectivos con igual o mayor eficacia que la poesía figurativa. La forma es el significado, o lo que es lo mismo: el uso de la forma es el nuevo signo, que a su vez apunta hacia una parcela de la realidad que se rechaza. El juego de Felipe Boso, pues, no tuvo nada de inocente.   

"Poema II"
"Gestación de la A"


"Mi perra vida"


 * Los cinco poemas aquí reproducidos se han tomado del libro de Felipe Boso Los poemas concretos, Valladolid, La Fábrica. Arte Contemporáneo, 1994).      
      

jueves, 14 de agosto de 2014

HO XUAN HUONG: "¡QUÉ DESTINO DE PERRA!"

Alrededor de sesenta poemas dejó una de las voces líricas más carismáticas de la literatura vietnamita, Ho Xuan Huong (1772-1822); sesenta poemas que están entre lo mejor que en lengua nôm se ha escrito nunca. Nacida al final de la dinastía Lê, los hechos de su vida nos son en su mayor parte desconocidos, pero se sabe que vino al mundo cerca de Hanoi y que contrajo matrimonio en dos ocasiones, siempre como esposa de segundo rango.

Rebelde, heterodoxa, contestataria, Ho Xuan Huong no dudó en lanzarse contra el rígido sistema confuciano y los prejuicios sociales, convirtiéndose en referente de la mujer no resignada, es decir, aquella que no reconocía la superioridad del hombre, llegando a defender, incluso, la figura de la madre soltera. La experiencia en el concubinato tuvo mucho que ver en la forja de su actitud beligerante y su mentalidad independiente. Valiéndose de la sátira, la ambigüedad y la ironía, Ho Xuan Huong ridiculiza el establishment masculino: el tráfico de influencias, el caciquismo, la corrupción de los altos mandatarios o la ignorancia de letrados y bonzos. Sus poemas son como abanicos irreverentes que agitan y desarbolan las convenciones sociales.

No cabe duda de que poseyó una gran cultura (de hecho, frecuentaba los cenáculos literarios y solía viajar a lo largo del país) y de que estuvo dotada de una inteligencia sagaz, especialmente afilada para el desvelamiento crítico. Aquí, el amor erótico, el cuerpo femenino y sus secretos, fueron esenciales. El sexo, representado simbólicamente a través de los elementos más cotidianos, fue precursoramente utilizado por Ho Xuan Huong como un poderoso instrumento de combate. Temática y estéticamente originalísima, optó por un lenguaje sencillo, a menudo coloquial y juguetón, donde están ausentes las formalidades contemporáneas, como la alusión a los clásicos, muy frecuente en la poesía de la época. 

Todo ello hizo que los poemas de Ho Xuan Huong alcanzaran enorme popularidad. Inimitable e inigualable en su género, merece ser reivindicada también en Occidente como un verdadero puntal en la literatura feminista de todos los tiempos.


COMPARTIR A UN ESPOSO

Ay, compartir a un esposo con otra,
¡qué destino de perra!
Una duerme bajo bien enguatadas
mantas mientras la otra se congela.
Al azar, le reserva él un encuentro
al mes, una o dos veces, o ninguna.
Se le aproxima para arrancarle un bocado,
pero está el arroz mal cocido.
Se le sirve como una fiel sirvienta,
pero ¡ay!, una sirvienta sin paga.
¡Pobre de mí! Si hubiera yo sabido
que esto iba a ser así, me habría
quedado sola, como antes.


EL ABANICO

¿Son diecisiete o dieciocho?
¿Cuál es el número exacto?
No se lo sabe, pero se te ama
y no se quiere separar de ti.
Se te ama cuando en fina delgadez
abres tu cuerpo triangular.
Se te ama si del todo acurrucada
te encuentras con la espiga que te ensarta.

Mientras más calor hace,
más uno ama tu frescura,
no se cansa de ti en la noche
y también se te ama de día.
La goma de kaki* hace que sean
rosadas tus mejillas.
Los reyes y señores sólo aman
esta minucia. 

* Fruta cuya savia se utilizaba para pegar los abanicos.


EL COLUMPIO

¡Bravo! para los que plantaron
hábilmente cuatro pilares.
Unos suben para mecerse
y otros miran el balanceo.
Arquea el muchacho sus rodillas
de grulla, y hala y hala sus riñones;
la muchacha flexiona su cuerpo de avispa,
se tiende y tiende los senos arriba.

