domingo, 1 de noviembre de 2015

SOBRE LA IDEOLOGÍA


La ideología es un lenguaje dentro del lenguaje. Es un entramado de ideas, conceptos y técnicas urdido a través de un tipo de lenguaje. Pero en el lenguaje, además, cada palabra es como un pequeño caballo de Troya, portador de mayor o menor contenido ideológico.
Desde que el individuo nace comienza a ser ideologizado. No se me interprete mal. La ideología es un instrumento de interacción social. De cómo se entienda y de cómo se llegue a utilizar, dependerá para el individuo que la ideología sea buena o mala para él y para el resto de individuos de su grupo o incluso de una sociedad entera (pensemos en la ideología nazi, sin ir más lejos).

Desde un punto de vista crítico se puede afirmar que un individuo poco o nada consciente de su carga ideológica no es por ello menos ideológico; o en otras palabras: el hecho de que no seamos conscientes de nuestro contenido ideológico no nos hace menos responsables de lo que nuestras palabras esconden. El lenguaje nunca es inocente, aunque los individuos sí lo sean. Esto sucede porque, paradójicamente, el mayor instrumento de individuación y personalización (que son procesos distintos) es el mecanismo social por excelencia, el lenguaje. Nos construimos como individuos y como personalidad gracias a él, que es la suma entera de una sociedad, de un tiempo, y de todas las generaciones anteriores (y la suma de sus individuos) que le dieron forma, hasta llegar a la forma en que el lenguaje me llega a mí en el momento de nacer.

La ideologización del individuo arranca con el proceso de adquisición del lenguaje. Más tarde el individuo quizá llegue a reconocer este contenido ideológico adquirido inconscientemente y pueda así traerlo a la consciencia, para aceptarlo o rechazarlo. Ello puede formar parte de un proceso de des-alienación, en algunos casos. No obstante el reconocimiento ideológico, llamémoslo así, no ha de identificarse con la simple toma de conciencia prototípicamente marxiana, sino que va mucho más lejos. Se trata de un desvelamiento del propio lenguaje. Un desvelamiento que puede desembocar en una desconfianza hacia el propio lenguaje y finalmente hacia el propio sí mismo (credos, convencimientos y deseos profundos), aceptando la fragilidad de ambas representaciones. Richard Rorty conceptualizó esta deriva en la figura del ironista, emblema silencioso de la última modernidad.

La ideología proporciona al individuo un modelo explicativo del mundo, unas pautas, digamos, una serie de técnicas, normalmente esquemáticas y poco profundas, con las que interpretar su vida y su entorno, su tiempo, e incluso el pasado y el futuro. La ideología es una herramienta básica en el acto de situarse en y para la realidad, pero vale más bien poco a la hora de valorarse a uno mismo. No se trata, una vez más, de insinuar con ello el lado negativo de lo ideológico, sino de advertir que tal herramienta puede usarse inconvenientemente. La ideología, pues, está muy ligada a la contingencia. Luego, la ideología sirve al individuo para sentirse partícipe de un proyecto o de un grupo social. Mediante ella el individuo se relaciona con unos códigos compartidos. Cuando un individuo expresa su opinión desde los parámetros de una ideología, sea consciente o no de ello, habla en nombre de un sector social determinado.

Por otra parte, aunque cualquier ideología se desarrolla en último término colectivamente y con miras a la satisfacción de unos objetivos específicos (fruto de operaciones intelectivas que se comparten), lo más frecuente es que los individuos asuman contenidos ideológicos de manera automática. Aquí el lenguaje se encarga de todo. Como decimos, las palabras nunca son inocentes. Durante el aprendizaje lingüístico, por ejemplo, el niño no solo adquiere los rudimentos básicos para comunicarse, sino que también asume el contenido ideológico que las palabras connotan y que el propio individuo, con el tiempo, puede llegar a identificar. Imaginemos a un niño de unos diez años, nacido en un barrio de clase media-alta de una gran urbe del mundo occidental, de padres profesionales, notario y cirujana, pongamos por caso. Si pusiéramos a prueba a este hipotético niño mediante un cuestionario sencillo (y sin él conocer nuestro propósito, por supuesto) descubriríamos seguramente que el léxico, la sintaxis, las ideas que se forja, están condicionadas por ideologías históricamente inscritas en la clase y la orientación profesional de sus padres, algo de lo que el niño no sería en absoluto consciente y, sin embargo, nosotros estaríamos en disposición de rastrear en su discurso. Ello nos hace pensar que el lenguaje permite encuadrar al individuo desde el comienzo de su vida en un grupo o grupos ideológicos. Por eso la ideología es más un elemento de socialización que de diferenciación (entendiendo esta diferenciación como agarre semiótico de la diferencia). Para descifrarse y aislarse el individuo debe acometer y culminar una labor de desvelamiento de las distintas facetas ideológicas que ha podido ir adquiriendo a lo largo de su vida, y de las cuales puede no ser del todo consciente. Conviene aquí repensarse y despojarse de esta segunda piel que es la ideología. Ahora bien, cuando una determinada ideología se ha asumido conscientemente, por convicción o interés práctico, puede no ser útil ni necesario desprenderse de ella. De la misma manera, el desvelar nuestro contenido ideológico inconsciente no tiene por qué significar, en última instancia, desprenderse de él. Un individuo puede llegar a estar conformado hasta lo más íntimo por sucesivas “pieles” ideológicas, hasta el punto de poner en peligro su propia individualidad. Lo ideal es que las ideologías sean usadas no como pieles, sino como camisetas, porque ello permitiría mantener cierta distancia y cambiarlas o modificarlas según nuestras necesidades.

