viernes, 6 de noviembre de 2015

SOBRE POESÍA E IMAGEN #1

1. PRESENCIA DE LA IMAGEN EN LA POESÍA

1.1 Algunos antecedentes



Simias de Rodas: "El hacha", "Alas de amor" y "El huevo"    
Aunque sean Mallarmé y Apollinaire los nombres que de inmediato suelen acudir a la memoria en respuesta a la relación palabra-imagen convendría precisar que mucho tiempo antes que ellos ya se había explotado (y no poco) esta veta artística. Tal es el caso de Teócrito de Siracusa (ca. 310 a.C - ca.
P. Optaciano Porfirio: carmen XXVI ("el altar")
260 a.C), o de Simias de Rodas (ca. 300 a.C) y sus “Poemas-Figura"; ambos poetas fueron recogidos y puestos en circulación en el siglo I a. C. por el vate sirio Meleagro de Gadara y, siglos más tarde, quizá en la Edad Media, compendiados junto con otros rapsodas alejandrinos. Precursores antiguos son también Publilio Optaciano Porfirio (ca. 325 d.C), autor de una serie de carmina figurata, y Eugenio Vulgario (ca. 887-928), sacerdote italiano. Ya a caballo entre el siglo XVII y el XVIII nos encontramos con Johann Leonhard Frisch (véase “El oso de Berlín”, año 1700). Comprobamos, pues, que por mucho que nos remontemos en el tiempo, nunca les fueron ajenos a ciertos poetas el juego visual ni el poder de la imagen, sino que supieron pronto de la importancia y del papel decisivo que podían desempeñar a la hora de robustecer un significado y de, cómo no, sorprender y agradar al receptor.

Eugenio Vulgario: Syllogue XXXVII, en forma de siringa
El procedimiento de visualización del discurso poético que en el siglo XX defenderán las vanguardias se inicia en época helénica, como estamos viendo, y continúa durante la Edad Media, hasta que llega finalmente a nuestra contemporaneidad. Ahora bien, si es cierto que en estos antecedes remotos existe  ya el juego visual, no lo es menos el hecho de que aún el discurso permanece intacto pese a la original distribución de los signos. Son las vanguardias las que en último término acaban profanando del todo la lógica del discurso.

Christian Morgenstern (véanse “El embudo”, de 1905, y “El canto del pez en la noche”), antecesor del movimiento “dadá”, rompe ya la lógica discursiva. Antes, en el prefacio a “Un golpe de dados”, Stéphane Mallarmé (1842-1898) habla ya de “lectura esparcida”. Serios antecesores y referentes de los posteriores movimientos de vanguardia son este último y Wilhelm Apollinaris de Kostrovitsky (1880-1918), más conocido como Guillaume Apollinaire.


Mallarmé: "Un coup de dés..." (1897)
Mallarmé escribió para su poema experimental “Un coup de dés jamais n´abolira l´hasard” (“Una tirada de dados nunca abolirá el azar”) un prefacio en el cual pedía al lector que olvidara el propio prefacio y afrontara la lectura del verso sin más. Para Mallarmé los espacios no impresos ni manchados (en blanco) asumen una importancia capital, ya que ofrecen la dimensión del propio papel a imprimir, activándose cada vez que una imagen interviene o se oculta. El poema al que nos referimos, “Un coup de dés...” representa la culminación ético-estética de Mallarmé. Impreso a todo lo ancho de cada dos páginas consecutivas, con variaciones tipográficas de precisa intención, viene a ser una suerte de álgebra translingüística. En él los silencios toman especial relevancia dentro del plano musical.

