viernes, 25 de agosto de 2023

LAS COSAS Y LAS NO-COSAS

 

A propósito del Rastro de Madrid, recuerdo que Andrés Trapiello (uno de los que mejor lo ha estudiado) dice en una entrevista algo así como que a aquel lugar uno va en busca de lo que ha perdido o le han robado, casi siempre en su infancia. Los que, como quien esto escribe, sean o hayan sido merodeadores habituales de este laberinto elegíaco de los domingos de Madrid, sabrán que el escritor leonés está en lo cierto. Al Rastro uno va a darse un baño de cosas, muchas veces sin la estricta urgencia de hallar algo preciso que no encuentra en otra parte. Allí las cosas son las que normalmente eligen a quien tiene los ojos suficientemente abiertos, y no tanto al revés. De entre todos los objetos que allí se exponen, a la espera de una segunda vida (o tercera o cuarta), son en efecto los relacionados con la infancia algunos de los que tienen mayor presencia; porque quién sin remordimiento se atrevería a tirar a la basura aquello que le hizo feliz: muñecas, muñecos, marionetas, trenecitos, álbumes de cromos, coches pulga… Es el recuerdo asociado a la cosa lo que a menudo nos impide destruir (o más bien condenar a una casi segura destrucción) estos objetos ya del todo inútiles para nosotros, pero que el tiempo ha revestido de un aura indestructible cuya presencia nos reclama poderosamente, invitándonos a la experiencia sensorial de su materia, de sus formas; una experiencia igualmente dulce y amarga, por cuanto gracias a ella recordamos aquel tiempo de ingenua y genuina felicidad, perdido para siempre. Quizá sea este el motivo por el que, llegado un día, preferimos librarnos de ellos a través de un canal alternativo que nos haga sentir menos culpables, pues frente a la desaparición o el infame arrumbamiento de aquellas queridas cosas, nos hace más fácil la separación el saber que otras manos les darán un nuevo uso, una nueva oportunidad. En realidad lo que nos duele es desprendernos no tanto de la cosa como de los recuerdos felices de los que esta se halla investida, más aún si, como vengo diciendo, simboliza una época en la que nuestras manos ponían el objeto en acción mediante el juego directo y la fantasía. Desprendernos de esos juguetes que, por lo que sea (pese a las idas y venidas, pese a los distintos naufragios), todavía atesoramos, es como decir adiós nuevamente a aquella época y morir un poco más. El vendedor del Rastro estará ahí entonces para aliviarnos el duelo.

En el fondo, claro, hay aquí un fetichismo, y una superstición. En el fondo existe la creencia, el temor, de que si traicionamos nuestra infancia destruyendo los objetos que más la representan ésta se acabará vengando de nosotros. En cambio, hacerla vivir en otras manos exorcizará su venganza. Similarmente ocurre con los espejos. El Rastro está lleno de ellos. Ya se sabe que romperlos conlleva siete años de mala suerte, así que mejor es no arriesgarse…

El Rastro nos pone ante un “mundo de cosas”, en el sentido literal de la expresión. Porque nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Las cosas que la gente ya no quiere o ha desechado por cualquier motivo están en el Rastro. Estas cosas nos hablan de un mundo que por lo general pertenece al pasado, incluso al pasado ya remoto. El mencionado Andrés Trapiello y, antes de él, otros como Mesonero Romanos, Gutiérrez Solana o Ramón Gómez de la Serna (gran atesorador de la menudencia) sufrieron la fascinación de este mundo de cosas. Todos ellos tienen en común la obsesión por el detalle y el registro de lo cotidiano, es decir, por la literatura que hay en la memoria de los objetos que nos rodean. El Rastro viene a ser una especie de santuario de lo ínfimo. Pocos lugares hablan con más profundidad de la vida. Allí las cosas despreciadas vuelven a apreciarse, adquiriendo a ojos de quien sabe valorarlas un nuevo significado. Nada, me parece, dice más profundamente de lo humano que este purgatorio de las cosas, en espera de ser salvadas.

Decía antes que nuestro mundo siempre fue un mundo de cosas. Hoy puede que ya no tanto, o que tal vez sea ya un mundo en el que las no-cosas (como la antimateria) se estén apoderando del propio mundo y de nosotros mismos, vertiginosamente. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959) habla de esto en su ensayo No-cosas. Quiebras del mundo de hoy, editado en castellano por Taurus en 2021, con traducción de Joaquín Chamorro Mielke. Gracias a dicho ensayo, Han ha conocido una súbita popularidad fuera de los círculos universitarios o ambientes especializados en los que hace tiempo que era muy tenido en cuenta. Razones sobran para entender el éxito de este libro y de otros que han venido tras él; algo extraño, no obstante, tratándose de filosofía. En primer lugar está la sencillez en el lenguaje y en las ideas; sencillez estrechamente unida a la claridad pedagógica de las imágenes. Pensando en el lector medio, la disertación es ligera, en buena hora desvestida del aparato intelectual y el parloteo críptico que caracteriza a la filosofía más sesuda. En segundo término, sin menoscabo de su pertinencia, el lector tiene la impresión de que las conclusiones que allí se van desgranando no solo explican el mundo actual (su mundo), sino que de alguna manera confirman sus propias conclusiones, a las que sin saberlo había llegado antes siquiera de haber escuchado el nombre del autor. En cierto sentido, Han constata lo obvio a través de este ensayo, y ello, repito, no merma su importancia, más bien todo lo contrario: interpretar una percepción común, pero amorfa, invertebrada, y sintetizarla a través de un lenguaje plenamente comprensible nunca fue tarea fácil. Han pone nombre a aquello que no sabíamos, pero que sí intuíamos que estaba ahí. Nombrar es oficio de filósofos y de poetas. En esto literatura y pensamiento se dan la mano.