Pero, como se sabe, hay casos en que el contenido ideológico permea al sujeto hasta su esfera más íntima, su yo no social, condicionando incluso la manera en que el individuo se relaciona consigo mismo. Reparemos, por ejemplo, en los fanatismos políticos o religiosos.

Ciertamente, siempre habrá contenido ideológico que se nos hurte al desvelamiento, formando parte indeleble del reverso del lenguaje que asumimos como propio.


viernes, 23 de enero de 2015

SUBLIME DEGRADACIÓN HUMANA

Hubert Selby Jr. (1928-2004), el delicado demonio neoyorquino (eternos ojos afilados de azul, cacatúa en el hombro derecho), es una portentosa apisonadora estilística, un alud de puro dominio verbal. A su prosa, intensa, vigorosa y primitivamente rítmica (se me ocurre fruto de un cruce entre Henry Miller y Blaise Cendrars), hay que añadirle su mayor logro: un grado de profundidad psicológica pocas veces alcanzado desde Dostoyevski. Su novela The Room (1972), traducida recientemente al español por Daniel Ortiz Peñate para Ediciones Escalera (2010), es el texto más brillante en este sentido. Aunque carece de la maravillosa polifonía que encontramos en otras de sus narraciones, como en Last Exit to Brooklyn (1964) o en Requiem for a Dream (1978), el substrato semántico, el motivo latente principal, viene a ser el mismo: la denuncia del sueño americano como un falso mito y una trampa social, económica, cultural y familarmente preparada para deshumanizar al más pintado; un espejismo o simulacro econoerótico capaz no sólo de alienar al individuo, sino de degradarlo moral y físicamente, en esa estéril búsqueda de un imposible que lo descentra de su eje identitario y le hace perder la soberanía de sí. Con éxito o sin él, aparentemente adaptado o no, el sistema se apodera de la autonomía del hombre, simple mercancía en perpetuo intercambio, cuyo verdadero precio solamente es revelado tras su destrucción. Si The Room es la cara, The Demon (1976) es la cruz. Ambas son novelas acuñadas en los dos lados de la misma moneda. Ambas son himnos a la degradación humana. Una, de la que voy a hablar hoy aquí, da el protagonismo a un vulgar delincuente, encarcelado y a la espera de un jucio por un crimen que asegura no haber cometido; otra, en cambio, escoge la perspectiva de un joven de clase media-alta, brillante y encantador, nacido para el triunfo, que, sin embargo, no encuentra mejor destino. La obsesión, la locura, la pulsión de muerte, la pulsión sexual, son las mimbres psiquicas con las que Selby construye distintas tramas con un mismo fondo. El ritmo, embriagador, hipnótico, con ecos de su admirado Céline, arrastra al lector, lo quiera o no, hasta ese fondo, tras hacerle descender a través del denso caos mental de cualquiera de los dos personajes. Pero he dicho que voy a hablar de la desasosegante The Room. Me pongo a ello.

Conviene advertir, para empezar, que el depliegue rítmico y lingüístico llevado a cabo por Selby (lo más palpable, sin duda, que hallará el lector en esta novela), no hace sino redirigir la mirada hacia el subtexto. Este es un artefacto crítico (ojo, manéjese con cuidado). El lenguaje nunca es inocente, aunque quien lo emplee pueda efectivamente serlo (pero ese es otro tema). El lenguaje de Selby se antoja altamente corrosivo: el resultado de aplicarle un par de vueltas a los tornillos de Céline y Charles Bukowski. La materia, por sí misma, por cómo se usa, es el primer elemento de crítica. Veámoslo. Brutal y escatológico, el discurso antisocial del protagonista es el propio de un outsider forzoso:

Siempre hay alguien dispuesto a molestarte, a no dejarte en paz. Da igual lo simples que puedan ser las cosas, que siempre vendrá un hijo de puta a complicarte, a joderte la vida. Dios, cómo apesta este puto mundo, infestado de cretinos, de auténticos mierdas, con un sólo propósito: putearte. Vas a comprarte unos zapatos y le dices al dependiente cuáles quireres y tu talla, y enseguida vuelve para clazarte un número menos que te aprieta, y por más que insistes, él sigue tratando de convencerte de lo bien que te quedan y que luego ceden porque es piel de la buena, que te los lleves puestos y para cuando llegas a casa tienes ya una ampolla en el talón que no te deja vivir, y lo único de lo que tienes ganas es de volver a la tienda a meterle los zapatos por el culo al tío que te los ha endilgado (p. 227).  
Se trata de arremeter contra la arraigada hipocresía del modelo de vida americano (lo han hecho después, de muy distinto modo, los celebérrimos David Foster Wallace y Jonathan Franzen, por ejemplo), por medio de un lenguaje que, primero, recoja los usos más antagónicos y antimodélicos, la jerga vulgar, marginal y callejera de un submundo social ajeno a la frívola placidez indiferente de la hiperdemocrática clase media, y, segundo, que represente con absoluta minuciosidad una sucesión de escenas y ambientes donde la violencia, la deshumanización y lo aberrante alcancen un nivel tan real como insólito. El estilo de Selby va mucho más allá de la provocación; es una necesidad, una disposición de la sangre: la única manera de poner de manifiesto la capacidad del hombre para sufrir y hacer sufrir. Para dañar gratuitamente. Ejemplo de esto que digo es la hiperrealista violación que, con la acerada precisión de un frío escalpelo, nos es relatada en cierto pasaje de la novela. El lector asiste entonces a una autopsia de la agonía y la maldad, perfecta en su necesaria nitidez y, por ello, dolorosamente perdurable. No creo haber leído antes nada parecido. Fue valiente Selby. Lo fue muchas veces. Había que resquebrajar el puritanismo de la middle class, aunque ello supusiera la inmediata condena del sistema literario imperante (y así sucedió, pero esa es otra historia).

Hay también en The Room, no cabe ignorarlo, innegables reminiscencias kafkianas (El proceso). El protagonista, como el señor Josef K., se ve víctima de un engranaje implacable que lo tortura hasta el agarrotamiento. Mientras conserva intactas la ira, la rabia y la sed de venganza logra mantenerse mentalmente vivo, en pie de guerra. Pero, cuando hacia la parte final del relato adquiere fatal conciencia de su verdadera situación comienza a desesperar, cayendo de inmediato en un pesimismo sin salida:

Habría que concluir la batalla sin oponente, sin huesos que romper, sin carne que morder, sin entrañas que reventar y esparcir. Sin victoria, sólo sumisión (p. 233).
Es sintomático que el personaje experimente entonces un abandono no solo psíquico, sino también físico, corporal, no pudiendo apenas incorporarse de la cama, ni tan siquiera moverse. Los vómitos que entonces le sobrevendrán son un símbolo de una muerte lenta pero imparable que avanza por dentro, descomponiéndolo todo, susituyendo cada órgano por un vacío sin nombre. El individuo entiende que no hay escapatoria ante la terrible maquinaria del poder, que ésta acabará por destrozarlo. Asume su insignificancia. Una vez que la ira desaparece, la acedia toma el mando. Nada queda ya, salvo la resignación. Una resignación consciente, pues se hace cargo de su estado (se arrepiente, incluso) y denuncia lo que para él es una muestra de la falta de escrúpulos del aparato del sistema, ante el que se siente indefenso. La lucidez es, así, más terrible que la locura.

En resumen, es esta una novela sobre el desarraigo, la inadaptación, la soledad, la desesperanza, el odio, la violencia, la rebeldía y el arrepentimiento, donde el flujo libre de la conciencia, los recuerdos y las ensoñaciones (sin delirio) del protagonista, su lucha y su derrota, nos hacen reflexionar acerca de nuestras sociedades del simulacro posmoderno. Obviamente, el contenido simbólico espacio-temporal, centrado en el habitáculo (pegado al personaje como una segunda piel), daría para unas cuantas líneas más. Baste decir aquí que este contenido explica la ausencia de acción al uso en la novela de Selby.

Un último apunte. Para aquel que quiera leer algo semejante, en ritmo y en intención, entre nuestras letras hispánicas, recomiendo El índice de Dios (Madrid, Espasa Calpe, 1993), del narrador y poeta de origen inglés (residente en España, con alguna ausencia, desde los cuatro años), Roger Wolfe. Tengo entendido que la editorial Zut acaba de reeditar, con el título de El sur es un sitio grande, esta semiolvidada novela, que bien merecería próximo comentario.                   
        

lunes, 22 de diciembre de 2014

FELIPE BOSO: CUANDO EL POEMA SE MIRA

Formalmente, casi todos los poemas se parecen. Son visualmente muy reconocibles. Para el lego en materia lírica un poema no es sino un conjunto de líneas partidas dispuesto en el centro de la página. Sin embargo, dale a cualquiera un parte médico que cumpla estas condiciones y pensará, antes de leerlo, que es un poema. Ello sucede porque el objeto se impone siempre de primeras sobre el discurso verbal. Lo primero que nos llega a los ojos es el artefacto.

Se acepta generalmente que el poema es una combinación de palabra, ritmo y  pensamiento. De estar con Jakobson, diríamos que el principio lírico básico es la recurrencia, es decir, aquella manifestación empírica del hecho poético basada en la regla por la cual lo ya emitido vuelve a aparecer en la secuencia; o lo que es lo mismo: la poesía se fundamenta en el retorno de lo esperado, ya sea en el nivel fono-fonológico, en el morfosintáctico o en el semántico. Frente a la progresividad de lo narrativo, la lírica explora las posibilidades de la circularidad, la recreación, el paralelismo. Por eso hay ritmos acústicos y ritmos de ideas, o de pensamiento, como decía Amado Alonso.

