domingo, 20 de mayo de 2018

LEER PARA VER: POÉTICA Y FUNCIÓN DE LA IMAGEN EN EL PINTOR DE BATALLAS DE A. PÉREZ-REVERTE



Imagen tomada de XLSemanal

1.- Palabra e imagen. Aproximación.

  Leer para ver o ver para leer. Estas dos formulaciones forman parte en realidad de un mismo tópico clásico, que en el Renacimiento la teoría humanista de las artes recuperó y que la posmodernidad, con más o menos salvedades y desaciertos, ha explotado. Me refiero al famoso lema horaciano ut pictura poesis. Ambas formulaciones forman parte de él porque la semejanza que señala es, en definitiva, una semejanza de doble dirección, aunque los teóricos humanistas nunca llegaran a invertir los términos, quizá “porque el sentido era igualmente diáfano, y porque el peso de la tradición de autoridades no aconsejaba los juegos expresivos con la fidelidad de 'la letra' ” (García Berrio y Hernández Fernández, p.16). Lo que más me interesa del lema, dejando a un lado sus ya de por sí ambiguos sentidos, los usos ligeros e interpretaciones a veces contradictorias que se han hecho de él desde el Renacimiento (Rensselaer, 1982), es que deja constancia de la antigüedad que tiene el proceso de acercamiento formal y teórico entre la palabra y la imagen. Un proceso que se debió de iniciar mucho antes de que Platón, Aristóteles y Horacio se percataran a su modo de que el pintor y el poeta toman sendas distintas, pero sendas que, al cabo, pertenecen al mismo bosque. Desde Aristóteles, cuya concepción de la mímesis trasciende la mera copia o representación de la realidad (dejando la puerta abierta a la creación de nuevas realidades) y sirve de nexo de unión entre las artes, diferenciadas por su forma de imitar, hasta el actual arte intermedia, han transcurrido algo más de dos milenios en los que, con idas y venidas, las artes de la palabra y las artes de la imagen han ido aproximándose, maridando poéticas y procedimientos.
Entiendo por artes de la palabra todas aquellas manifestaciones artísticas cuyo principal vehículo de expresión es el verbo (poesía, narrativa...) y por artes de la imagen aquellas que se expresan a través de un lenguaje plástico que es la materia misma (pintura, escultura, fotografía, cine...). De manera que las primeras representan el mundo verbalmente y las segundas plásticamente, aunque el asunto no es ni mucho menos tan sencillo porque, sobre todo desde las vanguardias, como ya he apuntado, ambas han venido manteniendo una íntima relación de intercambio y permeabilidad ético-estética (véanse si no los ejemplos de mixtura artística que nos brinda la poesía concreta o el letrismo). Se nos hace muy difícil dar crédito hoy en día a clasificaciones clásicas del tipo de artes del tiempo y artes del espacio teniendo en cuenta que en general todas las artes, con independencia de los medios usados, han luchado por representar espacio y tiempo (Lessing, 1990). ¿Qué pretendía entonces Apollinaire a través del caligrama, correlato literario del cubismo pictórico, si no era materializar el espacio en la página? (Monegal, 1998).

  Pero el tradicional vínculo entre las artes de la palabra y las artes de la imagen va mucho más allá de los acercamientos experimentales, interartísticos. En esencia, se trata de que la palabra siempre ha pretendido mostrar la imagen, objetivarla, materializarla mentalmente, y de que la imagen siempre ha tratado por su parte de contar, accionar, verbalizar plásticamente. Por este motivo ambas corrientes artísticas han estado condenadas a valorarse y ansiarse de forma mutua. La relación suele vincularse, en su caso más paradigmático y atrevido, a las corrientes experimentales del siglo XX y del XXI (Joan Brossa, poesía visual, cine de autor...), pero lo cierto es que sin salirnos del ámbito no experimental hallamos muestras de esa simbiosis entre artes.

2.- Ékfrasis. Función múltiple de la imagen.

  En El pintor de batallas Pérez-Reverte plantea una doble reflexión al hilo de un argumento bastante sencillo: ¿hay detrás de las acciones de los hombres algún patrón fundamental que a su vez las explique? Y ¿qué papel juegan las artes (pintura, fotografía) en la búsqueda de dicho patrón fundamental? Este doble planteamiento puede en realidad condensarse en uno solo: ¿cómo y con qué medios ha de ser capaz el ser humano de sobrevivir en el caos, en el sinsentido del mundo?

  La cuestión, obviamente, no es ni mucho menos nueva. Desde el principio de los tiempos el arte no persigue otra cosa: explicar la realidad, ya sea representándola o traduciéndola. Y tratar de explicar la realidad, en definitiva, es tratar de explicar el significado último de que el hombre tenga conciencia dolorosa de ella.

  La novela de Pérez-Reverte es, por tanto, una novela sobre el alma del hombre y el arte como instrumento de  búsqueda y supervivencia. Y es la guerra el escenario físico y mental que el autor elige para que el personaje del fotógrafo atormentado busque respuestas imposibles, ya que quizá en la guerra aflora lo más miserable y lo más extraordinario del hombre. La guerra, pues, según plantea el autor, puede ser metáfora del caos, de aquel sinsentido del mundo al que antes me refería. La guerra, como dice la famosa sentencia, sea quizá la madre de todas la cosas, el espacio salvaje en el que convergen las líneas maestras de la realidad. De ahí que Faulques busque en ella la “simetría”, el plan oculto que dé cuenta del orden escondido bajo el desorden aparente, y a su vez calme la culpa y justifique de algún modo toda una línea vital. Lo que más me interesa, desde el punto de vista de la relación palabra-imagen que me gustaría abordar, es el hecho significativo de que el personaje protagónico emprenda una búsqueda decidida y sistemática de lo que él denomina “simetrías ocultas”, a través de la representación total de la idea de la guerra, por medio de la plasmación pictórica de la foto que nunca pudo realizar, quizá porque sencillamente aquel medio artístico no alcanzaba para tal “íntimo” propósito. Porque solo a través de la pintura el fotógrafo retirado, metido a pintor de batallas, cree ser capaz de componer el fresco que integre toda su experiencia y visión personales. Aquí se apunta una diferencia crucial entre artes de la imagen, fotografía y pintura, que tiene que ver con objetivos, medios, alcances y limitaciones. De esta y otras concepciones teóricas que aparecen en la novela hablaré más adelante. Ahora convendría, antes de comenzar con el análisis propiamente dicho, resumir con brevedad el argumento de la obra.

  Andrés Faulques, pintor en su juventud, después valorado fotógrafo de guerra, tras más de media vida yendo de conflicto en conflicto, capturando imágenes caracterizadas por un estilo duro, aséptico y geométrico, decide dejar la fotografía y retirarse a una vieja y precaria torre, una atalaya de vigilancia construida a principios del siglo XVIII junto al Mediterráneo, para allí, sobre el inmenso muro circular, plagado de grietas, componer el gran fresco de una batalla intemporal, la madre de todas la batallas; una pintura destinada a ser en realidad la foto que nunca había podido realizar, la foto imposible.