Cuatro piernas de pantalones
rosados chasquean al viento,
y dos pares de muslos blanquecinos
se extienden paralelamente.
¿Saben acaso aquellos que practican
estos juegos primaverales
que una vez retirados los postes
los huecos quedan en el abandono?


(Traducción, para los tres poemas, de Nguyen Manh Tu. Versión poética de David Chericián. Poesía vietnamita. Siglos X al XX, Ciudad de La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1984)



 

lunes, 11 de agosto de 2014

SOBRE LA MELANCOLÍA


Edvard Munch, Melancolía, 1894-1896
Ya sea considerada como una enfermedad, un estado emocional de cierta duración, espiritual o concreto de percepción, o como un carácter que dispone y condiciona el ser irremediablemente ante la vida, la melancolía ha sido y es estudiada por la medicina, la filosofía y las artes, evidenciándola como una realidad a la que son proclives ciertos seres humanos, ya sean sanos o enfermos, desgraciados o elegidos. Hay, no cabe duda, un “vínculo circular entre conciencia melancólica y genio creador” que se ha mostrado, al menos en lo intelectual, a todas luces imperecedero, y que “constituye una de las tradiciones más densas de nuestra cultura occidental” (Bolaños, 1996, p. 19). Este vínculo me ha interesado desde siempre, porque la literatura (y el arte en general) es un campo históricamente abonado de espíritus melancólicos, pensemos en Leopardi, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Juan Ramón Jiménez, por ejemplo.

Galeno definía la melancolía, allá por el siglo II, de esta forma: “Ensoñación sin fiebre, acompañada de miedo y de tristeza” (Jackson, 1986, pp. 48-50). Este mal (o virtud, según se mire), que Kierkegaard llamó “incurable y constitucional”, es definido por la Psiquiatría actual como una “manía caracterizada por la tristeza”, y Freud habló de ella en relación con el duelo en el texto de 1917, La aflicción y la melancolía, en estos términos:

La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones de que el paciente se hace objeto a sí mismo y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo (Freud, 1948, p. 1088).

A lo largo del tiempo, desde el clasicismo hasta la última metafísica, se ha conceptuado la melancolía a través de una larga cadena de manifestaciones, tanto sintomatológicas como espirituales, a saber:

Preocupación por el cuerpo, tristeza y temor sin causa, epilepsia, obsesión por la muerte, afanes de grandeza, pérdida de la razón, spleen, hipocondría y gusto por las farmacias, superioridad espiritual, misantropismo, hiperestesia, taedium vitae, ideas fijas, carácter extravagante, narcisismo, tendencia al suicidio... (Bolaños, 1996, p. 19).

Robert Burton, en su magna Anatomía de la melancolía, señala las distintas especies del “mal sagrado”. Entre otras, nos habla de las melancolías religiosa y amorosa, como de sus posibles causas: desde Dios, la soledad, la ociosidad, el exceso de imaginación o el aprendizaje y el estudio en exceso, hasta la lejanía del ser amado y la muerte o la pérdida de seres queridos (Burton, 2006, p. 72 y ss.).