Dicho esto, la tradición, la norma, están para romperlas. Todo creador debe aspirar a proponer no sólo nuevos discursos sino también nuevos códigos, nuevas rutas que abran vías de exploración del vasto universo artístico. Esta aspiración es lo que conocemos con el nombre de "vanguardia". Aunque a la postre se regrese a los modos canónicos, las prácticas vanguardistas son vitales como ejemplo de rebeldía y como paradigma de la ultrarrepresentación: el más allá de los lenguajes artísticos establecidos. Por eso hoy quiero hablar aquí de Felipe Boso, prestidigitador del signo concreto, poeta visual.

Felipe Boso (seudónimo de Felipe Fernández Alonso) nace en Villarramiel de Campos (Palencia) un 1 de junio de 1924. A la edad de nueve años se traslada junto con su familia a Santander, ciudad en la que su padre monta una fábrica de curtidos. Luego, de Santander pasará a la villa salmantina de Peñaranda de Bracamonte, donde estudiará parte del bachillerato (otra parte lo hará en Valladolid). En la Universidad de Santiago de Compostela obtiene su licenciatura en Historia, pero sus deseos formativos lo llevan más tarde a realizar estudios de Derecho en Salamanca y Filosofía en Madrid. Marchará después a Alemania, con el objetivo de llevar a cabo estudios de geografía, etnología y geología en el Instituto de Geografía de la ciudad de Bonn. Su importante labor como traductor y su vocación poética le llevan años más tarde a abandonar su tesis doctoral. Felipe Boso fallece en Meckenheim, cerca de Bonn, el 4 de febrero de 1983.

Como dejó escrito Fernando Millán en la introducción a Los poemas concretos de Boso (Valladolid , La Fábrica. Arte Contemporáneo, 1994), el poeta palentino trató de buscar una solución a la problemática fondo-forma mediante la formalización del fondo, porque: "en el fondo sólo hay forma". En efecto, en Boso el discurso es el lenguaje como materia. Aunque el poeta no abandonará nunca por completo el verso más o menos discursivo-comunicativo, su labor experimental en el terreno ya no sólo liríco sino también plástico irá con el tiempo esencializándose, desde el letrismo inicial al minimalismo semántico y material de trabajos como La palabra islas o la serie "Parafrase", hasta la búsqueda de la espiritualidad en la belleza sensual y elegante de la caligrafía zen de su última época. Algunos trabajos de su primer ciclo artístico, visual y discursivo, son: T de trama, Los poemas concretos, Libro casi blanco de Robinson, La palabra tierra o La máquina de escribir.

Precisamente, junto a mí, tengo un ejemplar de Los poemas concretos, de reciente adquisición. Es uno de los libros que Boso dejó listos para editar. Fue compuesto entre 1966 y 1978, de ahí que sea tan voluminoso. Está dividido en tres grandes partes: Libro azul, Libro rojo y Libro cárdeno. Se trata de una propuesta lírico-plástica de enorme originalidad. Es fundamentalmente un trabajo de poesía visual, lo que convierte estas páginas, por sí mismas, en un objeto artístico. No obstante, lo discursivo está presente, aunque en muy menor medida. Las series "Four Long Poems" y "Avales y salvedades" integran una buena muestra de textos vanguardistas. Algunos de ellos poseen una lógica discursiva que les hace destacar en medio de un conjunto que busca romper con los cauces semánticos tradicionales. La sorpresa en la combinación de las secuencias verbales y rítmicas, las repeticiones, el absurdo, la palabra por la palabra y el humor de estos poemas más o menos discursivos de Boso deben mucho a movimientos vanguardistas como el dadaísmo, el futurismo o el postismo.

Pero, en mi opinión, lo verdaderamente sustancial de Los poemas concretos de Boso, desde el punto de vista artístico, lo encontramos en la parte visual. Aquí el poema no se lee, se mira. Porque el significado está en la materia misma, en el juego que trata de liberar al signo de su viejo rol comunicativo, de su apego convencional, para hacerlo poéticamente consciente de sí mismo, recurrentemente autónomo en sus posibilidades plásticas. El poema se mira y también se toca. Porque la mano acude a la página en busca de respuestas, como rastreando la orientación de unos pasos aparentemente caprichosos. Sólo así el lector descubre el propósito de Boso: desautomatizar las unidades más básicas del lenguaje, poniendo su materialidad en relación armónica con el mundo, revelando la espacialidad mundana de sus formas.

Ya hemos advertido que la verdadera vanguardia nace de la rebeldía. Pues bien, la rebedía que subyace en el Boso experimental tiene un sentido crítico-social en ocasiones muy marcado. Boso canaliza el sentimiento de rechazo por lo establecido, por las injusticias políticas del momento (véanse los poemas "Saña" o "Victory", por ejemplo, el primero contra la dictadura de Franco, el segundo contra la guerra de Vietnam), a través del rechazo del lenguaje no consciente que sustenta lo establecido. La deconstrucción de la realidad comienza así por los elementos primordiales de los que está hecha. La experimentación y el juego discursivo-material son en Boso instrumentos que, conjuntamente con el sarcasmo o la ironía, ayudan a combatir los viejos paradigmas desde su raíz. La formalización del fondo de la que hablábamos antes no impide la crítica contestataria, sino que la potencia. Ello demuestra que la poesía no discursiva es capaz de llevar a cabo desvelamientos ideológicos y compromisos colectivos con igual o mayor eficacia que la poesía figurativa. La forma es el significado, o lo que es lo mismo: el uso de la forma es el nuevo signo, que a su vez apunta hacia una parcela de la realidad que se rechaza. El juego de Felipe Boso, pues, no tuvo nada de inocente.   