Para Han, “hoy nos encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas”. La multiplicación por doquier de artefactos y cachivaches tecnológicos que experimentamos en nuestra vida cotidiana hace precisamente que las cosas se vuelvan intrascendentes, invisibles. Dice Han: “Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos. Ya no habitamos la tierra y el cielo, sino Google Earth y la nube. El mundo se torna cada vez más intangible, nublado y espectral. Nada es sólido y tangible” (p. 12). Vivimos inmersos, según el autor, en un proceso imparable de descosificación del mundo. El orden de lo digital se va imponiendo progresivamente al orden de lo terreno. La información, a la que estamos enganchados como auténticos infómanos, recubre todas las cosas, escondiéndolas, anulándolas. Así, las cosas se transforman en infómatas, simples actores que procesan información. Hemos dejado de manejar las cosas para tener con ellas una relación de comunicación o interactuación: “el ser humano […] es un inforg que se comunica e intercambia información” (p. 16). Imposible que el ser humano de hoy lleve a término el buen consejo machadiano de detenerse a escuchar una sola voz entre todas las voces. Vivimos en el vértigo de la inmediatez, la imprevisibilidad y el continuo cambio. No hay tiempo para el tiempo. Somos un Phono sapiens “manualmente inactivo” que juega con la pantalla de su smartphone. Elegimos, pero no actuamos. Ya no queremos tanto poseer como experimentar. Estamos perdiendo la relación íntima con las cosas. Por eso el coleccionista es un resistente, es justo lo contrario del consumidor. Al coleccionista le interesa la historia, la fisonomía, la materia de las cosas, su intimidad. Una de las tesis centrales del ensayo de Han explica el actual desprestigio de la memoria y el consecuente derrumbe de la historia en las sociedades del capitalismo de la información. Nuestro olvido de las cosas nos conduce al olvido de nuestro pasado, pues las cosas a las que ya no escuchamos hablan de nosotros mismos y de cómo éramos. En un momento dado, el autor contrapone la foto analógica a la digital, como ejemplo de este olvido de las cosas. La fotografía digital no es una cosa, es una información; no se posee, no se maneja, no envejece al mismo tiempo que envejecemos nosotros, carece de valor histórico. Sin embargo, estando de acuerdo con Han, hace pocos días leí en un periódico en papel (una de las muchas cosas que ya están desapareciendo tras el empuje del no-periódico digital) que la fotografía analógica (de carrete y revelado) está viviendo una sorprendente nueva vida al ser recuperada por los más jóvenes, que ahora quieren (como decía el reportaje al que me refiero) guardar y atesorar las fotos en álbumes de la misma manera que hacían sus abuelas. Modas aparte, que quizás solo sean los coletazos de un mundo que va muriendo, parece que los análisis del filósofo surcoreano son bastante certeros. El selfi, las pantallas, la inteligencia artificial, el big data, nos alejan del conocimiento del mundo y de nosotros mismos, encerrándonos en una permanente distracción narcisista de informaciones y juego. El mundo, dice Han, está condenado al ruido, por cuanto el silencio (“el lenguaje discreto de las cosas”) es un rito sagrado que requiere tiempo y atención. Por eso el capitalismo ama el ruido, porque el silencio es liberador. Hoy no estamos en condiciones de escuchar y casi nada es ya sagrado.

De los capítulos que componen el ensayo de Han, dos me han hecho disfrutar especialmente: “Vistas de las cosas” (en particular la sección denominada “El olvido de las cosas en el arte”), con jugosas referencias culturales y, sobre todo, literarias, que enriquecen el texto y sirven de sostén al entramado de ideas, y el último, “Una digresión sobre la gramola”, donde el autor, de forma divertida, aligera aún más el tono y, a partir de una anécdota personal (una caída de la bici frente a una vieja tienda de gramolas), construye una oda final al objeto, a modo de colofón.

Estemos o no irremediablemente abandonados a este olvido de las cosas que Byung-Chul Han nos señala, el domingo que viene habrá Rastro (ojalá siga habiéndolo por muchos años) y yo, por mi parte, espero darme un buen baño (sagrado) de cosas, en busca de lo que he perdido o me han robado en la infancia. Como minúscula reivindicación de la memoria, no está mal.  

sábado, 19 de agosto de 2023

EL ARTE DE LA DESAPARICIÓN: JOSÉ MARÍA FONOLLOSA

Ficción no es realidad, pero la ficción es una realidad seleccionada y asimilada,

la ficción es una realidad ordenada y provista de un designio.

Thomas Wolfe

 

Me gusta creer que el hombre que escribe es a su vez escrito por lo que escribe; que el autor no es sino la obra de su propia obra: una entidad imaginada y elaborada por cada una de las palabras que ha legado.

Esta paradoja me lleva a pensar que tal vez lo escrito es para el autor un abrazo mortal (por cuanto lo borra, lo aniquila), una progresiva desaparición en el plano de lo real al mismo tiempo que otra apariencia cobra forma en el plano de lo posible o imposible imaginado. Nace así el autor, una construcción del “no-lugar” absoluto. 

 

Vuelvo a esta paradoja siempre que pienso en José María Fonollosa. 

Porque a un poeta no le pedimos que diga la verdad, en el sentido de lo que es comprobable y, por tanto, veraz (verdaderamente acaecido o existente), como sí le pedimos, por otra parte, al historiador o al biógrafo, pongamos por caso; a un poeta, a un buen poeta, le pedimos que nos diga “su verdad”, la Verdad escrita con mayúscula; le pedimos que nos lleve de la mano al corazón de la verdad, a lo que permanece velado, oscurecido por la hojarasca de las certezas cotidianas; a aquello que siempre supimos y que, sin embargo, habíamos olvidado que sabíamos. Digo esto a propósito de unas palabras de Darío Villanueva sobre poesía y verdad leídas hace poco, las cuales parten de los conocidos versos de Pessoa (“El poeta es un fingidor…”) y que a su vez me sirven para reflexionar un poco aquí sobre el que a mi modo de ver es uno de los poetas más singulares de la literatura en castellano.

Fonollosa es un enigma. De hecho, cuanto más trata uno de indagar sobre su vida, sobre el hombre que se esconde detrás de las palabras, tanto más este se ensombrece y se disipa. Es tan enigmático que podría decirse que casi no existió. Yo me pregunto: ¿hubo una vez un tal José María Fonollosa, poeta, nacido en Barcelona…? Y si en verdad lo hubo, ¿escribió realmente los versos de Ciudad del hombre? Recuerdo haber leído en cierta ocasión que hace años algún crítico cuestionó seriamente la existencia de Fonollosa, quien, según este crítico, se trataba en realidad de un personaje ficticio, un heterónimo creado presuntamente –así se especulaba- por el poeta Pere Gimferrer y algunos editores. ¿Es Fonollosa entonces menos real que Shakespeare o Borges? La historia de la literatura es la historia de unas cuantas metáforas (estoy apropiándome de algo que dijo Borges): traslaciones, superposiciones, transfiguraciones, suplantaciones; una representación coral en la que los papeles constantemente se intercambian y se reescriben hasta hacer imposible tanto una fehaciente identificación de los intérpretes originales como una reconstrucción lineal de los personajes puestos en escena. Como lectores, podemos jugar al quién es quién, al quién dijo qué, al qué hace a quién o al qué es el qué, pero el texto seguirá ahí, esperando.   