  Esta es la línea principal de la historia que se nos cuenta, línea con la que convergen otras dos que le añaden dinamismo. Una de ellas tiene que ver con el personaje Ivo Markovic, ex combatiente croata que, durante la guerra, por esos juegos del azar, pierde a su mujer y a su hijo, violados y asesinados a manos del enemigo como consecuencia de su fortuita aparición en una foto de Faulques. Dicha foto hace de él un soldado famoso entre sus aliados, pero desafortunadamente también entre el enemigo. Markovic, obsesionado con la figura de Faulques, al que culpa de la muerte de su familia y tras la guerra sigue la pista durante años, a la par que recaba cuanta información puede acerca de su vida y su trabajo, recala en la vieja torre con el propósito de acabar con él, tal y como le anuncia desde un principio. Markovic ofrece un plazo de varios días a Faulques antes de llevar a cabo su amenaza, días en los que lo acompañará y en los que ambos personajes discutirán acerca del trasfondo de la guerra, de la vida, del arte y también del mural en el que Faulques trabaja; siempre, eso sí, bajo la amenaza de muerte pendiendo sobre sus cabezas. Markovic será decisivo en la culminación del fresco, donde quedará reflejado. Los dos personajes se conocerán el uno al otro y entre ellos despertará cierta sensación de afinidad, solo quebrada por el verdadero objetivo del excombatiente. Lo interesante es que ambos personajes experimentan un proceso de entendimiento de sus vivencias gracias a la intervención del otro interlocutor. Faulques dará por terminado el mural y Markovic cumplirá su plan, aunque de modo incruento.

  La otra línea argumental que converge con la central y con la anteriormente descrita corresponde al personaje de la fallecida Olvido, compañía mental, recuerdo omnipresente de Faulques, a la que vamos conociendo, fraccionada y caprichosamente, a través de la voz del narrador, voz siempre circunscrita a la memoria del pintor de batallas. Olvido se nos aparece como una mujer joven y atractiva, ex modelo y fotógrafa de moda que, tras conocer a Faulques, decide acompañarlo de conflicto en conflicto, cambiando las fotos de moda por las fotos en blanco y negro de objetos manchados por el horror de la guerra. Ambos se mantienen profesional y sentimentalmente unidos hasta que una mina acaba con la vida de ella. Faulques quedará marcado tanto por la pérdida de aquel verdadero amor como por la culpa por no haber evitado el accidente a tiempo. Dos años después del suceso, Faulques cuelga la cámara y se retira a la torre vigía con la firme idea de pintar la batalla de las batallas y desentrañar de una vez la compleja geometría oculta del caos.

  Pues bien, esta es, a grandes rasgos, la historia que el autor nos va tramando poco a poco, y lo primero que me gustaría advertir es que por encima de ella y de los personajes se encuentra el peso específico de la imagen. Creo que tanto el universo del mural (auténtico protagonista de la obra, al margen de Faulques) como el resto de imágenes descritas, ya se trate de pinturas o fotografías, conforman la urdimbre eidética que pasa por ser objetivo prioritario del plan general de la obra. En consecuencia, la palabra no ha sido confeccionada para referirse a sí misma, para ser su propio fin, sino para funcionar como vehículo, como soporte, no de un argumento o de una trama (al menos no primordialmente), sino de una serie de imágenes, unas veces ficticias, otras veces reales. Dicho de otro modo: la imagen, mejor aún, la particular visión de la imagen, es el auténtico tema y nudo referencial de la novela; el que da cabida a conceptos, criterios e ideas acerca del arte y del ser que lo produce, el hombre; el que da cabida a una determinada visión de la existencia y del mundo: ¿para qué estamos aquí si no es para cuestionarnos?, plantea el autor.

  Que el autor seleccione unas imágenes determinadas y no otras; que, asimismo, describa estas imágenes  seleccionadas también de un modo determinado, priorizando unos elementos sobre otros, pasando de puntillas u obviando configuraciones alternativas, obedece a mi juicio a una deliberada visión de las cosas, a una pragmática y precisa concepción del arte y de los lenguajes artísticos, así como al propósito de que el otro lenguaje, el literario, abandone en cierta medida lo etéreo y se objetualice, se someta a las formas, a los entes plásticos, a la física visual.

Ékfrasis.

  Como dice Kibédi Varga, a propósito de la ékfrasis, “el intérprete nunca es un traductor exacto; selecciona y juzga. Y precisamente esto es lo que sucede cada vez que un poeta habla de un cuadro o un pintor ilustra un poema” (Kibédi, 2000). En El pintor de batallas Pérez-Reverte “selecciona y juzga” con el fin de mostrar una visión personal del arte y del mundo o, si se prefiere, una visión personal del mundo a través de una personal visión de la imagen. La imagen, pictórica o fotográfica, real o ficticia, es verbalmente materializada a través de la descripción. La ékfrasis, por tanto, es más que una simple descripción o imitación verbal de un objeto plástico o de una imagen visual cualquiera: se construye, como venimos apuntando, a partir de una idea o interpretación de ese objeto o de esa imagen. Esta interpretación puede o no explicitarse en la ékfrasis literaria, pero “el hecho mismo de la interpretación es una manera indirecta de recordarnos que la obra de arte es resultado de una intención, de un pensamiento, de una voluntad creadora. La hermenéutica presupone la intención oculta, presupone al autor, al artista al creador” (Riffaterre, p.166). Y es la siempre latente interpretación del escitor “lo que dicta la descripción (…) En lugar de copiar el cuadro transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la ékfrasis lo impregna y lo tiñe con una proyección del escritor –o más bien del texto escrito sobre el texto visual. No hay imitación sino intertextualidad, interpretación del texto del pintor y del intertexto del escritor. Y esa ilusión descriptiva compete de lleno a la literatura, puesto que, como toda literatura, el objeto ilusorio que aquélla nos presenta –objeto de una inversión en el sentido psicoanalítico– reproduce el estado de ánimo del sujeto que mira” (Riffaterre, p.174).
  Como oportunamente dice Michael Riffaterre, la ékfrasis literaria tiene por objeto imágenes u obras plásticas reales o ficticias insertadas en un constructo literario (por ejemplo, como en el caso que me ocupa, en una novela) y, o bien estas imágenes u obras plásticas “forman parte del decorado, o bien tienen una función simbólica, o pueden incluso motivar los actos y las emociones de los personajes. A cada una de estas categorías corresponde un mecanismo de efecto de realidad, efecto que constituye una variedad de la ilusión referencial” (Riffaterre, p.162).

  Veamos, entonces, cómo se manifiesta formalmente esta teoría de la ékfrasis en la novela de Pérez-Reverte. Para ello me gustaría enmarcar el desarrollo del análisis dentro de una sencilla clasificación de la ékfrasis en función del doble carácter que esta ofrece en el texto. 

a) Ékfrasis de imágenes ficticias.

a.1  El mural de la torre

  No pasará desapercibido al lector de El pintor de batallas el que creo es, y lo reitero, el verdadero personaje protagonista de la novela, pues su presencia, fragmentada, convenientemente dosificada, resulta abrumadora. Me refiero al mural de la torre, en el que trabaja incansablemente Faulques; ese gran fresco de la batalla intemporal, la batalla de las batallas. En él está todo. Están los personajes, la propia historia (con mayúscula y con minúscula), el significado de la novela... Y, por supuesto, la imagen o, mejor dicho, las imágenes. Su importancia, dentro de la estructura del texto, no la sugiere solo esa incuestionable omnipresencia suya, sino también y esencialmente su decisivo valor simbólico. Ser símbolo es su cometido central, su destino neurálgico, aunque no el único. Como veremos, la imagen del mural desarrolla otras funciones no menos importantes. Es personaje y, como personaje (además protagonista), forma parte de la acción y la dinamiza. Por otro lado, hay momentos en los que sirve de resorte o pretexto para los cambios en el tiempo narrativo (no hay que olvidar que también representa el tiempo presente en la trama) y, a su vez, ocasiones en las que desempeña labores ejemplarizantes o, incluso, decorativas. En síntesis, puede decirse que su presencia tiene un doble valor: ético y estético.
Antes de abordar el estudio de las funciones y rasgos de esta imagen-personaje trataré de condensarla, a modo de bosquejo, a partir de las piezas que, como en un puzzle ekfrástico, se encuentran diseminadas a lo largo de la novela. Mi intención es presentar, concretada, la imagen tal y como formalmente la concibe el autor (no tal y como la ve, porque se entiende que autor y lector compartirán signo pero verán cosas bien distintas; así como cada lector leerá lo mismo y casi siempre verá algo diferente).