"Poema II"
"Gestación de la A"


"Mi perra vida"


 * Los cinco poemas aquí reproducidos se han tomado del libro de Felipe Boso Los poemas concretos, Valladolid, La Fábrica. Arte Contemporáneo, 1994).      
      

jueves, 14 de agosto de 2014

HO XUAN HUONG: "¡QUÉ DESTINO DE PERRA!"

Alrededor de sesenta poemas dejó una de las voces líricas más carismáticas de la literatura vietnamita, Ho Xuan Huong (1772-1822); sesenta poemas que están entre lo mejor que en lengua nôm se ha escrito nunca. Nacida al final de la dinastía Lê, los hechos de su vida nos son en su mayor parte desconocidos, pero se sabe que vino al mundo cerca de Hanoi y que contrajo matrimonio en dos ocasiones, siempre como esposa de segundo rango.

Rebelde, heterodoxa, contestataria, Ho Xuan Huong no dudó en lanzarse contra el rígido sistema confuciano y los prejuicios sociales, convirtiéndose en referente de la mujer no resignada, es decir, aquella que no reconocía la superioridad del hombre, llegando a defender, incluso, la figura de la madre soltera. La experiencia en el concubinato tuvo mucho que ver en la forja de su actitud beligerante y su mentalidad independiente. Valiéndose de la sátira, la ambigüedad y la ironía, Ho Xuan Huong ridiculiza el establishment masculino: el tráfico de influencias, el caciquismo, la corrupción de los altos mandatarios o la ignorancia de letrados y bonzos. Sus poemas son como abanicos irreverentes que agitan y desarbolan las convenciones sociales.

No cabe duda de que poseyó una gran cultura (de hecho, frecuentaba los cenáculos literarios y solía viajar a lo largo del país) y de que estuvo dotada de una inteligencia sagaz, especialmente afilada para el desvelamiento crítico. Aquí, el amor erótico, el cuerpo femenino y sus secretos, fueron esenciales. El sexo, representado simbólicamente a través de los elementos más cotidianos, fue precursoramente utilizado por Ho Xuan Huong como un poderoso instrumento de combate. Temática y estéticamente originalísima, optó por un lenguaje sencillo, a menudo coloquial y juguetón, donde están ausentes las formalidades contemporáneas, como la alusión a los clásicos, muy frecuente en la poesía de la época. 

Todo ello hizo que los poemas de Ho Xuan Huong alcanzaran enorme popularidad. Inimitable e inigualable en su género, merece ser reivindicada también en Occidente como un verdadero puntal en la literatura feminista de todos los tiempos.


COMPARTIR A UN ESPOSO

Ay, compartir a un esposo con otra,
¡qué destino de perra!
Una duerme bajo bien enguatadas
mantas mientras la otra se congela.
Al azar, le reserva él un encuentro
al mes, una o dos veces, o ninguna.
Se le aproxima para arrancarle un bocado,
pero está el arroz mal cocido.
Se le sirve como una fiel sirvienta,
pero ¡ay!, una sirvienta sin paga.
¡Pobre de mí! Si hubiera yo sabido
que esto iba a ser así, me habría
quedado sola, como antes.


EL ABANICO

¿Son diecisiete o dieciocho?
¿Cuál es el número exacto?
No se lo sabe, pero se te ama
y no se quiere separar de ti.
Se te ama cuando en fina delgadez
abres tu cuerpo triangular.
Se te ama si del todo acurrucada
te encuentras con la espiga que te ensarta.

Mientras más calor hace,
más uno ama tu frescura,
no se cansa de ti en la noche
y también se te ama de día.
La goma de kaki* hace que sean
rosadas tus mejillas.
Los reyes y señores sólo aman
esta minucia. 

* Fruta cuya savia se utilizaba para pegar los abanicos.


EL COLUMPIO

¡Bravo! para los que plantaron
hábilmente cuatro pilares.
Unos suben para mecerse
y otros miran el balanceo.
Arquea el muchacho sus rodillas
de grulla, y hala y hala sus riñones;
la muchacha flexiona su cuerpo de avispa,
se tiende y tiende los senos arriba.

Cuatro piernas de pantalones
rosados chasquean al viento,
y dos pares de muslos blanquecinos
se extienden paralelamente.
¿Saben acaso aquellos que practican
estos juegos primaverales
que una vez retirados los postes
los huecos quedan en el abandono?