Yo descubrí a Fonollosa a través de la edición de Sirmio (Ciudad del hombre: New York, Barcelona, 1990), hoy casi imposible de encontrar. Lo pedí prestado en la biblioteca de mi ciudad y lo leí de un tirón en la cafetería de enfrente. Diversos avatares que no vienen al caso sufrieron estos poemas hasta la llegada de la edición definitiva de Edhasa. Resumiendo, Ciudad del hombre constituye el proyecto de una vida, aunque hay que precisar que este libro no fue ni mucho menos el único del autor, pero sí su máxima y más conseguida expresión como poeta. Quien lea los poemas de Ciudad del hombre se enfrentará a una vasta telaraña de voces, o lo que es lo mismo, a un baile de máscaras compuesto por un poeta empecinado en llevar a término eso que Baudrillard llamaba el “arte de la desaparición”. En su ensayo El otro por sí mismo el pensador francés planteaba esta sugerente hipótesis dentro de un análisis de la sociedad posmoderna:  “ ¿Si ya no se tratara de oponer la verdad a la ilusión, sino de percibir la ilusión generalizada como más verdadero que lo verdadero? ¿Si ya no hubiera otro comportamiento posible que el de aprender, irónicamente, a desaparecer?”. En este sentido, la magna obra de Fonollosa parece constituir un reflejo lírico del arte de la desaparición, en sintonía con una tendencia que, desde Rimbaud (“Yo es otro”) hasta (de nuevo) el fingidor Pessoa, viene manifestándose como escape al monólogo interior romántico de la mera expresión íntima de unos sentimientos descarnados, sinceros, volcados sobre la página desde la misma interioridad de un yo inequívoco. El abandono de los grandes discursos, el progresivo desvanecimiento de todo lo que había sido sólido e inconmovible, se intensifica en el mundo posindustrial, sobre todo tras el fin de la Guerra Fría y la expansión triunfante del modelo tardocapitalista de consumo, aunque los primeros síntomas puedan encontrarse ya en el periodo de entreguerras. El sufriente y auténtico yo romántico, el rocoso yo del realismo, desde las vanguardias (herederas de algunos avanzados como el mencionado Rimbaud), se abandonan cuando el sujeto comienza a fragmentarse en su autocontemplación irónica y narcisista, proceso que no ha hecho más que intensificarse gracias a la digitalización de nuestro mundo, engañosamente transparente y olvidado de la memoria de las cosas (ahí está el reciente análisis del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, No-cosas, muy recomendable). Si el simulacro, la fractura esquizofrénica de lo factual,  empezó por la disgregación del propio sujeto en múltiples microsujetos, la verdad (el conocimiento del mundo y de sí) dejó de ser seductora desde el momento en que se sustituye por la bruta información. Para Baudrillard, lo que seduce es “el secreto que circula no como sentido oculto, sino como regla de juego, como forma iniciática, como pacto simbólico”. La poética de Fonollosa se inscribe en ese momento de transición en el que se intenta contrarrestar la pérdida del aura (diría Benjamin) mediante el juego irónico del ocultamiento de un yo cada vez más débil (líquido, dirían otros) tras su fractalidad simulada en versiones alternativas. Así, cada poema de Ciudad del hombre es como un monólogo trágico enunciado por una identidad precaria, agónica, que lucha por hacerse oír en medio del caos, el ruido y la furia de la ciudad contemporánea. Los poemas se suceden sin que el lector tenga frente a frente al poeta, aunque lo sienta respirar, acechante, tras los versos, como la mancha de una no-presencia oleaginosa que no acaba de disolverse. En el fondo, la técnica de Fonollosa no deja de ser mimética, como la de los poetas clásicos de la tragedia, la comedia, la epopeya: trata de conocerse a sí mismo a través de los otros, ocultándose en la diferencia, “abriendo así el espacio por donde pueden circular las máscaras” (Eugenio Trías, El artista y la ciudad). En efecto, el poeta se disuelve en la esquizofrenia de la ciudad última, ensimismada y hostil, hija de todas las caídas. ¿Pero qué ciudad? Pongamos por caso Barcelona o Nueva York. Se trata de la misma ciudad, la ciudad de las ciudades, la ciudad del hombre que ha caído en el vacío.