de Calligrammes
de Calligrammes
Se puede decir que Apollinaire prepara el camino a los surrealistas. Al contrario que Mallarmé, gran purista, Apollinaire se decanta muchas veces por la expresión coloquial e incluso por aquella que es propia del trabajo periodístico. El inherente automatismo compositivo que lo caracteriza puede apreciarse ya en textos como “Zone” (Alcools, 1913). En 1908 se adhiere al movimiento futurista, a cuyo frente está Filippo Marinetti, y escribe un manifiesto donde exalta la libertad de la creación artística: La Antitradición futurista, impreso en Milán y publicado conjuntamente, bajo el título de I maniesti del Futurismo, con los de Marinetti, Boccioni, Carra, Russolo, Balla, Severini, Pratella, De Saint Point y Palazzeschi. Por otra parte, en 1914, la revista “Soirées de Paris” publica varios “ideogramas líricos” que su autor llamará más tarde “caligramas”.
de Calligrammes
Estos “caligramas”, textos que parecen dibujados, implican una concepción novedosa y formalmente sugestiva, aunque teniendo como antecedente el ya citado “Un coup de dés...” de Mallarmé. El propio Apollinaire se refirió en los siguientes términos a esas estructuras poéticas: “Los Caligramas son una idealización de la poesía versolibrista y una precisión tipográfica en una época en que la tipografía termina brillantemente su carrera, ante la aparición de los nuevos medios de producción que son el cine y el fonógrafo”. Apollinaire, siguiendo el principio de que  la escritura es una imagen física, se propuso adecuar la estructura, el cuerpo del poema, a las alteraciones que, conscientes o no, se producirían en la mirada del lector. Calligrammes se publica en el año de la muerte del poeta, 1918, y con esta obra resucita (en cierta forma y salvando las distancias) la antigua técnica alejandrina y medieval del poema-dibujo. Esta concepción plástica de la creación poética le viene a Apollinare sin duda de su amor por la pintura. No hay que olvidar que a través de una serie de artículos publicados en revistas como “Marges”, y más tarde  como cronista artístico del Intransigeant o el Paris-Journal, va descubriendo la nueva pintura a sus coetáneos; además, en 1913, con motivo de una exposición de Robert Delaunay, pronuncia en Berlín una conferencia sobre la pintura moderna, dando a la imprenta, meses después, sus Meditations esthétiques, obra consagrada a los pintores cubistas y a sus producciones.

Aparte de los Calligrammes, donde el proceso experimentador del poeta se culmina a través del empleo del automatismo (previo al surrealismo), como ejemplos representativos de la inclusión de lo visual (plasticidad, juegos con los espacios, el color y las tipografías, o el dibujo con letras; véase por ejemplo el poema “La paloma apuñalada y el surtidor”) en la poesía de Apollinaire podemos citar algunos poemas como “Humos” o “Vigilia” (de Estandartes), “Océano de tierra” (de Fogonazos, dedicado  a G. de Chirico, por cierto) y, sobre todo, “Algodones en las orejas” (de Obús color de luna).

de Calligrammes
Escribe Victoria Pineda: “El caligrama («escrito bello»), en verso o en prosa, suele ser un texto figurativo mimético, en el que las líneas perfilan la forma del objeto referido y donde, sin embargo, siguen presentes ciertos elementos «tradicionales», como la rima o el carácter lineal de la sintaxis. «La paloma apuñalada y el surtidor» es paradigmático en este sentido: no sólo se mantienen rima y sintaxis; además, los ritmos y la métrica apenas rompen los moldes tradicionales; e incluso las figuras —la paloma y la fuente— conservan los ecos de las «alas» de la tradición. La presencia del tópico del ubi sunt, que articula el poema, es, desde luego, el elemento tradicional más llamativo” (Victoria Pineda, “Figuras y formas de la poesía visual”, en Saltana. Revista de literatura y traducción http://www.saltana.org).



domingo, 1 de noviembre de 2015

SOBRE LA IDEOLOGÍA


La ideología es un lenguaje dentro del lenguaje. Es un entramado de ideas, conceptos y técnicas urdido a través de un tipo de lenguaje. Pero en el lenguaje, además, cada palabra es como un pequeño caballo de Troya, portador de mayor o menor contenido ideológico.
Desde que el individuo nace comienza a ser ideologizado. No se me interprete mal. La ideología es un instrumento de interacción social. De cómo se entienda y de cómo se llegue a utilizar, dependerá para el individuo que la ideología sea buena o mala para él y para el resto de individuos de su grupo o incluso de una sociedad entera (pensemos en la ideología nazi, sin ir más lejos).

Desde un punto de vista crítico se puede afirmar que un individuo poco o nada consciente de su carga ideológica no es por ello menos ideológico; o en otras palabras: el hecho de que no seamos conscientes de nuestro contenido ideológico no nos hace menos responsables de lo que nuestras palabras esconden. El lenguaje nunca es inocente, aunque los individuos sí lo sean. Esto sucede porque, paradójicamente, el mayor instrumento de individuación y personalización (que son procesos distintos) es el mecanismo social por excelencia, el lenguaje. Nos construimos como individuos y como personalidad gracias a él, que es la suma entera de una sociedad, de un tiempo, y de todas las generaciones anteriores (y la suma de sus individuos) que le dieron forma, hasta llegar a la forma en que el lenguaje me llega a mí en el momento de nacer.