(Traducción, para los tres poemas, de Nguyen Manh Tu. Versión poética de David Chericián. Poesía vietnamita. Siglos X al XX, Ciudad de La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1984)



 

lunes, 11 de agosto de 2014

SOBRE LA MELANCOLÍA


Edvard Munch, Melancolía, 1894-1896
Ya sea considerada como una enfermedad, un estado emocional de cierta duración, espiritual o concreto de percepción, o como un carácter que dispone y condiciona el ser irremediablemente ante la vida, la melancolía ha sido y es estudiada por la medicina, la filosofía y las artes, evidenciándola como una realidad a la que son proclives ciertos seres humanos, ya sean sanos o enfermos, desgraciados o elegidos. Hay, no cabe duda, un “vínculo circular entre conciencia melancólica y genio creador” que se ha mostrado, al menos en lo intelectual, a todas luces imperecedero, y que “constituye una de las tradiciones más densas de nuestra cultura occidental” (Bolaños, 1996, p. 19). Este vínculo me ha interesado desde siempre, porque la literatura (y el arte en general) es un campo históricamente abonado de espíritus melancólicos, pensemos en Leopardi, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik o Juan Ramón Jiménez, por ejemplo.

Galeno definía la melancolía, allá por el siglo II, de esta forma: “Ensoñación sin fiebre, acompañada de miedo y de tristeza” (Jackson, 1986, pp. 48-50). Este mal (o virtud, según se mire), que Kierkegaard llamó “incurable y constitucional”, es definido por la Psiquiatría actual como una “manía caracterizada por la tristeza”, y Freud habló de ella en relación con el duelo en el texto de 1917, La aflicción y la melancolía, en estos términos:

La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones de que el paciente se hace objeto a sí mismo y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo (Freud, 1948, p. 1088).

A lo largo del tiempo, desde el clasicismo hasta la última metafísica, se ha conceptuado la melancolía a través de una larga cadena de manifestaciones, tanto sintomatológicas como espirituales, a saber:

Preocupación por el cuerpo, tristeza y temor sin causa, epilepsia, obsesión por la muerte, afanes de grandeza, pérdida de la razón, spleen, hipocondría y gusto por las farmacias, superioridad espiritual, misantropismo, hiperestesia, taedium vitae, ideas fijas, carácter extravagante, narcisismo, tendencia al suicidio... (Bolaños, 1996, p. 19).

Robert Burton, en su magna Anatomía de la melancolía, señala las distintas especies del “mal sagrado”. Entre otras, nos habla de las melancolías religiosa y amorosa, como de sus posibles causas: desde Dios, la soledad, la ociosidad, el exceso de imaginación o el aprendizaje y el estudio en exceso, hasta la lejanía del ser amado y la muerte o la pérdida de seres queridos (Burton, 2006, p. 72 y ss.).

Por su parte, Aristóteles nos dice, en el famoso "Problema XXX" de sus Problemata (tomaré al sabio estagirita por su verdadero autor pese a las dudas que se plantean al respecto), que todos los seres humanos sufren en ciertas ocasiones de athymías, esto es, que todos alguna vez se sienten más o menos afligidos, “pues en la mezcla de cada cual se halla un poco del poder de la bilis negra” (Aristóteles, 2007, p. 95); pero acto seguido nos aclara que si bien la aflicción puede ser tenida como bastante democrática, hay individuos “a quienes les afecta en lo profundo” (ibíd., p. 95), pues poseen un evidente exceso de bilis negra, y, en consecuencia, decimos que tienen carácter o temperamento melancólico. Si la mezcla de la bilis negra, explica Aristóteles, reside en la persona de manera muy concentrada, entonces ésta será extremadamente melancólica; pero si “la concentración se halla un poco atenuada”, es decir, en equilibrio relativamente estable, la melancolía que genere puede hacer del individuo alguien excepcional (ibíd., p. 97). Así, Aristóteles relaciona, por primera vez en la historia del pensamiento, genio y melancolía, relación que, salvando las distancias, en el plano intelectual e incluso en el médico, con olvidos (ahí está la Edad Media) y recuperaciones (pensemos en Marsilio Ficino, en el Renacimiento), ha llegado hasta nuestros días. Existiría una melancolía genial, según él, y, digamos, otra que sólo debe ser tomada por un tipo de enfermedad. Advierte que con no poca frecuencia, “a nada que se descuiden”, la melancolía genial deriva en el tipo enfermedad, precisando que, sin embargo, el recorrido inverso es completamente imposible (ibíd., p. 97). Recordemos, no obstante, que Platón, contemporáneo joven de Hipócrates, ya había hablado de una “manía divina” y de una “manía patológica”, diferenciando dos tipos de locura, y que Aristóteles, posiblemente, lo que logró fue integrar esta locura divina platónica dentro de las teorías médicas sobre la melancolía (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991, p. 8). Hipócrates, en su De la naturaleza del hombre, fue el médico que en la última parte del siglo V a.C. construyó una teoría a partir de la unión de los cuatro humores (sangre, bilis amarilla, flema y bilis negra), que fue, durante aproximadamente dos mil años, el único esquema explicativo para el estudio de las enfermedades, la melancolía entre ellas (Jackson, 1989, pp. 18-19). El exceso en el organismo de bilis negra, humor de naturaleza viscosa asociada a las cualidades de frialdad y sequedad, fue durante muchos siglos reconocido, por tanto, como factor causal del mal melancólico, siendo sus principales síntomas el miedo y la tristeza, hasta que, de forma pionera, el médico Thomas Willis (1621-1675) se separa de la tradición, discrepa de la teoría humoral y con ella de la existencia de aquella vieja bilis negra, procurando dar explicación al hecho melancólico a través de otros caminos, como efectivamente iba a hacerse en el futuro (ibíd., p. 107). Con el nacimiento en el siglo XIX de la Psiquiatría moderna el término melancolía, en el ámbito médico, provoca grandes recelos a causa de sus reminiscencias “humorales”, y comienza a ser sustituido por el de depresión, que ya en el siglo XVIII fue usado en algunos escritos médicos y no médicos. Será en el siglo XX cuando dicho proceso de sustitución se complete quedando el término melancolía restringido al plano intelectual, filosófico, literario, religioso, etc, si bien resurge de nuevo, más o menos recientemente, en la Neuropsiquiatría, para denominar un subtipo de episodio depresivo importante (ibíd., 17-18).