Por su parte, Aristóteles nos dice, en el famoso "Problema XXX" de sus Problemata (tomaré al sabio estagirita por su verdadero autor pese a las dudas que se plantean al respecto), que todos los seres humanos sufren en ciertas ocasiones de athymías, esto es, que todos alguna vez se sienten más o menos afligidos, “pues en la mezcla de cada cual se halla un poco del poder de la bilis negra” (Aristóteles, 2007, p. 95); pero acto seguido nos aclara que si bien la aflicción puede ser tenida como bastante democrática, hay individuos “a quienes les afecta en lo profundo” (ibíd., p. 95), pues poseen un evidente exceso de bilis negra, y, en consecuencia, decimos que tienen carácter o temperamento melancólico. Si la mezcla de la bilis negra, explica Aristóteles, reside en la persona de manera muy concentrada, entonces ésta será extremadamente melancólica; pero si “la concentración se halla un poco atenuada”, es decir, en equilibrio relativamente estable, la melancolía que genere puede hacer del individuo alguien excepcional (ibíd., p. 97). Así, Aristóteles relaciona, por primera vez en la historia del pensamiento, genio y melancolía, relación que, salvando las distancias, en el plano intelectual e incluso en el médico, con olvidos (ahí está la Edad Media) y recuperaciones (pensemos en Marsilio Ficino, en el Renacimiento), ha llegado hasta nuestros días. Existiría una melancolía genial, según él, y, digamos, otra que sólo debe ser tomada por un tipo de enfermedad. Advierte que con no poca frecuencia, “a nada que se descuiden”, la melancolía genial deriva en el tipo enfermedad, precisando que, sin embargo, el recorrido inverso es completamente imposible (ibíd., p. 97). Recordemos, no obstante, que Platón, contemporáneo joven de Hipócrates, ya había hablado de una “manía divina” y de una “manía patológica”, diferenciando dos tipos de locura, y que Aristóteles, posiblemente, lo que logró fue integrar esta locura divina platónica dentro de las teorías médicas sobre la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991, p. 8). Hipócrates, en su De la naturaleza del hombre, fue el médico que en la última parte del siglo V a.C. construyó una teoría a partir de la unión de los cuatro humores (sangre, bilis amarilla, flema y bilis negra), que fue, durante aproximadamente dos mil años, el único esquema explicativo para el estudio de las enfermedades, la melancolía entre ellas (Jackson, 1989, pp. 18-19). El exceso en el organismo de bilis negra, humor de naturaleza viscosa asociada a las cualidades de frialdad y sequedad, fue durante muchos siglos reconocido, por tanto, como factor causal del mal melancólico, siendo sus principales síntomas el miedo y la tristeza, hasta que, de forma pionera, el médico Thomas Willis (1621-1675) se separa de la tradición, discrepa de la teoría humoral y con ella de la existencia de aquella vieja bilis negra, procurando dar explicación al hecho melancólico a través de otros caminos, como efectivamente iba a hacerse en el futuro (ibíd., p. 107). Con el nacimiento en el siglo XIX de la Psiquiatría moderna el término melancolía, en el ámbito médico, provoca grandes recelos a causa de sus reminiscencias “humorales”, y comienza a ser sustituido por el de depresión, que ya en el siglo XVIII fue usado en algunos escritos médicos y no médicos. Será en el siglo XX cuando dicho proceso de sustitución se complete quedando el término melancolía restringido al plano intelectual, filosófico, literario, religioso, etc, si bien resurge de nuevo, más o menos recientemente, en la Neuropsiquiatría, para denominar un subtipo de episodio depresivo importante (ibíd., 17-18).

BIBLIOGRAFÍA

ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía, Barcelona, Acantilado, 2007.

BOLAÑOS, María, Pasajes de la melancolía. Arte y bilis negra a comienzos del siglo XX, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996.

BURTON, Robert, Anatomía de la melancolía, Madrid, Alianza, 2006.

FREUD, Sigmund, Obras completas, vol. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, pp. 1087-1095.

JACKSON, Stanley W., Historia de la melancolía y la depresión, Madrid, Turner, 1986.

KLIBANSKY, Raymond, PANOFSKY, Erwin y SAXL, Fritz, Saturno y la melancolía: estudios de historia de la filosofía, de la naturaleza, la religión y el arte, Madrid, Alianza, 1991.
 