La ideologización del individuo arranca con el proceso de adquisición del lenguaje. Más tarde el individuo quizá llegue a reconocer este contenido ideológico adquirido inconscientemente y pueda así traerlo a la consciencia, para aceptarlo o rechazarlo. Ello puede formar parte de un proceso de des-alienación, en algunos casos. No obstante el reconocimiento ideológico, llamémoslo así, no ha de identificarse con la simple toma de conciencia prototípicamente marxiana, sino que va mucho más lejos. Se trata de un desvelamiento del propio lenguaje. Un desvelamiento que puede desembocar en una desconfianza hacia el propio lenguaje y finalmente hacia el propio sí mismo (credos, convencimientos y deseos profundos), aceptando la fragilidad de ambas representaciones. Richard Rorty conceptualizó esta deriva en la figura del ironista, emblema silencioso de la última modernidad.

La ideología proporciona al individuo un modelo explicativo del mundo, unas pautas, digamos, una serie de técnicas, normalmente esquemáticas y poco profundas, con las que interpretar su vida y su entorno, su tiempo, e incluso el pasado y el futuro. La ideología es una herramienta básica en el acto de situarse en y para la realidad, pero vale más bien poco a la hora de valorarse a uno mismo. No se trata, una vez más, de insinuar con ello el lado negativo de lo ideológico, sino de advertir que tal herramienta puede usarse inconvenientemente. La ideología, pues, está muy ligada a la contingencia. Luego, la ideología sirve al individuo para sentirse partícipe de un proyecto o de un grupo social. Mediante ella el individuo se relaciona con unos códigos compartidos. Cuando un individuo expresa su opinión desde los parámetros de una ideología, sea consciente o no de ello, habla en nombre de un sector social determinado.

Por otra parte, aunque cualquier ideología se desarrolla en último término colectivamente y con miras a la satisfacción de unos objetivos específicos (fruto de operaciones intelectivas que se comparten), lo más frecuente es que los individuos asuman contenidos ideológicos de manera automática. Aquí el lenguaje se encarga de todo. Como decimos, las palabras nunca son inocentes. Durante el aprendizaje lingüístico, por ejemplo, el niño no solo adquiere los rudimentos básicos para comunicarse, sino que también asume el contenido ideológico que las palabras connotan y que el propio individuo, con el tiempo, puede llegar a identificar. Imaginemos a un niño de unos diez años, nacido en un barrio de clase media-alta de una gran urbe del mundo occidental, de padres profesionales, notario y cirujana, pongamos por caso. Si pusiéramos a prueba a este hipotético niño mediante un cuestionario sencillo (y sin él conocer nuestro propósito, por supuesto) descubriríamos seguramente que el léxico, la sintaxis, las ideas que se forja, están condicionadas por ideologías históricamente inscritas en la clase y la orientación profesional de sus padres, algo de lo que el niño no sería en absoluto consciente y, sin embargo, nosotros estaríamos en disposición de rastrear en su discurso. Ello nos hace pensar que el lenguaje permite encuadrar al individuo desde el comienzo de su vida en un grupo o grupos ideológicos. Por eso la ideología es más un elemento de socialización que de diferenciación (entendiendo esta diferenciación como agarre semiótico de la diferencia). Para descifrarse y aislarse el individuo debe acometer y culminar una labor de desvelamiento de las distintas facetas ideológicas que ha podido ir adquiriendo a lo largo de su vida, y de las cuales puede no ser del todo consciente. Conviene aquí repensarse y despojarse de esta segunda piel que es la ideología. Ahora bien, cuando una determinada ideología se ha asumido conscientemente, por convicción o interés práctico, puede no ser útil ni necesario desprenderse de ella. De la misma manera, el desvelar nuestro contenido ideológico inconsciente no tiene por qué significar, en última instancia, desprenderse de él. Un individuo puede llegar a estar conformado hasta lo más íntimo por sucesivas “pieles” ideológicas, hasta el punto de poner en peligro su propia individualidad. Lo ideal es que las ideologías sean usadas no como pieles, sino como camisetas, porque ello permitiría mantener cierta distancia y cambiarlas o modificarlas según nuestras necesidades.