BIBLIOGRAFÍA

ARISTÓTELES, El hombre de genio y la melancolía, Barcelona, Acantilado, 2007.

BOLAÑOS, María, Pasajes de la melancolía. Arte y bilis negra a comienzos del siglo XX, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996.

BURTON, Robert, Anatomía de la melancolía, Madrid, Alianza, 2006.

FREUD, Sigmund, Obras completas, vol. I, Madrid, Biblioteca Nueva, 1948, pp. 1087-1095.

JACKSON, Stanley W., Historia de la melancolía y la depresión, Madrid, Turner, 1986.

KLIBANSKY, Raymond, PANOFSKY, Erwin y SAXL, Fritz, Saturno y la melancolía: estudios de historia de la filosofía, de la naturaleza, la religión y el arte, Madrid, Alianza, 1991.
 

sábado, 9 de agosto de 2014

CLAUDIO RODRÍGUEZ: ÚLTIMA AVENTURA

No hay estudio o ensayo sobre el poeta Claudio Rodríguez (1934-1999) en que se deje de proyectar, como acrónica pareja de baile, la sombra del iluminado y eternamente embriagado Arthur Rimbaud, "ese desconocido", en palabras de D´Aubonne; o ese "místico en estado de gracia", según el requetecatólico Claudel. Más allá de cualquier herencia estética (qué poeta contemporáneo no ha bebido gustoso del febril licor del bardo de Charleville), la razón es de sobra conocida. Como Rimbaud, pero en otro tiempo, en otro espacio, Claudio Rodríguez sacude los cimientos del Parnaso patrio a la temprana  edad de 19 años. Como Rimbaud, el zamorano irrumpe, asombra, enmudece, con un libro portentoso, visionario y órfico, mimado de principio a fin por el huidizo aliento de las musas más altas, Don de la ebriedad. Con él gana en 1953 el Premio Adonais; con él gana también la literatura española una de las voces más extraordinarias de la generación del 50. Hubo más libros, más poemas, después de Don de la ebriedad, por supuesto, pero creo que, aunque de magnífica factura, no superan (sólo complementan) ese primer deslumbramiento, esa celebración embriagada de la vida. Yo, que nací y crecí en Zamora, tuve la fortuna de conocer muy pronto la obra de Claudio Rodríguez. Fue en el colegio, de la mano de un maestro de la vieja estirpe, letraherido y republicano (y del Real Madrid, porque una cosa no quita la otra), al que llamábamos don Felipe. Aquel era un maestro de hechuras machadianas (torpe aliño indumentario, sempiterna caspa en los hombros), realista y soñador a la vez, de carácter bondadoso y ademán ilustrado. A algunos nos humanizó a fuerza de figuras retóricas y de versos con lluvia en los cristales: Jorge Manrique, Garcilaso, Quevedo, Espronceda, Bécquer, Rosalía, los Machado, Juan Ramón, Lorca, Alberti, Blas de Otero y, claro ésta, Claudio Rodríguez.

Más tarde, residiendo ya en otra ciudad, a la edad de 20 o 21 años, leí la obra completa de Claudio, y desde entonces vuelvo a ella cada cierto tiempo. Tengo la sensación de que siempre crece, en especial ese maravilloso libro inaugural, el que sigue fascinando a los nuevos lectores. El poeta, que murió en Madrid (donde residió la mayor parte de su vida), está enterrado en el cementerio de la capital zamorana, un camposanto de los de antes, de cipreses gerardianos, musgosas losas desleídas y panteones decadentes. Cuando razones familiares me han llevado hasta allí, por desgracia, he pasado algunas veces, de camino, junto a su tumba. No suele faltar, sobre el surco tallado en la piedra, una rosa solitaria. El surco, quizá el símbolo de su obra por excelencia. De hecho, el epitafio reza: "El primer surco de hoy será mi cuerpo", primer verso del poema "Canto del despertar".

Nada importante queda por decir de la poesía de Claudio Rodríguez que no se haya dicho ya, por eso no me voy a detener en consideraciones ético-estéticas o en pormenores filológico-lingüísticos sobre los que se ha escrito ya muy bien y por extenso. Tampoco entraré en detalles biográficos que no vengan al caso. Si hoy me he puesto a hablar de Claudio es porque acabo de hacerme con un ejemplar del último libro de poemas que dejó escrito, aunque no terminado: Aventura.