  Empecemos por su aspecto general y su enclave:

  El gran panorama circular aún estaba pintado en zonas discontinuas. El resto eran trazos a carboncillo, simples líneas negras esbozadas sobre la imprimación blanca de la pared. El conjunto formaba un paisaje descomunal e inquietante, sin título, sin época, donde el escudo semienterrado en la arena, el yelmo medieval salpicado de sangre, la sombra de un fusil de asalto sobre un bosque de cruces de madera, la ciudad antigua amurallada y las torres de cemento y cristal de la moderna, coexistían menos como anacronismos que como evidencias (…) En realidad lo había sabido siempre; pero el mural no estaba destinado a otro público que a él mismo, poco tenía que ver con el talento pictórico, y mucho, sin embargo con su memoria. Con la mirada de treinta años pautados por el sonido del obturador de una cámara fotográfica. De ahí el encuadre (…) de todas aquellas rectas y ángulos tratados con una singular rigidez, vagamente cubista, que daba a seres y objetos contornos tan infranqueables, como alambradas, o fosos. El mural abarcaba toda la pared de la planta baja de la torre vigía, en un panorama continuo de veinticinco metros de circunferencia y casi tres de altura, sólo interrumpido por los vanos de dos ventanas estrechas y enfrentadas, la puerta que daba al exterior y la escalera de caracol que llevaba a la planta de arriba,... (Pérez-Reverte, pp. 11 y 12).

  A medida que leemos la novela, el mural se nos va describiendo en pequeñas dosis, lo que confiere al texto un ritmo singular. Conforme leemos vamos completando mentalmente la imagen. Además, se nos va describiendo también su proceso creativo, paso a paso, a manos del personaje de Faulques, hasta su posterior culminación. Nada más comenzar se nos presenta al personaje trabajando en el fondo del fresco:

  Allí se hizo un café y empezó a trabajar, sumando azules y grises para definir la atmósfera adecuada (…) Había decidido que necesitaría tonos fríos para delimitar la línea melancólica del horizonte, donde una claridad velada recortaba las siluetas de los guerreros que caminaban cerca del mar. Eso los envolvería en la luz que había pasado cuatro días reflejando en las ondulaciones del agua en la playa mediante ligeros toques de blanco de titanio, aplicado muy puro. Así que mezcló, en un frasco, blanco, azul y una mínima cantidad de siena natural hasta quebrarlo en un azul luminoso. (…) Cielo y mar combinaban ahora armónicos en la pintura mural que cubría el interior de la torre; y aunque todavía quedaba mucho por hacer, el horizonte anunciaba una línea suave, ligeramente brumosa, que acentuaría la soledad de los hombres –trazos oscuros salpicados con destellos metálicos– dispersos y alejándose bajo la lluvia. (pp. 9 y 10).

  Elementos, figuras, motivos y escenas principales (reiteradas) que lo componen: las naves que zarpan bajo la lluvia, la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer violada y el niño verdugo; el hombre a punto de morir, los bosques con ahorcados, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer término; los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal; pero, por encima de cualquier cosa, la figura omnipresente del volcán.

El volcán.

  Este elemento del fresco imaginario resulta ser al final el de mayor importancia simbólica. Sobre él nos dice el narrador:

   (…) convergían en el triángulo que lo presidía todo: el volcán negro, pardo, gris y rojo. El símbolo del criptograma, desprovisto de sentimientos e implacable en simetrías, que extendía su grietas de lava como una tela de araña cuya red abarcase la cifra del universo, las fisuras en la pared de la vieja torre que servía de soporte a todo ello... (p. 276).

  El volcán es, según lo presenta el autor, metáfora del violento y poderoso misterio del mundo, del misterio matemático y profundo que nos gobierna. Son bastantes las ocasiones en que el narrador se refiere a este motivo. Veamos algunas de ellas:

  El volcán. Capas geológicas, geometría de la tierra. Balística y pirotecnia de un género diferente, tal vez, pero nada ajeno a la foto del combate nocturno. Cézzane lo había visto con claridad, pensó Faulques. No era sólo cuestión de que el verde acentuase una sonrisa o el ocre matizara una sombra. Era, sobre todo, la forma de mirar las entrañas del asunto. La estructura. Cogió el farol y lo acercó al muro, observando las deliberadas semejanzas entre la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán rojizo pintado en un plano más lejano y hacia la derecha, al término de unos campos desventrados, abiertos como si la tierra hubiera sido acuchillada por una mano enorme y poderosa (p. 75).

                                                                         *****

  Despacio, con sumo cuidado, aplicó gris payne sin mezcla para la columna de humo y cenizas, y luego, intensificando la base del cielo con azul cobalto mezclado con blanco, olvidó las precauciones para marcar el fuego y el horror con trazos vigorosos, casi brutales, de laca escarlata y blanco, naranja de cadmio y bermellón. El volcán que derramaba su lava hasta el límite del campo de batalla, como un Olimpo indiferente a los afanes de las pequeñas hormigas erizadas de lanzas que se acometían a sus pies, estaba ahora surcado de líneas que se abrían en abanico, crestas y cuencas que parecían guiar el caos sólo aparente de la lava rojiza –más naranja y bermellón– que brotaba interminable, semen listo para preñar de espanto la tierra entera (…). Lo que Faulques había plasmado en el muro de la torre era más sombrío y más siniestro: la impotencia ante el capricho geométrico del Universo, el rayo despectivo de Júpiter que golpea, preciso como un bisturí guiado por cauces invisibles, en el corazón mismo del hombre y de su vida (pp. 77 y 78).

                                                                         *****

  Como en aquel volcán rojo, negro y pardo, que constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas, todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las flechas siniestras del carcaj de Apolo (p.218).