sábado, 9 de agosto de 2014

CLAUDIO RODRÍGUEZ: ÚLTIMA AVENTURA

No hay estudio o ensayo sobre el poeta Claudio Rodríguez (1934-1999) en que se deje de proyectar, como acrónica pareja de baile, la sombra del iluminado y eternamente embriagado Arthur Rimbaud, "ese desconocido", en palabras de D´Aubonne; o ese "místico en estado de gracia", según el requetecatólico Claudel. Más allá de cualquier herencia estética (qué poeta contemporáneo no ha bebido gustoso del febril licor del bardo de Charleville), la razón es de sobra conocida. Como Rimbaud, pero en otro tiempo, en otro espacio, Claudio Rodríguez sacude los cimientos del Parnaso patrio a la temprana  edad de 19 años. Como Rimbaud, el zamorano irrumpe, asombra, enmudece, con un libro portentoso, visionario y órfico, mimado de principio a fin por el huidizo aliento de las musas más altas, Don de la ebriedad. Con él gana en 1953 el Premio Adonais; con él gana también la literatura española una de las voces más extraordinarias de la generación del 50. Hubo más libros, más poemas, después de Don de la ebriedad, por supuesto, pero creo que, aunque de magnífica factura, no superan (sólo complementan) ese primer deslumbramiento, esa celebración embriagada de la vida. Yo, que nací y crecí en Zamora, tuve la fortuna de conocer muy pronto la obra de Claudio Rodríguez. Fue en el colegio, de la mano de un maestro de la vieja estirpe, letraherido y republicano (y del Real Madrid, porque una cosa no quita la otra), al que llamábamos don Felipe. Aquel era un maestro de hechuras machadianas (torpe aliño indumentario, sempiterna caspa en los hombros), realista y soñador a la vez, de carácter bondadoso y ademán ilustrado. A algunos nos humanizó a fuerza de figuras retóricas y de versos con lluvia en los cristales: Jorge Manrique, Garcilaso, Quevedo, Espronceda, Bécquer, Rosalía, los Machado, Juan Ramón, Lorca, Alberti, Blas de Otero y, claro ésta, Claudio Rodríguez.

Más tarde, residiendo ya en otra ciudad, a la edad de 20 o 21 años, leí la obra completa de Claudio, y desde entonces vuelvo a ella cada cierto tiempo. Tengo la sensación de que siempre crece, en especial ese maravilloso libro inaugural, el que sigue fascinando a los nuevos lectores. El poeta, que murió en Madrid (donde residió la mayor parte de su vida), está enterrado en el cementerio de la capital zamorana, un camposanto de los de antes, de cipreses gerardianos, musgosas losas desleídas y panteones decadentes. Cuando razones familiares me han llevado hasta allí, por desgracia, he pasado algunas veces, de camino, junto a su tumba. No suele faltar, sobre el surco tallado en la piedra, una rosa solitaria. El surco, quizá el símbolo de su obra por excelencia. De hecho, el epitafio reza: "El primer surco de hoy será mi cuerpo", primer verso del poema "Canto del despertar".

Nada importante queda por decir de la poesía de Claudio Rodríguez que no se haya dicho ya, por eso no me voy a detener en consideraciones ético-estéticas o en pormenores filológico-lingüísticos sobre los que se ha escrito ya muy bien y por extenso. Tampoco entraré en detalles biográficos que no vengan al caso. Si hoy me he puesto a hablar de Claudio es porque acabo de hacerme con un ejemplar del último libro de poemas que dejó escrito, aunque no terminado: Aventura.

Primera versión del poema "Sorpresa"
Difícil de encontrar, se trata de una edición facsimilar, de gran formato, preparada por Luis García Jambrina (zamorano también, filólogo, escritor y profesor de la Universidad de Salamanca) para la editorial salmantina Tropismos, que con ella, en 2005, comenzaba su andadura. Se acompaña de una Introducción, escrita por Jambrina, y diversa bibliografía. Pero esto es lo de menos. Lo que hace de esta edición (la única que existe de Aventura y, al parecer, la única que podrá existir, según expreso deseo de su viuda, Clara Miranda) un acontecimiento interesante, ya sea para el admirador, el coleccionista o el estudioso, es el modo como se presenta la colección de poemas. Más que una obra nueva es un "documento único", en palabras del prologuista. A cada texto, escrito a máquina, le siguen sus diferentes versiones manuscritas, todo original del poeta. Ello permite comprobar, de primera mano, no sólo las complicadas y sucesivas fases del proceso creativo de cada poema hasta su último estado (cambios, tachaduras, añadidos, dudas...), sino también el objetivo estético que guía las técnicas y operaciones. No es nada frecuente que algo de esta clase se ofrezca al público, al que, mediante esta edición, se le permite observar el azaroso proceso de escritura, desde el primer borrador apresurado, con letra veloz apenas esbozada, como reflejando el temor de que el fogonazo de la idea o el rapto del ritmo fueran a evaporarse de un momento a otro (las líneas parecen querer irse aún detrás de la vacilante mano que las trazó), hasta la versión mecanografiada, no exenta tampoco de enmiendas y descartes.
La historia es la siguiente, y dejo hablar a García Jambrina:
 ... Desde hacía algún tiempo, tenía un nuevo libro entre manos, con el título provisional de Aventura. Habría sido el sexto de su breve, aunque intensa, trayectoria, pero, al igual que su vida, quedó truncado e inconcluso para siempre. Algunos meses antes de morir, cuando nadie preveía el inminente desenlace, le comentó a su esposa, Clara Miranda, el orden de los once poemas que tenía ya escritos e, incluso, le pidió que pusiera los títulos en una pequeña tarjeta (...) Al parecer, el poeta pensaba incluir ahí nuevos poemas, con el fin de completar el libro. Por desgracia, le faltó tiempo para componerlos y para revisar y corregir los ya escritos (p. VII)
 