Primera versión del poema "Sorpresa"
Difícil de encontrar, se trata de una edición facsimilar, de gran formato, preparada por Luis García Jambrina (zamorano también, filólogo, escritor y profesor de la Universidad de Salamanca) para la editorial salmantina Tropismos, que con ella, en 2005, comenzaba su andadura. Se acompaña de una Introducción, escrita por Jambrina, y diversa bibliografía. Pero esto es lo de menos. Lo que hace de esta edición (la única que existe de Aventura y, al parecer, la única que podrá existir, según expreso deseo de su viuda, Clara Miranda) un acontecimiento interesante, ya sea para el admirador, el coleccionista o el estudioso, es el modo como se presenta la colección de poemas. Más que una obra nueva es un "documento único", en palabras del prologuista. A cada texto, escrito a máquina, le siguen sus diferentes versiones manuscritas, todo original del poeta. Ello permite comprobar, de primera mano, no sólo las complicadas y sucesivas fases del proceso creativo de cada poema hasta su último estado (cambios, tachaduras, añadidos, dudas...), sino también el objetivo estético que guía las técnicas y operaciones. No es nada frecuente que algo de esta clase se ofrezca al público, al que, mediante esta edición, se le permite observar el azaroso proceso de escritura, desde el primer borrador apresurado, con letra veloz apenas esbozada, como reflejando el temor de que el fogonazo de la idea o el rapto del ritmo fueran a evaporarse de un momento a otro (las líneas parecen querer irse aún detrás de la vacilante mano que las trazó), hasta la versión mecanografiada, no exenta tampoco de enmiendas y descartes.
La historia es la siguiente, y dejo hablar a García Jambrina:
 ... Desde hacía algún tiempo, tenía un nuevo libro entre manos, con el título provisional de Aventura. Habría sido el sexto de su breve, aunque intensa, trayectoria, pero, al igual que su vida, quedó truncado e inconcluso para siempre. Algunos meses antes de morir, cuando nadie preveía el inminente desenlace, le comentó a su esposa, Clara Miranda, el orden de los once poemas que tenía ya escritos e, incluso, le pidió que pusiera los títulos en una pequeña tarjeta (...) Al parecer, el poeta pensaba incluir ahí nuevos poemas, con el fin de completar el libro. Por desgracia, le faltó tiempo para componerlos y para revisar y corregir los ya escritos (p. VII)
 
"Poemas de Aventura", puede leerse
Queda claro, entonces, que Aventura no es un libro sino un proyecto interrumpido todavía en su fase temprana, de ahí que sus editores eligieran presentarlo en forma facsimilar, con el propósito de no alterar en nada el material que el poeta guardaba en una sencilla carpeta de color azul, lo que sin duda una edición al uso, que hubiera tenido que intervenir sobre (o sea, profanar) los textos inacabados, habría hecho. Esta es básicamente la razón por la que la viuda del poeta rechaza incluir Aventura en su "poesía completa", fijada tras la muerte de Claudio en la edición de Tusquets, de la que ella precisamente se había hecho cargo. Es una decisión acertada, me parece. No hubiera sido muy legítimo, dado el estado inconcluso de los textos, aunque ya sabemos la cantidad de desmanes, sacrilegios y arbitrariedades que los editores han cometido a lo largo de la Historia con los indefensos poetas muertos. Por ello doy más valor a la decisión tomada en este caso.

Versión manuscrita del poema "A veces"
¿Y sobre los poemas, qué decir? Bueno, uno va a reencontrarse con los temas y elementos más típicamente claudianos: la naturaleza, la meditación sobre el paso del tiempo, la vejez, la muerte. Uno va a reencontrarse también en Aventura con estructuraciones familiares: el léxico, la sintaxis, los ritmos, los metros, las adjetivaciones, las imágenes, las inversiones semánticas, las antítesis o las paradojas son fiel continuación de su pulso inconfundible. Quizá haya en ellos cierto decaimiento, no digo que no, pero un decaimiento natural, después de todo.

Hay también en Aventura paisajes que se repiten, y no me refiero aquí al páramo castellano sino al norteño, concretamente al del Cantábrico. Tres poemas recogen el fondo marítimo: "Meditación a la deriva", y sobre todo "Marea en Zarautz" y "Galerna en Guetaria"; los tres fruto de la experiencia vasca (desde mediados de los cincuenta el poeta solía veranear en Zarautz), tierra que amaba y que le marcó profundamente, y que ya había nutrido poemas anteriores como "Espuma", del libro Alianza y condena, de 1965.

En fin, estos once poemas finales o, más que finales, en puntos suspensivos (ad eternum), cierran la aventura de toda una vida. Este es un término fetiche en la poesía de Claudio Rodríguez. Aventura. "Poemas de aventura" se puede leer sobre la superficie de la carpeta de gomas en la que descansaba su último legado poético. Y en el prólogo a Desde mis poemas (Madrid, Cátedra, 1983) dejaría escrito lo siguiente: "La poesía es aventura-cultura. Aventura leyenda, como la vida misma, fábula y signo. Y temple, repito, en vibración como fondo del misterio". Hermosas y certeras palabras, las de Claudio (quién mejor que él), para cerrar estos garabatos de hoy.