Pero, como se sabe, hay casos en que el contenido ideológico permea al sujeto hasta su esfera más íntima, su yo no social, condicionando incluso la manera en que el individuo se relaciona consigo mismo. Reparemos, por ejemplo, en los fanatismos políticos o religiosos.

Ciertamente, siempre habrá contenido ideológico que se nos hurte al desvelamiento, formando parte indeleble del reverso del lenguaje que asumimos como propio.


viernes, 23 de enero de 2015

SUBLIME DEGRADACIÓN HUMANA

Hubert Selby Jr. (1928-2004), el delicado demonio neoyorquino (eternos ojos afilados de azul, cacatúa en el hombro derecho), es una portentosa apisonadora estilística, un alud de puro dominio verbal. A su prosa, intensa, vigorosa y primitivamente rítmica (se me ocurre fruto de un cruce entre Henry Miller y Blaise Cendrars), hay que añadirle su mayor logro: un grado de profundidad psicológica pocas veces alcanzado desde Dostoyevski. Su novela The Room (1972), traducida recientemente al español por Daniel Ortiz Peñate para Ediciones Escalera (2010), es el texto más brillante en este sentido. Aunque carece de la maravillosa polifonía que encontramos en otras de sus narraciones, como en Last Exit to Brooklyn (1964) o en Requiem for a Dream (1978), el substrato semántico, el motivo latente principal, viene a ser el mismo: la denuncia del sueño americano como un falso mito y una trampa social, económica, cultural y familarmente preparada para deshumanizar al más pintado; un espejismo o simulacro econoerótico capaz no sólo de alienar al individuo, sino de degradarlo moral y físicamente, en esa estéril búsqueda de un imposible que lo descentra de su eje identitario y le hace perder la soberanía de sí. Con éxito o sin él, aparentemente adaptado o no, el sistema se apodera de la autonomía del hombre, simple mercancía en perpetuo intercambio, cuyo verdadero precio solamente es revelado tras su destrucción. Si The Room es la cara, The Demon (1976) es la cruz. Ambas son novelas acuñadas en los dos lados de la misma moneda. Ambas son himnos a la degradación humana. Una, de la que voy a hablar hoy aquí, da el protagonismo a un vulgar delincuente, encarcelado y a la espera de un jucio por un crimen que asegura no haber cometido; otra, en cambio, escoge la perspectiva de un joven de clase media-alta, brillante y encantador, nacido para el triunfo, que, sin embargo, no encuentra mejor destino. La obsesión, la locura, la pulsión de muerte, la pulsión sexual, son las mimbres psiquicas con las que Selby construye distintas tramas con un mismo fondo. El ritmo, embriagador, hipnótico, con ecos de su admirado Céline, arrastra al lector, lo quiera o no, hasta ese fondo, tras hacerle descender a través del denso caos mental de cualquiera de los dos personajes. Pero he dicho que voy a hablar de la desasosegante The Room. Me pongo a ello.

Conviene advertir, para empezar, que el depliegue rítmico y lingüístico llevado a cabo por Selby (lo más palpable, sin duda, que hallará el lector en esta novela), no hace sino redirigir la mirada hacia el subtexto. Este es un artefacto crítico (ojo, manéjese con cuidado). El lenguaje nunca es inocente, aunque quien lo emplee pueda efectivamente serlo (pero ese es otro tema). El lenguaje de Selby se antoja altamente corrosivo: el resultado de aplicarle un par de vueltas a los tornillos de Céline y Charles Bukowski. La materia, por sí misma, por cómo se usa, es el primer elemento de crítica. Veámoslo. Brutal y escatológico, el discurso antisocial del protagonista es el propio de un outsider forzoso:

Siempre hay alguien dispuesto a molestarte, a no dejarte en paz. Da igual lo simples que puedan ser las cosas, que siempre vendrá un hijo de puta a complicarte, a joderte la vida. Dios, cómo apesta este puto mundo, infestado de cretinos, de auténticos mierdas, con un sólo propósito: putearte. Vas a comprarte unos zapatos y le dices al dependiente cuáles quireres y tu talla, y enseguida vuelve para clazarte un número menos que te aprieta, y por más que insistes, él sigue tratando de convencerte de lo bien que te quedan y que luego ceden porque es piel de la buena, que te los lleves puestos y para cuando llegas a casa tienes ya una ampolla en el talón que no te deja vivir, y lo único de lo que tienes ganas es de volver a la tienda a meterle los zapatos por el culo al tío que te los ha endilgado (p. 227).  
Se trata de arremeter contra la arraigada hipocresía del modelo de vida americano (lo han hecho después, de muy distinto modo, los celebérrimos David Foster Wallace y Jonathan Franzen, por ejemplo), por medio de un lenguaje que, primero, recoja los usos más antagónicos y antimodélicos, la jerga vulgar, marginal y callejera de un submundo social ajeno a la frívola placidez indiferente de la hiperdemocrática clase media, y, segundo, que represente con absoluta minuciosidad una sucesión de escenas y ambientes donde la violencia, la deshumanización y lo aberrante alcancen un nivel tan real como insólito. El estilo de Selby va mucho más allá de la provocación; es una necesidad, una disposición de la sangre: la única manera de poner de manifiesto la capacidad del hombre para sufrir y hacer sufrir. Para dañar gratuitamente. Ejemplo de esto que digo es la hiperrealista violación que, con la acerada precisión de un frío escalpelo, nos es relatada en cierto pasaje de la novela. El lector asiste entonces a una autopsia de la agonía y la maldad, perfecta en su necesaria nitidez y, por ello, dolorosamente perdurable. No creo haber leído antes nada parecido. Fue valiente Selby. Lo fue muchas veces. Había que resquebrajar el puritanismo de la middle class, aunque ello supusiera la inmediata condena del sistema literario imperante (y así sucedió, pero esa es otra historia).

Hay también en The Room, no cabe ignorarlo, innegables reminiscencias kafkianas (El proceso). El protagonista, como el señor Josef K., se ve víctima de un engranaje implacable que lo tortura hasta el agarrotamiento. Mientras conserva intactas la ira, la rabia y la sed de venganza logra mantenerse mentalmente vivo, en pie de guerra. Pero, cuando hacia la parte final del relato adquiere fatal conciencia de su verdadera situación comienza a desesperar, cayendo de inmediato en un pesimismo sin salida:

Habría que concluir la batalla sin oponente, sin huesos que romper, sin carne que morder, sin entrañas que reventar y esparcir. Sin victoria, sólo sumisión (p. 233).
Es sintomático que el personaje experimente entonces un abandono no solo psíquico, sino también físico, corporal, no pudiendo apenas incorporarse de la cama, ni tan siquiera moverse. Los vómitos que entonces le sobrevendrán son un símbolo de una muerte lenta pero imparable que avanza por dentro, descomponiéndolo todo, susituyendo cada órgano por un vacío sin nombre. El individuo entiende que no hay escapatoria ante la terrible maquinaria del poder, que ésta acabará por destrozarlo. Asume su insignificancia. Una vez que la ira desaparece, la acedia toma el mando. Nada queda ya, salvo la resignación. Una resignación consciente, pues se hace cargo de su estado (se arrepiente, incluso) y denuncia lo que para él es una muestra de la falta de escrúpulos del aparato del sistema, ante el que se siente indefenso. La lucidez es, así, más terrible que la locura.

En resumen, es esta una novela sobre el desarraigo, la inadaptación, la soledad, la desesperanza, el odio, la violencia, la rebeldía y el arrepentimiento, donde el flujo libre de la conciencia, los recuerdos y las ensoñaciones (sin delirio) del protagonista, su lucha y su derrota, nos hacen reflexionar acerca de nuestras sociedades del simulacro posmoderno. Obviamente, el contenido simbólico espacio-temporal, centrado en el habitáculo (pegado al personaje como una segunda piel), daría para unas cuantas líneas más. Baste decir aquí que este contenido explica la ausencia de acción al uso en la novela de Selby.

Un último apunte. Para aquel que quiera leer algo semejante, en ritmo y en intención, entre nuestras letras hispánicas, recomiendo El índice de Dios (Madrid, Espasa Calpe, 1993), del narrador y poeta de origen inglés (residente en España, con alguna ausencia, desde los cuatro años), Roger Wolfe. Tengo entendido que la editorial Zut acaba de reeditar, con el título de El sur es un sitio grande, esta semiolvidada novela, que bien merecería próximo comentario.