"Poemas de Aventura", puede leerse
Queda claro, entonces, que Aventura no es un libro sino un proyecto interrumpido todavía en su fase temprana, de ahí que sus editores eligieran presentarlo en forma facsimilar, con el propósito de no alterar en nada el material que el poeta guardaba en una sencilla carpeta de color azul, lo que sin duda una edición al uso, que hubiera tenido que intervenir sobre (o sea, profanar) los textos inacabados, habría hecho. Esta es básicamente la razón por la que la viuda del poeta rechaza incluir Aventura en su "poesía completa", fijada tras la muerte de Claudio en la edición de Tusquets, de la que ella precisamente se había hecho cargo. Es una decisión acertada, me parece. No hubiera sido muy legítimo, dado el estado inconcluso de los textos, aunque ya sabemos la cantidad de desmanes, sacrilegios y arbitrariedades que los editores han cometido a lo largo de la Historia con los indefensos poetas muertos. Por ello doy más valor a la decisión tomada en este caso.

Versión manuscrita del poema "A veces"
¿Y sobre los poemas, qué decir? Bueno, uno va a reencontrarse con los temas y elementos más típicamente claudianos: la naturaleza, la meditación sobre el paso del tiempo, la vejez, la muerte. Uno va a reencontrarse también en Aventura con estructuraciones familiares: el léxico, la sintaxis, los ritmos, los metros, las adjetivaciones, las imágenes, las inversiones semánticas, las antítesis o las paradojas son fiel continuación de su pulso inconfundible. Quizá haya en ellos cierto decaimiento, no digo que no, pero un decaimiento natural, después de todo.

Hay también en Aventura paisajes que se repiten, y no me refiero aquí al páramo castellano sino al norteño, concretamente al del Cantábrico. Tres poemas recogen el fondo marítimo: "Meditación a la deriva", y sobre todo "Marea en Zarautz" y "Galerna en Guetaria"; los tres fruto de la experiencia vasca (desde mediados de los cincuenta el poeta solía veranear en Zarautz), tierra que amaba y que le marcó profundamente, y que ya había nutrido poemas anteriores como "Espuma", del libro Alianza y condena, de 1965.

En fin, estos once poemas finales o, más que finales, en puntos suspensivos (ad eternum), cierran la aventura de toda una vida. Este es un término fetiche en la poesía de Claudio Rodríguez. Aventura. "Poemas de aventura" se puede leer sobre la superficie de la carpeta de gomas en la que descansaba su último legado poético. Y en el prólogo a Desde mis poemas (Madrid, Cátedra, 1983) dejaría escrito lo siguiente: "La poesía es aventura-cultura. Aventura leyenda, como la vida misma, fábula y signo. Y temple, repito, en vibración como fondo del misterio". Hermosas y certeras palabras, las de Claudio (quién mejor que él), para cerrar estos garabatos de hoy.

 
    
     
 
        
  

domingo, 3 de agosto de 2014

BALADAS PERDIDAS: LOS POEMAS DE PÍO BAROJA

Lo que más me gusta de Baroja es lo mismo que me gusta de Hemingway o Céline: es tan bueno que hasta sus carencias se convierten en virtudes. Se ha dicho siempre: un escritor empieza a madurar cuando toma conciencia de sus defectos. Pero sólo los buenos de verdad estudian esos defectos y los transforman en su marca de fábrica, en su sello personal, inconfundible. Esto, a mi modo de ver, no es cuestión tanto de genialidad como de carácter. Carácter y, por supuesto, trabajo; mucho trabajo. Aparte de los ya citados al comienzo de estas líneas, me viene ahora a la cabeza el nombre de Pedro Juan Gutiérrez, narrador (y poeta) cubano cuya prosa mordiente es creada a partir de una estética que podría llamarse "del descuido". Gutiérrez, como los Baroja, Hemingway o Céline, goza de esa sublime habilidad de la que hablo.