                                                                         *****

  Todos los colores de una sombra podían ser transmutados en el color de esa sombra, y aquélla era roja: amarillo y carmín y un poco más de amarillo, añadiendo algo de azul para acercarse al color de la sangre, del barro pegajoso bajo las botas (…). Era, en resumen, la sombra del volcán, o más bien la de los objetos iluminados por éste; la proyección de sus lados opuestos, recortados, ribeteados por el resplandor en escorzo del cráter que se enseñoreaba, desde su cúspide olímpica y letal, del vértice superior del triángulo, tiñendo los alrededores con una roja simetría (…). Se detuvo un instante, mezcló carmín de garanza, sombra tostada y un poco de azul prusia para obtener un negro cálido, y lo aplicó de inmediato para resaltar el borde las heridas zigzagueantes, parecidas a relámpagos rojos y ocres, abiertas en las laderas del volcán (…). El volcán estaba acabado, o casi. Eso completaba las tres cuartas partes de la superficie prevista.
  Eligió un pincel redondo, mediano, y e un ángulo limpio de la bandeja mezcló rápidamente blanco, amarillo, un poco de carmín y una pizca de azul. Después, acercándose de nuevo al muro, prolongó con el color obtenido una de las grietas de la ladera del volcán, dándole forma de camino, de sendero, que resaltó a los lados mezclando grises y azules directamente sobre la pared. El trazo grueso (…) daba al camino una apariencia singular Era algo que en verdad no llevaba a ningún sitio; salía de la grieta del volcán y moría en la imprimación blanca (pp. 267 y 268).

La mujer violada y el niño.

  Esta es una de las escenas fundamentales que componen el ficticio mural. De significado más que evidente, representa el desgarro, la crueldad y el aparente sinsentido de la guerra. Decimos aparente porque una de las ideas presentes a lo largo de la novela, que el autor se esfuerza en fijar, responde al hecho de que en la guerra el caos obedece en realidad a un inexorable, soterrado y científico plan, que  el hombre (al menos el hombre común) no alcanza a comprender. Veamos alguna de las descripciones de esta escena tan dramática:

   Allí donde unos trazos vigorosos, algo de color aplicado sobre el dibujo a carboncillo, mostraban un cuerpo femenino en extraña perspectiva, el rostro sin definir, abiertos los muslos desnudos hacia el primer plano, un reguero rojo de sangre entre ellos, y la silueta de un niño medio incorporado cerca, vuelto hacia la mujer, o la madre (…). Los mismos rasgos del niño apenas pintado los reservaba para uno de los soldados que, a la derecha de la escena, fusil en mano, empujaban a la multitud fugitiva de la ciudad, resuelta pictóricamente –los viejos maestros flamencos no estaban sólo para ser admirados– a base de cuadrados de ventanas y dentadas ruinas negras recortándose en el rojo de incendios y estallidos que coronaba la colina, a lo lejos (p. 50).

                                                                       *****

  Observaba la escena del niño llorando junto la madre violada. Una piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba (…). Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito (pp. 247 y 248).

  Encontramos también, con respecto de esta escena, descripciones o ékfrasis indirectas, es decir, realizadas por medio del diálogo entre los personajes:

–Y dígame... ¿Por qué pintó a esa mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en los muslos y el niño que mira?
(…)
–¿Conoce aquellas viejas fotos de la liberación de Francia?... En una fotografía, la violación casi nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona. Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite imaginar mejor.
(…)
–Hay algo inquietante en esa mujer –comentó–. Tal vez su... No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?... Parece poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay más de animal que de humano en ella –miró a su interlocutor con renovado respeto–. No es casual, ¿verdad?... No es incompetencia por su parte (p. 256).

La mujer que grita en primer término de la fila de fugitivos.

  Se nos describe varias veces en la novela esta figura, situada en primer plano, siempre, al igual que ocurre con la escena de la mujer violada y el niño, con una función simbólica muy clara: la desesperación, el miedo, la locura, el resultado de la acción del caos inflexible:

  Faulques advirtió el rostro de mujer en primerísimo plano, descompuesto en sus trazos violentos de color ocre, siena y rojo de cadmio, la boca abierta en alarido de pinceladas burdas, densas, silenciosas, viejas como la vida (p. 64).

  Aunque (como en otras ocasiones que más adelante comentaré) no se relaciona esta figura en ningún momento con una imagen artística concreta y real, es inevitable que el lector no piense de inmediato, tal y como se la describe, en el famoso cuadro de Edvar Munch: El grito:

  Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado (pp. 246 y 247).

Los hombres que se acuchillan.

  A propósito de esta escena se nos aclaran sus reminiscencias y, por añadidura, su significado. El narrador nos explica que estos hombres que se acuchillan en primer plano tienen algo que ver con el Duelo a Garrotazos de Goya, símbolo por antonomasia, junto al Guernica de Picasso, de las guerras civiles. Pero estas relaciones entre el mural ficticio y las pinturas reales, así como entre el mismo mural y las fotos ficticias, las veremos un poco más adelante:

  Necesitaba esos colores para acabar el suelo pintado en el mural con capas superpuestas, pincel grueso, húmedo sobre húmedo aprovechando las irregularidades del enfoscado de cemento y arena de la pared, en torno a una escena de dos hombres que combatían abrazados, caído uno sobre otro mientras se apuñalaban con saña, enfriados los colores vivos de sus violentos escorzos por capas de azul ultramar con un poco de carmín para tratar las sombras, cuyo efecto procedía de los resplandores cruzados de la ciudad en llamas y del volcán a lo lejos (p. 93).

Los jinetes a punto de entrar en combate.

  (…) antes de seguir ocupándose de los caballeros montados que, en grupo cerca de la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban el momento de incorporarse a la batalla que se libraba en las faldas del volcán. Aunque los caballos no estaban resueltos –Faulques tenía problemas técnicos con eso–, de los tres jinetes, uno en primer plano y los otros detrás, dos estaban casi terminados, las armaduras en colores fríos, azul gris y azul violáceo, relucientes los ángulos y las aristas de las armas con pinceladas finas a base de blanco, azul prusia y un poco de rojo y de amarillo. El pintor de batallas había trabajado sobre todo en la mirada del caballero situado en primer plano, que por tener la visera del casco alzada era al único al que se le veía el rostro, o parte de él –los otros lo tenían oculto por las celadas bajas–: ojos absortos, ausentes, fijos en algún lugar indeterminado, contemplando algo que el espectador no veía, pero podía intuir (p. 85).

                                                                       *****

  Los guerreros que, junto a la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla, aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un ejército (p. 145).

El niño muerto.

  (…) representado con trazos fríos, plomizos de grisalla, en un lugar del gran fresco de la torre: una pequeña silueta tendida boca arriba, apoyada la nuca en una piedra (p. 97).

Cadáveres, ahorcados, y perro.

  En una zona todavía sin pintar, el dibujo a carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban formas tendidas sobre el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas (p. 127).

El hombre a punto de ser ejecutado.

  La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza (p. 59).

Soldados.

  Había dos figuras medio pintadas detrás del soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo que no encajaba (…).
  Después estuvo un momento observando la figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado –de cerca una simple maraña de colores superpuestos–, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con azul, rojo y una pizca de ocre (pp. 137 y 140).

Héctor y Andrómaca.

  Obsérvese en esta descripción cómo se ponen en relación imagen ficticia e imagen real con la finalidad de ajustar plásticamente el objeto imaginario que se desea componer ante el lector:

Como los cuadros de Paolo Uccello, aquellos frescos del siglo XV tenían mucho que ver con su trabajo en la torre; en especial El sueño de Constantino –las armas de Héctor se inspiraban vagamente en uno de los centinelas–, la Batalla de Heraclio y la Victoria de Constantino sobre Majencio. Faulques había obtenido de la joven pintada por Piero della Francesca el aspecto de su Andrómaca –un hombro y un seno desnudos, las ropas en geométrico desorden como recién levantada del lecho, el niño en brazos– y sobre todo la mirada triste, perdida más allá del hombro del guerrero. Esa mirada parecía recorrer la extensión circular del campo de batalla hasta el torrente de fugitivos que abandonaba la ciudad en llamas, como si la mujer pudiera reconocerse de antemano en las otras mujeres, botín del vencedor. Y ante ella, temible con fusil y mezcla de armas y arreos antiguos y modernos, casco de acero, angulosa armadura gris entre medieval y futurista (…), Héctor alzaba un guante metálico hacia el niño que, asustado, se revolvía en brazos de su madre. Y en el suelo, la mezcla de tres sombras imperfectas formaba una sola sombra oscura como un presagio (p. 242).