La singularidad de nuestro poeta no podría comprenderse del todo sin tener en cuenta el contexto. El germen de la que será su obra mayor se remonta a los años 1945 y 1947, cuando publica La sombra de tu luz y Umbral del silencio, respectivamente; libros en los que Fonollosa empieza a encontrar su propia voz y que serán reunidos en 1948 bajo el título de Los pies sobre la tierra, manuscrito inicial de lo que acabará siendo Ciudad del hombre. La definitiva edición de Edhasa (2016) tiene el acierto de adjuntar como apéndice dicho manuscrito. La cuidada presentación de José Ángel Cilleruelo nos informa, entre otros pormenores, de que a la altura de 1985 Fonollosa daba ya por terminada su producción literaria (según hace saber el propio poeta en una carta a Gimferrer en 1988), “que en su núcleo fundamental permanecía, en aquel momento, enteramente inédita” (Cilleruelo, “José María Fonollosa, poeta de la ciudad”, p.15), es decir: la propia Ciudad del hombre junto a Soledad del hombre, la novela en verso Poetas en la noche y la novela de ciencia ficción El ascensor, lo que supone que desde 1947 a 1990 permaneció como autor prácticamente inédito,  a excepción de los poemas de su primer libro, La sombra de tu luz, publicados en 1945 a la edad de veintitrés años en la editorial barcelonesa Colección del Alba, su colaboración en el número 24 de la revista Entregas de poesía con el pliego Umbral del silencio en 1947, y poco más. Es a partir de este momento, finales de los años cuarenta, cuando Fonollosa comienza a trabajar en los poemas de Los pies sobre la tierra, como decimos núcleo fundacional de lo que será Ciudad del hombre. De gran importancia en el transcurso vital del poeta será su estancia en Cuba de 1951 a 1961. Allí publica un Romancero dedicado a José Martí, compuesto por 3505 octosílabos, y Poema del primer amor (editorial Anacaona, 1956), amén de continuar la escritura de Ciudad del hombre y haber iniciado en 1955 los poemas de Destrucción de la mañana. El contraste entre los versos de Poema del primer amor y los que constituirán Ciudad del hombre es contundente. Habla a las claras del salto estilístico y ético que se produce desde un estrecho reducto de sentimentalidad tardorromántica a la fractalidad autorreproductiva de un yo que persigue su desaparición a través de la inversión irónica de los valores que tradicionalmente venían siendo dominantes en su reproducción ética y formal dentro del ámbito de la literatura española y más específicamente de su poesía. Formalmente, Fonollosa gira bruscamente hacia el prosaísmo y la coloquialidad desde aquellos posicionamientos primerizos en la línea del 27; éticamente, hacia una especie de inhumanismo que subvierte los valores ilustrados mediante la interposición de máscaras ya no alienadas, sino abandonadas en un vacío cínico y narcisista, espejo de una conciencia lúcida del simulacro; ficción polifónica de un individualismo teórico, vital y metodológico que deviene casi en antipoesía, de ahí su singularidad, sobre todo (vuelvo a ello) en un momento en que la lírica española, muy polarizada, oscilaba en líneas generales entre el arraigo y el desarraigo; debatiéndose entre la expresión de una intimidad contemplativa y la comunicación disconforme de su rechazo ante el conflictivo presente, fruto del compromiso social, pero olvidada toda ella (en buena medida) de los experimentos vanguardistas, y por tanto aún encarrilada dentro de vías bastante tradicionales. Fonollosa no rompe del todo, sin embargo, con esta tradición. Los poemas de Ciudad del hombre son escritos bajo la égida inviolable del endecasílabo desnudo, quizá herencia del garcilasismo. Su originalidad, por tanto, no viene de aquí, sino de su lenguaje antipoético y de ese yo problemático que desaparece tras la amalgama de máscaras que parlotean con equívoca transparencia. Fonollosa se enfrenta al decir de ese sujeto lírico, vivencial, sancionador de realidades, asimilable a primera vista con la figura del autor, cuyo territorio coincide con los discursos de lo verdadero, para regresar a un entendimiento de la poesía como mímesis, de la poesía como ficción o discurso interpuesto, que escamotea lo puramente verificable, lo verídico, pero que no por ello se aleja más que otras poéticas de la aspiración literaria a la Verdad con mayúscula de la que hablaba al comienzo. En síntesis, Fonollosa parece haber entendido mucho mejor que otros poetas de su momento el devenir del mundo y qué poesía era necesaria para cantarlo. Fonollosa nos seduce desde su profética negación, en consonancia no tanto con su mundo como con el nuestro de hoy, anticipándose  de esa manera a la lógica imparable del simulacro capitalista. Su ciudad es más la nuestra que la suya, en consecuencia. Nuestro poeta regresará a Barcelona en 1961, con su obra en marcha y su voz ya hecha. Permanecerá fiel a ella sobrevolando los vaivenes poéticos de corrientes y grupos durante los años venideros, como poeta secreto (o casi), hasta una mañana de primavera de 1990 en que tiene lugar ante algunos medios la presentación de Ciudad del hombre: New York (con motivo de aquella edición de Sirmio que yo leí hace años), único acto sobre su obra al que acudirá, según nos advierte Cilleruelo (p. 9), rehén como fue del anonimato. Su deterioro físico, al parecer, fue el argumento que esgrimió para evitar la habitual sesión fotográfica. Tenía entonces sesenta y ocho años. Solo contamos con los testimonios de los asistentes a aquel acto. Ninguna imagen. Lo cierto es que contamos con muy pocas imágenes de José María Fonollosa, hecho que no hace sino acrecentar la oscuridad que lo rodea como hombre y que lo acerca un poco más a la reducida mitificación propia de un autor de culto. Aunque, bien mirado, qué otra cosa cabría esperar de un autor que practicó el arte de la desaparición, haciendo que la vida se asemejara a la literatura y no al revés. Esta coherencia es rara y sorprendente, o a mí así me lo parece. En realidad, me parece sospechosa, pero creo que esta apertura que aquí nace aquí también debe cerrarse.


He dicho que Fonollosa ha terminado por ser un autor de culto, y eso es cierto, pero la publicación de Ciudad del hombre: New York en 1990 le posicionó en un repentino primer plano de las letras del momento. Es más, Ciudad del hombre “posiblemente sea el libro de la década de los ochenta que haya contado con más reimpresiones, y sin duda fue la novedad poética que más atrajo a la prensa” (Cilleruelo, p. 19). Incluso en 1996 se dio a la imprenta, póstumamente, Ciudad del hombre: Barcelona. Fonollosa moriría en 1991. Apenas le dio tiempo a disfrutar de su tardío reconocimiento como poeta. Después, el tiempo y, sobre todo, la exitosa ocupación del territorio literario por parte de corrientes afines que aún hoy gozan de buena salud, como las de la poesía de la experiencia o el realismo sucio, acabaron por cubrir de olvido a nuestro poeta, devolviéndolo a ese secreto que no podemos decir tampoco que cultivara con ahínco (dado que durante años intentó publicar por diversos medios, sin suerte), pero al que terminaría por entregarse. Cuánto deben estas corrientes a la obra de Fonollosa es algo que, me temo, no se ha sopesado lo suficiente todavía. Quizá esta edición de Edhasa a cargo de José Ángel Cilleruelo que tengo entre las manos sirva para ajustar cuentas (poéticas) y reconocer la singularidad y anticipación de su obra (en una época en que nadie se atrevía a escribir así), precursora, a mi modo de ver, de tantos que vendrían más tarde y que sí son recogidos en los manuales de historia de la literatura española contemporánea. Es lo que tiene escribir a destiempo, claro.  