Pero centrémonos en Baroja. Yo había oído o leído, no sé dónde, que el vasco universal había compuesto en su madurez algunos poemas. Nunca me preocupé de saber más al respecto, temeroso de que tales poemas no fueran a estar a la altura de su prosa (siendo como era él un narrador puro), hasta que una tarde del otoño pasado, lluviosa, entré en una librería de viejo (con más de cementerio que de librería) y, rebuscando, extraje de entre una escombrera de fósiles eclesiásticos de la B.A.C estas Canciones del suburbio que ahora, mientras tecleo, tengo a mi lado, sobre la mesa.

Canciones del suburbio. ¿Y esto?, pensé. Cuál fue mi sorpresa al abrir el libro al azar y descubrir que se trataba de los poemas barojianos de los que un día había tenido noticia. ¡Magnífico! Apoquiné los cuatro ridículos euros que costaba la bonita edición y entré en un bar próximo, ávido por hincarle el diente, entre sorbo y sorbo de café con leche.

Pasados los meses, pasada también aquella febril lectura en la cafetería, mientras la lluvia arreciaba en los cristales, hoy me decido a escribir sobre los poemas de Baroja, más por devoción incondicional al genial novelista que por la calidad de los propios poemas; más por fetichismo de bibliófilo que por afán justiciero. Que nadie piense que voy a desempolvar una joya caída en el olvido, porque en este caso el olvido es perfectamente comprensible.

Al propio Baroja no se le escapaba la fortuna que habrían de tener sus poemas: "Me parecen todos ellos decadentes y, al mismo tiempo, defectuosos, productos de vejez y de neurastenia", dice el autor en la "explicación" que antecede a los textos. Baroja tenía entre 67 y 68 años cuando, durante su breve exilio en París, se le ocurrió la idea de escribir (dictar a una mecanógrafa, mejor dicho) una novela por entregas que él mismo quería ocuparse de ilustrar con una serie de estampas "toscas, como de aleluyas infantiles", y en la que también pretendía intercalar algunos romances. Este es el germen del libro. A Baroja le produce "cierta alegría" la "extravagancia" del proyecto y, aunque sabe que será muy difícil publicarlo, se decide a llevarlo a cabo, pero "en secreto, como si fuera una vergüenza". Pronto abandona la idea de las estampas infantiles, descontento ante su falta de pericia en el dibujo. Más tarde, ya en Bayona, conoce a una nueva mecanógrafa, de Bilbao, a la que, tras contratarla, le dictaría "algunas impresiones de París y distintos romances". Sin embargo, se justifica Baroja, un tanto cínicamente, "el tiempo no estaba para esto". Deja Bayona, dejando allí también, "en casa de una familia casi desconocida", los papeles recién dictados. El escritor se marcha convencido de que los poemas acabarán perdiéndose (lo que, al parecer, tampoco le disgusta mucho) y de que, en consecuencia, no tendrá que volver a ocuparse de ellos. Pero, pasado un tiempo, los poemas retornan a Baroja, "como perros fieles al amo", y luego de releerlos sigue sin estar seguro de que merezca la pena el publicarlos, ni siquiera para "un corto número de amigos". Pese a todo, los poemas ven finalmente la luz gracias a la editorial Biblioteca Nueva, en 1944. Baroja nos informa de que se publicaron tal cual, sin corregir, por culpa de su incapacidad para mejorarlos sin hacerles perder "carácter", frescura. Aunque el resultado, a su juicio (que no anda muy desencaminado), es "tosco", el escritor deja entrever que, al menos, llegan al lector con su autenticidad intacta, sin artificio. Pues sí. Acaso el mayor mérito de estas Canciones del suburbio de Baroja sea su realismo pedestre, la ausencia de huera afectación, de conceptos y artificios que perviertan paisaje y paisanaje. Porque Baroja era un gran mirón, un gran observador de la vida, y esta capacidad tan extraordinariamente desarrollada a la hora de perfilar psicológicamente tipos y personajes se aprecia en sus poemas lo mismo que en sus narraciones. Y ya es bastante, teniendo en cuenta la ingente cantidad de impostores y afectados que circulan hoy día por el territorio poético. Si no lirismo (lamentablemente escaso), el lector que quiera acercarse a estas Canciones barojianas encontrará al menos una estampa exenta de impostura, ya divertida y socarrona, ya melancólica y desencantada. "Baladas perdidas", las llama Azorín, que le escribió el prólogo, jugando con la cercanía sonora a la expresión "batallas perdidas". En efecto, estas Canciones son como batallas perdidas, pero no sólo en el sentido memorístico y vital apuntado por Azorín ("resumen de toda su obra literaria", dice), también en el sentido de una lucha poética de la que no se ha salido vencedor. Quizá por ello el prologuista, bondadoso, pone énfasis en la honestidad y espontaneidad de los poemas, así como en el espíritu realista y antitradicionalista (alejado de "convencionalismos artificiosos" o costumbrismos) del que surgieron, más que en los méritos puramente líricos (poco notables, insisto) de los que puedan ser acreedores. "Sustancia popular", dice Azorín, que era amigo, pero que no quería dejar de ser buen crítico. La misma sustancia y los mismos arquetipos que pueblan su obra en prosa. Tal vez, eso sí, se dejó llevar el de Monóvar al emparentar a Baroja con Villon, pero entre colegas, ya se sabe.     