  Por último, me parece interesante esta descripción general del narrador:

Markovic estudiaba ahora las naves varadas en la playa y las que se alejaban bajo la lluvia. Las innumerables figurillas minúsculas que iban hacia ellas, saliendo de la ciudad en llamas. Fuego y lluvia, tensión de contrarios dando vigor a la naturaleza y curso a la vida, colores cálidos amortiguados con formas poliédricas, aceradas, frías. Y aquel eje de vencedores, naves y guerreros, diferente al de los vencidos, cuestión de ángulos y perspectiva, el vértice en la ciudad, una diagonal conduciendo a la mujer violada y al niño, otra vertebrando la fila de fugitivos. Tan sereno todo, sin embargo. La mirada del observador se dirigía primero a Héctor y Andrómaca. Se deslizaba con naturalidad hasta el campo de batalla a través de los caballeros que se acometían bajo el volcán indiferente, y tras recorrer los estragos de la guerra terminaba en el niño muerto y en el niño vivo, (…). A pesar de su crudeza, los desastres de la guerra quedaban en segundo término, encajados en el color y la forma que los rodeaba; y la mirada se detenía en los ojos de los guerreros a la espera del combate, en el soldado de hierro, en la mujer que encabeza la fila de fugitivos, en los muslos de la otra mujer yacente. Y al cabo, conformando un triángulo, en el volcán equidistante entre la ciudad en llamas, a la izquierda, y la otra ciudad que se despertaba en la bruma, ignorante de vivir su último día (pp. 261 y 262).

a.2) Ékfrasis de imágenes fotográficas.

  El mural en el que trabaja Faulques guarda íntima relación con su pasado como fotógrafo bélico. Con extrema lucidez, Faulques plasma sus dolorosos recuerdos en el mural de la torre. Pero lo que más me atrae aquí no es éste mensaje antibelicista (uno de los muchos que desprende el texto), sino ese patrón plástico, confeccionado a base de imágenes pictóricas o fotográficas singulares, a partir del cual se encuentra articulada la memoria del personaje, la voz  del narrador y por tanto la novela en su totalidad. La imagen plástica, nos está diciendo el autor, no solo  requiere del que la elabora y del que la contempla cierto análisis de la realidad (mirada, perspectiva, comprensión, etc.), sino que también interfiere de forma irremediable en la estructura del pensamiento, en nuestro lenguaje mental, porque la imagen, de un modo o de otro, siempre ha formado parte de nuestras vidas.

  La imagen lleva al recuerdo o el recuerdo a la imagen, de ahí la frecuencia con que se mencionan o se describen pinturas y fotografías cuya finalidad no es otra que dar coherencia a las acciones del protagonista y explicación, por tanto, al verdadero origen del mural en el que aquel se halla enfrascado.

  Veamos, pues, algunas de las descripciones fotográficas de la novela:

  Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres milicianos drusos de pie con los ojos vendados –dos cayendo, uno orgulloso y erguido–  y los seis kataeb maronitas que los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada de una docena de revistas (pp. 28 y 29).

*****

  Era realmente una foto singular, se dijo Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían complaciéndolo las líneas geométricas invisibles –o visibles para un observador atento– que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del incendio, vertical como una columna negra barroca, sin un soplo de brisa (p. 36).

*****

  (…) Una de sus primeras fotos profesionales, blanco y negro, tomada después del impacto de un cohete de los jemeres rojos en Ponchentong, el mercado de Phnom Penh: un niño herido, incorporado a medias en el suelo, los ojos velados por el trauma de la explosión, observaba a su madre tendida boca arriba, en diagonal en el encuadre de la cámara,la cabeza abierta por la metralla y la sangre trazando larguísimos y complicados regueros sobre el suelo (p. 49).

*****

  (…) Faulques recordaba una de sus antiguas fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras (p. 71).

                             *****

  (…) esa imagen compuesta con horrible perfección técnica: varios volúmenes escalonados en negros y grises, las manos atadas y sucias en primerísimo plano con el matiz más claro de las palmas y las uñas, la sombra que las manos proyectaban sobre la parte inferior del rostro, la superior iluminada por el sol, negro brillante, piel sudorosa, moscas, granulado de arena clara adherida a una mejilla. Y en el centro exacto de todo, aquellos ojos desmesuradamente abiertos, asomados al espanto: dos almendras blancas con dos pupilas negrísimas clavadas en el objetivo de la cámara, en Faulques, en los miles espectadores que iban a ver aquella foto. Y detrás, al fondo, como término al recorrido de la mirada del observador, la suma de todos esos negros y grises: la sombra de la cabeza del hombre sobre la arena, donde, pese al ligero desenfoque del fondo, se adivinaba (…) la huella del arrastre de las patas y la cola de un cocodrilo (p. 115).

                                                                 *****

  Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas cristianos, arrodillados éstos a tres metros de sus víctimas, los fusiles encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros sacudiéndoles las ropas –uno encorvado sobre el vientre y dobladas las rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se desvaneciera a su espalda–, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme, esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos cubiertos por un paño negro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía del cuello, puesta sobre el pecho (…)

                                                                *****

  La del Líbano era una foto (…) serena, de líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga perfecto (…) y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los ejecutores y los drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término, dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil, extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del arma, cuyas balas destrozaban las balas del caído que alzaba manos y rodillas, vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos (…), y dos cartuchos vacíos, recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol (pp. 129-132).

  Y antes de dar por concluido este apartado me gustaría ejemplificar aquellos casos en los que se ponen en directa relación figuras del mural con determinadas imágenes fotográficas, por ser estos casos paradigmáticos de la vinculación existente entre los distintos tipos de obra visual.

  Por ejemplo, el rostro en primer plano del mural de la mujer de rasgos africanos que se nos describe como de “grandes ojos, el trazo firme de una frente y una barbilla, dedos que hacían ademán de velar aquella mirada” se asocia, dentro de la historia, con una de las fotos tomadas por el pintor de batallas y vinculada por tanto a un suceso vital del personaje. Este recorrido imagen-memoria-imagen que seguimos de la mano del narrador tiene por finalidad, como ya he explicado, hacer verosímil la figura del mural y necesarias, comprensibles, las acciones del ex-fotógrafo:

  Miró con atención aquel otro rostro, o más bien su depurada representación pictórica en la pared. Había sido portada de varias revistas después de que él lo captase, casi por azar (…), en un campo de refugiados del sur de Sudán (…).
 La muchacha era joven y translúcidamente bella a pesar de la cicatriz horizontal que marcaba su frente y los labios cuarteados (…) por la enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas de los labios, los dedos finos y huesudos de la mano junto al rostro, las líneas del mentón y la tenue insinuación de las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la esterilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo de claridad en los iris negros, su fija y desesperada resignación. Una máscara conmovedora, antiquísima, eterna, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos. La geometría del caos en el rostro sereno de una muchacha moribunda (pp. 22 y 24).