Pero vayamos a los poemas.

Ciudad del hombre es un libro amplio, copioso, algo ya de por sí poco habitual en poesía. En este sentido, hemos de recordar que se trata de un libro escrito a lo largo de casi toda una vida y que es algo así como un diario poético, solo que ni es diario ni, como ya sabemos, hay en él una sola voz, sino muchas (tantas como poemas) y ninguna asimilable directamente a su autor. Se trataría pues de un “drama en gente” al modo pessoano, un itinerario poético de la mano de distintas voces o entidades enunciativas (no me atrevo a llamarlos personajes, aunque su autor juega con la idea) a través de la compleja y fluyente ciudad posmoderna que tanto han estudiado filósofos y sociólogos. En su conciso prólogo, el propio Fonollosa nos lo define así: “… es un recorrido por la ciudad con la descripción anímica de la gente que por ella transcurre”; y precisa: “su localización en Barcelona no impide la identificación del habitante de otras urbes con la humanidad que pueble su entorno, ya que lo particular, si acertado, trasciende a lo universal”. El periplo homérico se lleva a la ciudad, y Ulises se multiplicará en un “conglomerado humano”, en una miríada de individualidades sujetas a su particular peripecia, cuyas voces son recogidas como al paso, de 9:30 de la noche a 3:00 de la madrugada. Cada poema de esta épica urbana lleva el nombre de una calle, avenida, pasaje o plaza, sin ninguna referencia física que remita a dichos espacios fuera de la imagen que el conocedor de Barcelona pueda hacerse por sí mismo. Nuevamente, en el prólogo, Fonollosa resume esquemáticamente lo que el lector sin duda va a encontrarse: “más de doscientas historias, más de doscientas personas con inquietudes y obsesiones, comunes muchas de ellas (amor, sexo, muerte, soledad…), diferenciándose únicamente por el peculiar matiz de cada expresión individual”. Más allá del juego que intenta rebasar o por lo menos vulnerar los estatutos del género, la originalidad de Ciudad del hombre pasa en primera instancia por el ocultamiento del autor en el trasfondo escénico con el objeto de dar voz al habitante anónimo de la metrópoli mediante monólogos dramáticos compuestos en rítmicos y esforzados endecasílabos (a veces en exceso obvios y no siempre naturales, ha de decirse), algo ya de por sí poco habitual en la literatura española, a excepción del Siglo de Oro o los novísimos de los años setenta, pero que sí encontramos en la tradición anglosajona de Robert Browning, Ezra Pound, etc. Pese al “matiz” del que habla Fonollosa, lo cierto es que los poemas poseen una unidad de estilo muy rotunda, pero quien se acerque al libro debería evitar la tentación de abordarlo como cualquier otro poemario moderno en su modulación más habitual, es decir, como simple testimonialización de las emociones de un yo íntimo, porque erraría el camino. Precisamente, la segunda razón que explica la singularidad de Ciudad del hombre tiene que ver con el entendimiento de la poesía como ficción y, por ende, con la superación del género en tanto que modelo de mundo de lo verdadero, a menudo empobrecedor. Este retorno a la ficción lírica, al que ya me referí más arriba, enriquece una forma literaria cuyo anquilosamiento bajo los moldes más populares no venía sino reduciendo injustamente sus posibilidades formales, simplificándola en gran medida. En tercer lugar, Fonollosa no solo da voz al ciudadano anónimo, sino que amplía el horizonte poético con temáticas poco o nada frecuentadas en la poesía española hasta ese momento: el odio, la ira, la envidia, la violencia, la misoginia, el sexo bestializado, la degradación moral, la violación, la brutalidad; en fin, el lado más oscuro del hombre que deambula en la noche metropolitana. El acercamiento literario a esta ciudad de crueldad y fealdades, como materia poetizable, arranca con Baudelaire, y no ha dejado de formularse y reformularse hasta el momento presente. Esta ciudad se ha adueñado de todo nuestro mundo. Sus límites son los del mismo hombre. Nadie lo vio mejor que Fonollosa, y pocos lo han reflejado con tanto acierto. Todas las ciudades, la ciudad, podemos decir, remedando a Cortázar. Nueva York, La Habana, Barcelona. Las ciudades de la vida de Fonollosa se transforman finalmente en la esencia de una ciudad total. Hay una alabanza de corte y vituperio de aldea que invierte toda una serie de valores acomodaticios y desvirtuadores de la realidad, como puede leerse en “Avinguda del paral·lel 4”: “El aire de los valles y montañas/de los llanos feraces y desérticos/es aire para plantas y animales.//Es un aire delgado, empobrecido,/que no ha evolucionado. El apropiado/para rudimentarias fauna y flora.” Por el contrario, “El aire de ciudad es aire fuerte,/consistente, riquísimo en materias/que ha adecuado a su entorno y hecho propias.//Aire civilizado. Respirable/con orgullo y placer. Es obra suya,/arreglado por él y a él adaptado.” Fonollosa quiso entregar a la poesía facetas de la vida, de lo humano, casi inexploradas, aunque para ello tuviera que retomar cierta estética tremendista, deudora tanto de Cela como de la crónica periodística de sucesos al estilo de El Caso. Este visceralismo, este sobredimensionamiento kitsch de la realidad, lejos de ser una mera pose estilística, responde a la búsqueda de una verdad poética que explique el nihilismo posmoderno sin rebasar paradójicamente los límites de lo posible, o lo que es lo mismo: sin menoscabo de lo auténtico. Aquí la verdad poética admite la contradicción como método analítico y revelador. La multiplicación figurativa del yo en cientos de máscaras permite la verosímil convivencia de sus conflictos dialógicos, puesto que el yo posmoderno resulta tan esquizofrénico como la masa social que lo retiene: “Acaso formo parte de algo, o de alguien,/para mí de tamaño inconcebible,//como ínfima bacteria o humilde célula/de ese cuerpo en el cual emerjo y muero./Como lo hacen en mí ignorados seres” (“Carrer de Sant Antoni de Pàdua”, p. 120). El sujeto posmoderno se debate entre la contradicción y el caos, incapaz ya de conocerse a sí mismo: “Yo no sé si soy yo los pensamientos/que en mí hallo: tiernos, crueles, muy disímiles,/pretendiendo, mezclados en mi mente,/cada uno de ellos ser mi yo exactísimo.//No sé a cuál escoger de todos ellos./Ni a cuál he de seguir de mis impulsos,/pues los que siento son contradictorios:/tiernos, crueles, disímiles. Distintos. […] No sé si esto le pasa a todo el mundo./Si es esta confusión corriente en todos./Ni podría explicarme, aunque quisiera,/pues no sé nada cierto de mí mismo” (“Carrer de la concòrdia”, p. 70). El lirismo polifónico de Fonollosa tiene raíces existencialistas. Lo absoluto se halla dividido en la misma medida que la materia más ínfima. El dolor de ese estar vivo sin remedio, abandonado en un vacío que reproduce el vacío interior, se resuelve en un sentimiento de soledad corpóreo y, por tanto, puramente materialista: “No puedo estar tan solo. Hasta una llave/pertenece a la puerta que esclaviza […] Todo posee un dueño al que rendirse./Alguien en quien sentirse utilizado” (“Carrer de Sant Vicenç”, p. 134). Muchas veces, la conciencia del absurdo se traduce en hastío vital, tedio pesimista: “Nada tiene sentido. Estoy cansado/de esforzarme por cosas que han perdido/interés. Ya no ansío el obtenerlas./No valían la pena por lo tanto.