  

sábado, 2 de agosto de 2014

ALEJANDRA PIZARNIK: CUANDO EL LENGUAJE NO BASTA

  Poeta del límite, del abismo, Alejandra Pizarnik se pasó su existencia al borde de la caída o del salto, balanceándose sobre el vértice seductor de la locura, clavando sus ojos hasta pulverizárselos en el delirante vacío de las cosas,  en pos de una verdadera realidad siempre huidiza. En el fondo tan sólo trataba de salir de sí y contemplarse (y objetivarse) como ante un espejo, pero sin las incómodas falsedades de este último; al menos eso creía Pizarnik cuando reflexionaba sobre sus motivaciones poéticas, cosa que hizo muy a menudo. Su melancolía es de raíz metafísica; llega a ella por la imposibilidad de explicarse en su totalidad, de distinguir su yo auténtico, de aprehender la realidad, de comprender la locura y la tristeza. Es tan consciente de su ser melancólico que una y otra vez intercala en sus versos (perdón por el vocablo) pura metamelancolía. Para el intento de satisfacer estos altos fines Pizarnik se encomienda al lenguaje, instrumento sobre el que también reflexiona continuamente. Conforme evoluciona en su maduración poética el lenguaje se le revela como un material limitado, demasiado aproximativo para su magna tarea de nombrar con mayúsculas,  y de utilidad dudosamente terapéutica. Ese atisbo inicial de un hecho que no se acepta se convierte luego en pesado axioma que por irremediable ha de ser acatado. El lenguaje se queda corto y Pizarnik lo escribe con sumisa angustia; de la rebeldía por la determinación de no resignarse se pasa a la rebeldía por la sumisión a la muerte de cualquier intento de comprender y a la muerte como grata perspectiva y único medio de terminar con el punzante dolor de no estar nunca existencialmente unificado. Pizarnik hace de la promesa del suicidio un lugar común, un grito, una anunciación. Su melancolía se hace profunda, lacerante, y comienza a dejarse arrastrar por la corriente del delirio.
  En su postrera etapa, Pizarnik mantiene medio cuerpo dentro de la locura, pero podría sostenerse que a costa de convertirse en una especie de profeta o de iluminada, derrochando incendiada e íntima lucidez. Sus imágenes son a un tiempo alucinadas y sinceras. Su melancolía crece de la mano de un ensimismamiento llevado hasta las últimas consecuencias y de la frustración que le causa la conciencia de saberse perdida desde un principio, la conciencia de saber que el lenguaje no puede servirle ni salvarla. Pizarnik hizo de la melancolía su motor poético y su poética, de tal modo que aquélla le dictaba y ella escribía. Nunca vio el mundo a través de otra lente que no fuera la de su tristeza esencial, y ambas acabaron siendo existencialmente inseparables: “He descubierto que cuando no estoy angustiada no soy”, sentenció.

   Repasemos ahora algunos aspectos biográficos.