  A propósito de la descripción de una de las escenas del mural en la que un hombre, la víctima, de expresión horrorizada, que, en pijama, va a ser ejecutado al cabo de un instante, el narrador nos conduce directamente al origen fotográfico de aquella figura:

  Estaba exactamente igual que el hombre a quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y rojos (…). … Oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con semejante aspecto (p. 138).

  La escena que tiene por protagonistas a Héctor y Andrómaca tiene su origen también en uno de los sucesos dramáticos vividos por el pintor de batallas y, por supuesto, como cuenta el narrador, plasmado fotográficamente:

  Una de aquellas fotos fue portada en medio mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos, quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos (pp. 243 y 244).

b) Ékfrasis de imágenes reales.

  Siendo bastante numerosas las citas de pintores que podemos encontrar en el texto (y en menor medida también de fotógrafos y artistas experimentales), lo cierto es que las descripciones de imágenes pictóricas verídicas lo suficientemente amplias para merecer el calificativo de ékfrasis resultan más bien escasas, aunque significativas. Me referiré a dos en concreto, de importancia ética y, sobre todo, estética, dentro de la concepción visual de la novela.

  Una corresponde al cuadro Erupción del Paricutín de Gerardo Murillo (1875-1964), más conocido como el doctor Atl, que Pérez-Reverte introduce como padre estético del todopoderoso volcán que preside el fresco de la torre:

  Había conocido a Olvido Ferrara ante un volcán semejante; o para ser más riguroso, ante le volcán en el que éste se inspiraba, o lo pretendía: el cuadro de 168x168 centímetros colgado en una sala del Museo Nacional de Arte de México, (…). Erupción del Paricutín. Nunca hasta ese momento había oído hablar del doctor Atl. No sabía nada de él, ni de su obsesión por los volcanes (…). El día que descubrió al doctor Atl, Faulques ignoraba todo eso; pero se quedó muy quieto ante el cuadro, sin aliento, contemplando sobrecogido la pirámide truncada del volcán, el punteo rojizo de la lava que corría ladera abajo, la tierra devastada por reflejos de fuego y plata dándole profundidad a la escena, el extraordinario efecto de luz en los árboles desnudos, las llamaradas y el penacho de cenizas negras desplomándose a la derecha, ante la fría mirada de las estrellas en la noche clara, impávida y más allá del desastre (pp. 75 y 76).

  Otra de las descripciones de obras pictóricas reales es puesta por el autor en boca de uno de los personajes, Olvido Ferrara, resultando así una ékfrasis indirecta. El cuadro se nos describe vaga y parcialmente, pero de nuevo me interesa por su importancia estética, si atendemos a la concepción visual del texto. El autor quiere que, mentalmente, realicemos una asociación estética que vincule buena parte de la imaginaria composición del mural con una obra pictórica concreta, La batalla de San Romano, de Paolo Ucello (1397-1475), obra compuesta de tres cuadros, uno expuesto en la Galería de los Uffizi y los otros dos en la National Gallery y el Louvre, respectivamente:

  La sombra del florentino planeaba sobre todo el gran fresco circular de la torre, entre otras cosas porque la primera idea de dejar las cámaras fotográficas y pintar una batalla de batallas se le había ocurrido a Faulques ante el cuadro de los Uffizi, el día que Olvido Ferrara y él se quedaron inmóviles en la sala (…) admirando la composición extraordinaria, la perspectiva, los escorzos magníficos de aquella pintura sobre tabla, una de las tres que representaban el episodio militar ocurrido el 1 de julio de 1432 en San Romano, un valle junto al curso del Arno, entre los ejércitos de Florencia y de Siena. Fue Olvido quien llamó la atención de Faulques sobre la línea horizontal que culminaba en el caballero derribado por la lanza, y señaló las otras lanzas quebradas que, en el suelo, junto a los cuerpos de los caballos caídos, se entrecruzaban simulando una red, un pavimento pictórico en perspectiva sobre el que venía a encajar, proyectándose hacia el fondo y el horizonte arbolado, la masa de hombres acometiéndose en la escena principal (…). Parece una de tus fotos, dijo de pronto. Una tragedia resuelta con geometría casi abstracta. Fíjate en los arcos de las ballestas, Faulques. Observa el cruce de lanzas que parecen traspasar el cuadro, la chapa circular de las armaduras que descomponen los planos, los volúmenes dispuestos mediante cascos y corazas (…). En aquel momento miraba el Uccello fija (…), absorta en los hombres que mataban y morían, en el perro que, sobre el punto de fuga situado en la cabeza del caballo central, perseguía liebres a la carrera (pp. 86 y 87).

  Con el fin de completar estéticamente la descripción de la figura del niño muerto del mural, el autor introduce otra conexión entre el objeto visual imaginario y un objeto visual verídico, esta vez se trata de un

  (…) fresco recientemente descubierto en San Martín Mayor de Bolonia: La adoración del niño. En el fragmento inferior, entre una mula, un buey y varias figuras decapitadas por los estragos del tiempo, un Niño Jesús yacía con los ojos cerrados, en quietud casi cadavérica que anunciaba, para escalofrío del espectador atento, el Cristo torturado y muerto de cualquier Piedad (pp. 97 y 98).

  El fresco al que se refiere Pérez-Reverte, como él mismo explica a través del narrador, pertenece al pintor ya mencionado: Paolo Uccello. Este pintor, junto a Piero della Francesca (1416/17-1492) o el también nombrado doctor Atl, es el más estrechamente vinculado a la imagen del mural. El narrador nos informa de que el famoso tríptico de la batalla de San Romano es punta de lanza de la larga lista de influencias del fresco circular de la torre. De hecho, se describe otra de las tablas del tríptico, la que lleva por título Micheletto da Cotignola en combate y se encuentra expuesta en el Louvre:

  Allí, los estragos del tiempo habían difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original, convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre lo que a primera vista parecía un sólo caballo, el grupo estaba formado por cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si se tratara de la misma en diversas fases del movimiento. Todo ello se fundía en una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica vista fotograma a fotograma (pp. 145 y 146).

  Según nos traslada el narrador, uno de los jinetes que, montados, aguardan la ocasión de entrar en batalla, el que se encuentra adelantado al grupo, “lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas”, debe su origen y aspecto a ese caballero de la tabla de Uccello.

  Pérez-Reverte elige otro cuadro de la galería de los Uffzi de Florencia para ser descrito; descripción esta vez a tres bandas, si se me permite la expresión, llevada a cabo entre el narrador y dos personajes:

  Olvido y él, recordó, habían estado mirando desde la misma orilla un río pintado en un cuadro de los Uffizi: la Tebaida, de Gherardo Starnina, que algunos atribuían a Paolo Uccello o a la juventud de Fra Angélico. Pese a su aspecto amable y costumbrista –escenas de la vida eremita con algún toque picaresco, alegórico o fabuloso–, una observación detenida de la tabala revelaba un segundo nivel más allá de la primera apariencia, donde por debajo de la síntesis gótica asomaban extrañas líneas geométricas e inquietante contenido. Olvido y Faulques se habían quedado inmóviles ante la pintura, subyugados por las actitudes de los monjes y el resto de los personajes del cuadro, por la intensidad alegórica de las escenas dispersas. Parece uno de esos nacimientos que se hacen con figuritas por Navidad, apuntó Faulques, dispuesto a seguir adelante. Pero Olvido lo retuvo por el brazo, mientras sus ojos permanecían clavados en el cuadro. Fíjate, dijo. Hay algo oscuro que intranquiliza. Mira el asno que cruza el puente, las escenas perdidas al fondo, la mujer que parece huir furtiva a la derecha, el monje que está detrás, asomado desde una gruta sobre la peña (…).
  ¿Te has fijado en las montañas y rosa del fondo? Hacen pensar en los paisajes geometrizantes de finales del XIX, en Fiedrich, en Schiele, en Klee (pp. 169 y 170).