//[…] La tierra es un bostezo de sí misma/deambulando por su solar sistema/recorriendo caminos repetidos./Como yo. Como todos los humanos” (“Carrer de Vila I Vilà 1”, p. 84). Otras, como muestra de la polifonía a la que me vengo refiriendo, estalla en megalomanía antropocentrista, consciente de aquello de lo que es capaz: “Me asusto en ocasiones de mí mismo./Puedo sentir el mundo en mi interior//[…] Puedo sentir entero el universo,/dispuesto a dar respuesta a mis preguntas./Bastara el atreverme a planteárselas./Develar el secreto más lejano./Y despejar incógnitas obtusas//[…] Todo está en mi cerebro contenido./Y me asusta querer decirlo un día” (“Plaça del pes de la palla 1”, p. 136).  Muchos poemas, asimismo, hablan de la soledad del hombre desde diferentes perspectivas, y otros tantos de la posesión de un cuerpo, de su ansia o de su anhelo como paliativo de esa soledad. El materialismo cínico nuevamente es la repuesta más común: “Mi casa necesita una mujer/que llene de canciones sus paredes/y complete mi cama por la noche.//Un cuerpo que discurra en torno a mí./Una voz que responda si digo algo//[…] Por eso necesito una mujer/que oculte mi tristeza entre sus brazos” (“Plaça de Blasco de Garay 2”, p. 73). Fonollosa representa, frente a la Ciudad de Dios agustiniana, la ciudad del hombre posmoderno, individualista, narcisista y a menudo asocial e incluso antisocial, incapaz ya de asirse a los valores tradicionales que en el pasado volvían el mundo inteligible: “Hay que huir de la gente. Los amigos/tienen palabras, gestos y miradas/con una piedra dentro que hace daño.// Hay que huir de la gente. La familia/es la mano que aguanta la cabeza/para que permanezca bajo el agua.// Y el amor es tan solo una palabra/que una mujer nos pone entre los brazos./Al irse la mujer duele su nombre.//Estar aislado e grato para el alma./Estar aislado es grato para el cuerpo./Morirse es solo asilarse un poco más” (“Avinguda del Paral·lel 2”, p. 59). Esta ciudad del hombre, su mundo ahora, la gran construcción ilustrada, es alcanzado por soflamas inhumanistas: “El mundo, nos resulta ajeno, inhóspito./Debiera ser destruido por completo.// […] Mejor fuera destruirlo y no hacer otro” (“Plaça d´Espanya”, p. 57). Es la ciudad-animal del capitalismo, fruto de la dialéctica ilustrada, en la que el hombre impone a la naturaleza su artificial mundo y este mundo acaba por anular al propio hombre, tanto en su fracaso, “Está maldita esta ciudad. La piso,/mas ignora mis pies sobre su espalda;/mis pies que la recorren cada día.//Solo hay puertas cerradas a mi paso./Recorro la ciudad. Suplico. Escupo./No hay sitio para mí, no. En parte alguna” (“Carrer d´en Sant Climent”, p. 129); como en el aparente éxito: “No he llegado muy lejos, pero estoy/ya sobre la colina y tú en el llano./Y todo lo he obtenido con mi esfuerzo/y como lo he querido. A mi manera//[…] Mira mi coche, piso, torre, barca…/Todo lo he conseguido a mi manera.//Y llegaré más alto todavía./Me afano en mejorar constantemente./Soy servil y rastrero para arriba/y déspota hacia abajo: es mi manera” (“Carrer de la Font Honrada 2”, p. 63); o también: “El porvenir-mañana- es la esperanza/del fracasado de hoy. Yo triunfaré ahora./No me preguntéis cómo. No me importa/el cómo sino el cuándo. Y cuándo es ahora” (“Carrer de Sant Ramon 2”, p. 111). La animalización de la ciudad del hombre tiene como consecuencia la animalización del hombre mismo, seducido por la brutalidad, la ira y el odio, ya sea manifestándose a través del deseo sexual bestial y despiadado, la cosificación misógina de la mujer o el homicidio. Se trata de los poemas que más sorprenden al lector, por encarar de forma directa y sin ambages el lado más terrible de la condición humana, potenciada negativamente por esa ciudad de las ciudades a la que se canta, a la que se rinde culto y de la que se abomina a partes iguales. Estos poemas son importantes no solo porque no escamotean ciertos tabúes sino principalmente porque mediante la figuración lírica nos ponen ante el rostro que no queremos ver, pero que existe. Leídos hoy, diría yo que mucho más que ayer, nos advierten de la quiebra de lo sólido, de la pérdida del valor humano y el olvido de su historia, del arrinconamiento de la naturaleza frente al empuje impersonal de la urbe tecnológica, de la siempre amenazadora seducción de la barbarie, en suma. Veamos, para terminar, algunos ejemplos: “Y tú no sabes nada. Juegas, ríes./Eres aún una niña muy pequeña.//[…] Ignoras todavía por qué vives,/cuál es la utilidad de tu existencia.//Un día lo sabrás. Cuando los hombres/pasen, uno tras otro, entre tus piernas” (“Plaça de Santa Madrona 1”, p. 64); “Tu madre me miró. Yo la maldije./Has vuelto a la ciudad porque estás muerta./Pero yo iré a escupir sobre tu nombre” (“Carrer de Magalhães 3”, p. 75); “Te he comprado zapatos y unas medias./Te compro lo que quieres. Lo hago a gusto./Tú sabes conseguirlo si me miras.//Debes corresponderme de algún modo./No sirven por más tiempo las palabras./Solo se pude amar de una manera” (“Carrer de Vila I Vilà 2”, p. 85); “Admiro tu cabello, culo y piernas./Estás buena. Te haría muy dichosa./Pero tú te lo pierdes con tu prisa./Pobre muchacha hermosa apresurada” (“Carrer de Vila I Vilà 4”, p. 87); “Esa es su utilidad como mujer./Por tanto, aunque te tome por la fuerza,/es mi derecho usar lo que es de todos” (“Carrer de Sant Jeroni”, p. 121); “Quiere ser dominada la mujer./Le gusta ser forzada. Opone siempre,/aun débil, resistencia a ser amada./Le place ser tomada por la fuerza” (“Carrer de les carretes 2”, p. 127); “Lo supe a los dos meses. La maté./Y nunca ha habido flores en su tumba” (“Carrer de la cera”, p. 128); “Ocho ojos se turnaron muchas veces./Se defendió muy poco. Eran cuatro hombres./Se la pudo soltar después de un rato./Conmigo pasó el brazo por mi cuello” (“Carrer de Sant Antoni Abat”, p. 130); “¿Por qué no me advirtió su madre al dármela./Me tendré que buscar otra mujer/que sepa qué es un hombre cuando mire” (“Carrer de Sant Erasme”, p. 135). Como se ha visto, una de las vertientes más definitorias de la maldad, la brutalidad y la bestialidad despiadadas se manifiesta, desde los distintos sujetos enunciativos (voces casi de lo infrahumano) a través de la cosificación misógina de la mujer, como simple objeto de uso y deseo. Estos poemas, y otros muchos, configuran una auténtica crónica negra, repleta de entidades tan sombrías como miserables, precisamente para poner ante el lector distintas versiones del mismo mal, cuyo resultado es la autodegradación: “Es hermoso matar. Mirar el miedo/que salta acorralado en unos ojos./Uno se siente grande, poderoso” (“Carrer de Sant Ramon 1”, p. 110); “Matar los animales no es un trauma/para quien lo practica con frecuencia./Es el puro reflejo placentero/de liquidar urgencias sin reparos./Y con seres humanos le es lo mismo” (“Carrer nou de la Rambla 2”, p. 105).