  Para empezar, sus orígenes son ruso-judíos. Elías Pozharnik y Rejzla Bromiker se llamaban sus padres; emigrantes como tantos otros. Llegaron a Argentina tras pasar cierto tiempo en París. El cambio ortográfico del apellido Pozharnik por Pizarnik pudo deberse simplemente al error de un funcionario en el momento de inscribir a la niña Alejandra en el registro. Alejandra había vivido de cerca la barbarie, ya que parte de su familia fue asesinada a manos de los nazis, y esa rémora de sufrimiento y muerte se instalará en ella como una huella imborrable, convirtiéndose en verdadera obsesión conforme vaya madurando. La familia reside en Avellaneda. El padre se dedica a la venta de joyería. Alejandra recibe una educación bastante liberal de acuerdo con el criterio de su padre. En 1954 termina los estudios secundarios. Comienza un período universitario lleno de incertidumbres y titubeos. Tras iniciar los estudios de Filosofía y Letras decide abandonarlos y se matricula en los de Periodismo, dándose cuenta al poco de que estos últimos en absoluto le satisfacen. Pero Alejandra descubre, afortunadamente, su talento literario, que el catedrático de Literatura Moderna, Juan Jacobo Bajardía, no duda en alentar. Buscando su sitio, Alejandra se interesa también por la pintura, y de esa manera comienza a asistir al taller de Batlle Planas. Pronto se muestra como una joven frágil. Sufre de asma y sus complejos psíquicos se exteriorizan a través de un ligero tartamudeo. Su padre la mima; cuida de ella; costea los gastos de publicación de su primer libro y los de la consulta de su psicoanalista. Ni la pintura ni la poesía logran alejarla de sus quiebras sentimentales. Alejandra recurre entonces a las anfetaminas, los analgésicos y los somníferos. De 1960 a 1964 se refugia en París, pensando que la estancia en un ambiente distinto podrá funcionar como una especie de analgésico que palie sus continuas angustias. Allí, en la capital parisina, conoce a Octavio Paz, a André Pieyre de Mandiargues, a Julio Cortázar o a Rosa Chacel, y trabaja durante un año como correctora de pruebas para la revista Cuadernos para la liberación de la cultura, realizando, además, diversas traducciones. De regreso en Buenos Aires publica lo más relevante de su obra poética. En 1968, gracias a la concesión de la beca Guggenheim, viaja a Nueva York.

  Los últimos años de su vida están dominados por las depresiones y los intentos de suicidio. Entre 1970 y 1972 permanece recluida, confinada entre cuatro paredes. A los treinta y seis años, tras cinco meses de internamiento en el psiquiátrico Pirovano de Buenos Aires, aprovecha un permiso del hospital concedido para ir a descansar a su casa y se quita la vida mediante la ingesta de cincuenta pastillas de seconal sódico.

  Pizarnik deja publicados siete libros de poesía: La tierra más ajena (1955), La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971). También, aunque es menos conocida que su faceta poética, hay en Pizarnik vertiente novelesca; así, tenemos La condesa sangrienta publicada en 1971. Su teatro y su ensayo completan, junto con los artículos periodísticos, las traducciones (de Marguerite Duras, por ejemplo) y los diarios el conjunto de su producción artística e intelectual.


EL MIEDO

En el eco de mis muertes
aún hay miedo.
¿Sabes tú del miedo?
Sé del miedo cuando digo mi nombre.
Es el miedo,
el miedo con sombrero negro
escondiendo ratas en mi sangre,
o el miedo con labios muertos
bebiendo mis deseos.
Sí. En el eco de mis muertes
aún hay miedo.

(de Las aventuras perdidas, 1958)

***

viajera de corazón de pájaro negro
tuya es la soledad a medianoche
tuyos los animales sabios que pueblan tu sueño
en espera de la palabra antigua
tuyo el amor y su sonido a viento roto

(de Otros poemas, 1959)

***

14

El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe.

(de Árbol de Diana, 1962)

***

lloro, miro el mar y lloro.
canto algo, muy poco.

hay un mar. hay luz
hay sombras. hay un rostro.
 
un rostro con rastros de paraíso perdido.

he buscado.

sino que he buscado,
sino que agonizo.

(de la carpeta En esta noche en este mundo)
 
***

23 

una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos

(de Árbol de Diana, 1962)