Función múltiple de la imagen.

  El gran fresco circular de la torre vigía en el que trabaja el protagonista de la novela es en realidad una imagen de imágenes. Ya he comentado que su descripción nos va siendo transmitida en pequeñas dosis a medida que avanzamos en la lectura, de manera que hemos de ir componiendo las diferentes escenas que integran el mural como si de un gran puzle se tratara. Solo al final del texto nos habrían de encajar todas las piezas, es decir, al menos encajar de forma verosímil, al igual que el desarrollo y el desenlace de la propia trama. Lo curioso es que las piezas de este puzzle de imágenes no poseen una sola  manera de ensamble, sino muchas, tantas como lectores pueda haber. Dependiendo de cada lector la forma, valor, posición e interpretación de las piezas serán de una manera o de otra.

  Imaginemos que el autor hubiera decidido presentar una magnífica representación en color del fresco de la torre en la primera página de la novela. Sin lugar a dudas nos habría facilitado mucho las cosas y hubiera unificado en gran medida las posibles visiones de la referida imagen (nunca del todo, pues ya se sabe que aunque se trate del mismo objeto cada uno percibirá este de acuerdo a sus circunstancias personales), pero esto a costa de una severa pérdida de riqueza significativa o referencial, toda vez que su presencia objetiva (presencia por sí misma y no a través de la palabra) habría impedido alcanzar una pluralidad de miradas (de lecturas) suficientemente favorecedora del conjunto textual. Por esta razón es finalmente la palabra la que nos conduce hasta la imagen, o imagen de imágenes, y no al contrario. Para realizar el trayecto que se nos solicita contamos con la ayuda de otras imágenes (obras pictóricas reales y fotos ficticias) que a menudo explican y sostienen la principal.

  A mi modo de ver, el mural del que estamos hablando desempeña diversas funciones. Desde el punto de vista semántico, el fresco de la torre no encarna solo la experiencia de la guerra, cumbre de la barbarie creada por el ser humano para el ser humano, sino el desesperado intento del individuo por llegar a desentrañar su sentido oculto, las profundas reglas del juego; intento que, tal y como se nos presenta el desenlace de la novela, conduce a la asimilación pero nunca al verdadero entendimiento. El personaje principal acaba comprendiendo que no cabe una compresión absoluta. Su lucidez le lleva de forma inexorable hacia el abismo porque, como digo, descubre que la búsqueda es de hecho la antesala de la propia búsqueda y que de la visión íntima del dolor jamás se vuelve. El mural, en definitiva, simboliza el peligroso viaje interior, la búsqueda suicida de las respuestas imposibles en el caos de la memoria, reflejo del caos de la existencia.

  Pero, juntamente con la simbólica, la imagen del mural cumple al menos otras dos funciones no menos importantes. En primera instancia, por ser eje vertebrador de la trama, la imagen del mural dinamiza las acciones de los personajes. No es, por tanto, un mero telón de fondo de la historia. El mural es la propia historia, porque todos los elementos que la integran remiten una y otra vez a él. En virtud de la presencia del mural puede hacerse posible y verosímil el acercamiento y conexión entre el pintor de batallas, Faulques, y el ex combatiente llamado Markovic. Hubiera sido más que improbable tal acercamiento entre ambos personajes si el autor no hubiera introducido entre los dos ese otro personaje que es el fresco de la torre. Además, en este sentido, la imagen es matriz generadora de retrocesos temporales debido a su carácter pre-textual. Quiero decir que la imagen viene a ser un puente que conexiona el presente y el pasado del pintor de batallas; que la imagen sirve de pretexto para que la voz del narrador se ocupe de llevarnos a través de la memoria del personaje y profundizar así en el moldeado de su carácter.

  Por otro lado, el mural cumple una función ilustrativa. La imagen sirve para ejemplificar aquello de lo que se habla. Porque, como ya he dicho, el autor plantea el mural como una imagen contenedora de imágenes, pero también de conceptos. De ahí que, continuamente, se vuelva a él a fin de “ilustrar”  o completar una tesis, una  circunstancia e incluso otra imagen (pictórica o fotográfica) relacionada con el presente o el pasado de los personajes.

  Al hilo de esto último, y en cuanto a las otras imágenes, reales o ficticias, pictóricas o fotográficas, que van siéndonos descritas a lo largo de la novela, hay que anotar que éstas últimas, casi exclusivamente, desempeñan la función que hemos dado en denominar ilustrativa. Estas imágenes materializan, en el plano teórico, distintas concepciones relacionadas con el arte de la imagen y, asimismo, ya en otro plano, son útiles a la hora de  resaltar figuras o escenas de la imagen central.

3.- Poética de la imagen.

  No cabe duda de que tras los coloquios artísticos de Faulques y Markovic, tras la trama, el mural, los cuadros y las fotografías, elementos todos de la novela que analizo, late un conjunto de juicios teóricos y estéticos acerca de la imagen y sus principales manifestaciones plásticas que constituye el entramado poético sobre cual el autor del texto va trenzando la historia.

  Para el autor de la novela, fotografía y pintura, manifestaciones artísticas de la imagen cuya reconocida especificidad no inhabilita en absoluto los fuertes lazos de solidaridad que han ido conexionándolas a lo largo del tiempo, comparten el mismo alto objetivo, la misma motivación: explicar la realidad, determinar las simetrías que hacen del caos una mera apariencia; pero a la vez vienen a divergir en sus planteamientos estéticos, más allá de la dictadura de la forma. Y si fotografía y pintura divergen en este punto es porque mantienen perspectivas opuestas; entendiendo perspectiva en el mismo sentido que mirada. Es decir, que para el autor al fotógrafo y al pintor les mueve el mismo proyecto, pero les enfrenta la forma de mirar. Mientras que el fotógrafo procesa su mirada de “dentro hacia fuera”, el pintor hace lo propio, pero de “fuera hacia dentro”.