Para cerrar el círculo, volviendo a la singularidad de Fonollosa, motivo de este trabajo, he de advertir al posible lector de Ciudad del hombre que es este un libro provocativo como pocos y, aciertos y desaciertos expresivos aparte, necesario por su atrevimiento formal y temático. Necesario también por cuanto nos hace reflexionar sobre los límites de la literatura y, con especial relevancia, sobre la naturaleza oscura del ser humano. Libro desencantadamente irónico, no debemos tomar a José María Fonollosa al pie de la letra, porque además no es él (experto en el arte de la desaparición) quien habla, pero sí leerlo de la cabeza a los pies, quién sabe si para desaparecer también nosotros.       


 

domingo, 11 de diciembre de 2022

UN AMIGO LLAMADO HENRY MILLER

Por la teoría y la crítica literarias desfila un sinnúmero de términos altamente sospechosos; nociones que nunca pasan desapercibidas, más allá de todo contexto, estimulando debates y controversias que, aunque irresolubles, a veces nos abren accesos o espacios inusitados allí donde normalmente solo hay opaca cerrazón, cárcel lingüística, terco y vano escolasticismo.  Así sucede cuando deslizamos casi sin pensar, confiadamente, palabras como “género”, “función”, “mímesis” o “literariedad”. Así sucede cuando decimos “canon” o hablamos de tal o cual autor “canónico”. Hace años que se ha hecho ineludible el recurrir a lo escrito y defendido por Harold Bloom sobre este particular, bien sea para disentir, para aprobar o para guardar prudente distancia con respecto a la cuestión del canon. No es mi deseo entrar aquí en este debate; solo diré que, a día de hoy, sigue sin emocionarme demasiado la idea de un hipotético consenso en torno a un índice de autores y obras ungido de sacra verdad literaria. A estas alturas, sigo sin poder definir el hecho literario más que por lo que no es. Sé que no es una religión y mucho menos una clase de iglesia, pese a que algunos de tales cosas la hayan vestido, erigiéndose en sumos sacerdotes o directos reveladores de la auténtica Palabra. A mi apostasía (todo hay que decirlo) han contribuido también diversas epifanías. Nada es igual desde que uno se encuentra el nombre de Charles Bukowski y el marbete “realismo sucio” en un libro de texto de Literatura Universal de nuestro actual bachillerato, por poner un ejemplo. Pocos autores hay más anticanónicos que el del autor de “Cartero”, “Mujeres” o “La máquina de follar”, pero, como cantaba Dylan, los tiempos están cambiando (los tiempos siempre están cambiando, en realidad), y ya hace algunos años que a Bukowski se le estudia en las universidades, se le dedican artículos académicos y tesis doctorales, algo impensable aún en la época en que su nombre era tan conocido para el gran público como el de una estrella de rock. Ahora bien, un autor como Bukowski (y no precisamente como consecuencia de la negación de su impronta, valor o permanencia) jamás formará parte del mencionado canon literario, por más que este último se vaya ensanchando y se flexibilice. Convertir en canónico a un autor de semejante estirpe implicaría la demolición de la propia idea de canon, de la misma manera que el sonido acaba con el silencio: estamos frente a entidades antitéticas, construcciones irreconciliables que se rechazan mutuamente.

En este sentido, otra voz de similares implicaciones es la de Henry Miller, anticanónico también, y también por vocación propia. Siempre me ha parecido curioso el contrasentido generacional (pero solo aparente) de una serie de escritores estadounidenses, empeñados precisamente en dejar de serlo (no lo primero, claro, sino lo segundo): Hemingway (fue él, en Fiesta, quien dijo: “Todos vosotros sois una generación perdida”), Ezra Pound, Scott Fitzgerald, John Dos Passos, Sherwood Anderson, por citar a los más conocidos, aparte del mencionado Henry Miller. Esta generación, perdida en la riada sangrienta del desencanto, escribe desde una postura crítica que revela el espejismo, el trampantojo del sueño americano, y dirigiendo la mirada hacia Europa, busca en París, Madrid o Roma una Ítaca algo más auténtica a la que encaminarse en su formación literaria. Hay un deseo de vivir y de pensar a la europea dentro de su potente (en el fondo) americanismo. Serán un modelo para las generaciones posteriores. Miller llegó a saludar a Kerouac como uno de los elegidos para continuar con la sagrada tarea de narrar.

Miller es una voz poderosa y fascinante, un torrente verbal de ingenuo vitalismo, prosaico y lírico, naif y barroco, puro e impuro, todo al mismo tiempo. No hay melancolía en él, no puede haberla; le mueve el desmedido deseo de narrar sin detenerse demasiado en la hoja en blanco de su máquina de escribir o en las calles de París, Corfú o Nueva York. Miller es un escritor en eterna marcha. A Miller, como a Neruda (otra voz de río americano), le perdonamos los excesos y las páginas sin filtrar, como se admira la terrible belleza de las aguas desbordadas que arrastran todo a su paso.

En mi biblioteca hay muchos libros de y sobre Miller. Puedo decir que se encuentra sin duda entre esos pocos autores-fetiche que más se repiten en mis estantes personales, pues desde que leyera a través de la soberbia traducción de Carlos Manzano, siendo todavía un joven recién salido de la adolescencia, La crucifixión rosada, famosa trilogía integrada por las novelas Sexus, Plexus y Nexus, me convertí en un millerista (¿milleriano?) devoto. Así, me he ido rodeando con el tiempo de una nutrida colección tanto de obra propia como secundaria, donde están a mi alcance títulos más infrecuentes como Crazy Cock (Polla loca), Pesadilla de aire acondicionado, Max y los fagocitos blancos, Noches de amor y alegría, El ojo cosmológico o Big Sur y las naranjas de Hieronymus Bosch, por ejemplo, junto con algunas rarezas difíciles de encontrar (pienso en El tiempo de los asesinos, maravilloso y personalísimo estudio sobre Rimbaud, en el que se entremezclan originalmente las vidas del biógrafo y del biografiado, o en su correspondencia con Lawrence Durrell). No trato de decir ahora nada definitivo sobre él, pero mi experiencia como lector constante de su obra ha modelado una determinada imagen, cuyas proporciones y perfiles, fluyentes, no siempre se corresponden necesariamente con la establecida o compartida por otros lectores. Y seguro que estos podrán decir exactamente lo mismo acerca del resto, tal vez porque, en general, todos somos malos lectores y peores exégetas de Miller. Una manera de verlo más claro, quizá, es a través de los ojos y los oídos de aquellos que lo conocieron de cerca. Volviendo a mis estantes, de ellos extraigo un par de intentos. Son los de Alfred Perlès y Brassaï. Ambos son interesantes aunque solo sea por documentar, cada uno a su modo, la esfera menos pública (es decir, menos literaria) de su común amigo. Y digo “menos pública” por no querer decir “íntima”, puesto que llegar al Miller íntimo sería tanto como pedir a cualquier escritor que deje de ser escritor mientras está en compañía de alguien; cosa imposible, sobre todo si tenemos en cuenta que ese “alguien” puede ser también él mismo. Brassaï, genial fotógrafo, además de pintor y escultor (cuyo nombre real, por cierto, era Gyula Halasz) retrató verbalmente a nuestro autor en Henry Miller, tamaño natural y Henry Miller duro, solitario y feliz. En el primer libro, asistimos al Miller de los feroces años parisinos; en el segundo, al Miller ya célebre que reside en California. De la misma manera se estructuran las páginas de Mi amigo Henry Miller de Perlès, periodista y novelista austríaco, testimoniando de cerca su amistad hasta 1938, fecha en que sus vidas se distancian debido al regreso de Miller a los Estados Unidos y la marcha, un año después, del propio Perlès a Inglaterra (curiosamente, será en la España de los primeros cincuenta donde se reencontrarán), y biografiando después al tótem literario del Big Sur. Tras la lectura de ambos testimonios, Miller se nos aparece como un tipo generoso, proclive a esa fácil y enérgica felicidad tan esencialmente americana, dotado como nadie para la conversación y la divagación creativas, hasta en las más insospechadas situaciones; tan bueno dando amor como recibiéndolo y, al final, como hombre que escribe. Su personalidad cautivó a Blaise Cendrars, Anaïs Nin (recomiendo aquí la lectura de su correspondencia), Lawrence Durrell, Orwell, Eliot o Ezra Pound durante el período artísticamente efervescente en el que fue habitante de la orilla izquierda del Sena. Después, ya convertido en hijo pródigo de América (bueno, quizás no de toda, pero sí de aquella América que nace de Whitman), ejerció de referente literario e incluso ideológico de buena parte de la cultura bebop, del fenómeno beat y más tarde de la contracultura y del movimiento underground. Se dejó querer, pero al mismo tiempo se mantuvo siempre solitario, duro y feliz; o sea, anticanónico.

Por último, si he de recomendar, yo prefiero al Miller procaz y directo, refinado y divagador de sus novelas autorreferenciales; al Miller caudaloso capaz de saltar de la prosa común (pero necesaria) de la fábula rápida de tipo confesional al excurso lírico-filosófico sobre lo trascendente. Está el otro Miller, en efecto, el de la prosa de ideas, el ocasional ensayista, el de El mundo del sexo o Los libros en mi vida, obras que parecen más bien una glosa, una nota al margen (pero igualmente atractiva) de lo escrito y pensado en el terreno más propicio para él de la ficción (o de la autoficción, como se dice ahora). Digamos que, de todos los trajes con los que se vistió, este último era el que le quedaba más pequeño. Miller falla cuando quiere demostrar por otra vía lo que ya ha demostrado como novelista. En otras palabras: el Miller más mundano es casi siempre el más profundo.