  Esta cuestión es fácilmente verificable tan solo con atender al argumento general de la novela. Faulques abandona la fotografía porque a través de esta se encuentra incapaz de alcanzar la meta que se propone, y es por medio de la pintura como en segunda instancia cree poder llevar a cabo su búsqueda.
Faulques deja las cámaras cuando comprende que debe comenzar a buscar no tanto en lo que ve como en lo que recuerda que ha visto, cuando comprende que su mirada ha de proyectarse hacia sí mismo. Deja atrás ese mundo de imágenes frías y exactas de la realidad “tal cual” y regresa al otro mundo de la realidad interior, de la realidad “tal y como yo la veo”. Pese a que se nos describe el mural con ese mismo aspecto medio cubista, pues el hallazgo de líneas y perspectivas geométricas sigue siendo el propósito del pintor de batallas, el resultado final de su trabajo se caracteriza precisamente por  la trasmisión de fuertes impresiones (por ejemplo, terror, como experimenta el personaje de Carmen Elsken) y por su incumplimiento (recuérdese que deja buena parte del mural solamente bosquejado a carboncillo). Faulques acaba comprendiendo que su pintura no es ni mucho menos buena, pero desde luego sí perfecta (Pérez-Reverte, p.279). De aquí deducimos un radical cambio estético en la actitud del personaje que, ante la consciencia final de que tampoco a través de la pintura hallará las respuestas (lo que en verdad halla es la desnudez y la irreversibilidad de la culpa), al menos cae en la cuenta de que quizá la autenticidad resida, paradójicamente, en la propia imperfección, ya que tal vez todo sea imperfecto.

  Sólo el artista es veraz, recordó Faulques. Y se dijo que tal vez era cierto, que la fotografía pudo ser veraz cuando era ingenua e imperfecta, en sus comienzos, cuando la cámara únicamente podía captar objetos estáticos, y en las antiguas placas las ciudades aparecían como escenarios desiertos donde los seres humanos y los animales eran rastros fugaces, imprecisos rastros fantasmales (p. 273).

  El artista de la imagen debe ante todo contar una historia. El pintor o el fotógrafo anhelan trascender la consabida y presupuesta espacialidad de su arte para, más allá de la idea de movimiento pero partiendo de ésta, introducir la ilusión temporal en sus representaciones plásticas. En todo buen cuadro que se precie, o en toda buena foto, deben percibirse un antes y un después implícitos en el espacio, han de percibirse el último hecho transcurrido y el inmediato, incipiente, devenir.

  Este principio ético-estético, a juzgar por las referencias en el texto, parece ser más que crucial para el autor, que en definitiva estaría planteando veladamente que aquella famosa dicotomía artes espaciales- artes temporales que en su momento formulara Lessing no ha servido más que para contradecirla; pues la historia del arte demuestra que las cosas no son en absoluto tan fáciles, que la voluntad creadora de los artistas nuca ha entendido de leyes o fórmulas que la acoten. La historia del arte ha demostrado, y la creación actual demuestra, que los artistas visuales, por un lado, dan cuenta del signo temporal en sus obras, y que los artistas de la palabra, por otro, intentan reflejar con frecuencia el signo espacial en la suyas. De ahí que en los últimos años se haya preferido en muchos casos hablar de artistas en general, sin clasificaciones, o de, llegado el caso, arte intermedia (Ferrando, 2000).

  Uno de los muchos diálogos que sostienen Faulques y Markovic, a propósito de la imagen, es representativo de esto que digo:

–Su pintura está llena de adivinanzas, me parece. De enigmas.
–Todas las buenas lo están. De lo contrario sólo son brochazos sobre un lienzo o una pared.
–¿Usted cree que su pintura es buena?
–No. Es mediocre. Pero intento que se parezca a las que lo son.
(…)
–¿Me está diciendo que todos los cuadros cuentan historias? ¿Hasta los que llaman abstractos, los cuadros modernos y todos esos?
–Los que a mí me interesan sí las cuentan. Mire.
Fue hasta las pilas de libros que había en la escalera, cogió tres de ellos, los llevó hasta la mesa y pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Una ilustración representaba un cuadro de Aniello Falcone, un pintor de batallas clásico del XVII: Escena de saqueo después de la batalla.
–¿Qué ve en este cuadro?
Markovic se acercó, rascándose la sien. Puso la taza de café sobre la mesa y encendió otro cigarrillo. No sé, dijo echando el humo. Ha habido un combate duro, y ahora los soldados victoriosos roban la ropa y las joyas de los muertos. El jinete de la armadura es el jefe, y parece despiadado. También parece reclamar pasa sí a la mujer a la que van a violar. En ese punto, el croata miró a Faulques. Veo una historia, dijo. Tiene usted razón.
–Mire este otro cuadro –sugirió Faulques.
–¿Cómo se llama el autor?
–Chagall. Dígame lo que ve.
–Pues veo... Eh... Un cuadro un poco abstracto, ¿no?
–No es abstracto. Hay cosas concretas, figuras humanas, objetos. Pero es igual. Siga.
–Bueno, pues es... No sé. Geométrico como su pintura de la pared, aunque usted no exagere tanto los ángulos ni descomponga la apariencia de las personas y las cosas. Un hombre, un samovar y una pareja diminuta que baila... ¿También eso cuenta una historia?
–También.
–¿Cómo se llama el cuadro?
–Lo pone debajo, en letra pequeña: El soldado bebedor. Ese soldado es ruso. Viene de la guerra, o va camino de ella, y está tan borracho que ya no distingue el vodka del té. La gorra se le vuela de la cabeza, sorprendido al ver bailar sobre la mesa a una campesina a la que conoce. Y ella baila, quizá, con el mismo hombre que pintó el cuadro.
(…)
–Una historia extraña, de cualquier modo.
–Cada cual la cuenta a su manera (pp. 211 y 212).

  Queda claro entonces que para el protagonista de la novela (me atrevo a suponer que también para el autor), según se deduce de este y otros diálogos, sería conveniente que las artes de la imagen dieran cuenta de una historia, con pasado, presente y futuro, es decir, con absoluta dimensión temporal, en sus representaciones espaciales. Y si el tiempo es, fundamentalmente, cambio, se deduce que estéticamente ha de partirse del principio de movimiento físico para después introducir la sensación de movimiento ya no físico sino eidético, para lo cual sería preciso actuar convenientemente sobre el campo semántico (lo que Markovic llama “adivinanzas”).

  La pintura y la fotografía manejan un lenguaje plástico basado en lo que ya Longino denominaba signos naturales; sin embargo, para representar la idea temporal en toda su dimensión han de valerse de dispositivos no solo plásticos, sino también semánticos, instrumentos que encontramos categorizados en origen en la disciplinas de la Retórica y la Poética, a su vez basadas en los otros tipos de signos, los artificiales.

  Al igual que ocurrió con el debate entre artes espaciales y artes temporales, la dicotomía signo natural-signo artificial también se ha demostrado inoperante y desfasada, típica de un sistema occidental donde la palabra, elemento arbitrario, ha carecido durante años de valor estético por sí misma, muy al contrario de lo que ocurre en otros sistemas (piénsese en la cultura china, donde la letra, la palabra escrita, posee un claro sentido visual, estético). Desde las vanguardias (teniendo en cuenta los antecedentes, nunca despreciables) la palabra, el signo artificial, ha venido tomando valores nuevos, valores del signo natural, llegando a representar más que lingüísticamente, visualmente, mientras que este último se ha nutrido por su parte de la apariencia y la finalidad que han correspondido tradicionalmente al signo artificial, buscando con ello una ética más arbitraria y, al mismo tiempo, una estética más connotativa, sugeridora, metafórica. Se podría así, como en su día anunciara el profesor García Berrio, realizar una poética del arte visual, aplicando para tal fin los dispositivos que nos brindan la Lingüística, la Semiología, la Pragmática o la Retórica en el análisis de las imágenes plásticas.

  Pero acudamos de nuevo a la novela. Hay desperdigadas a lo largo el texto, desde el punto de vista teórico, interesantes reflexiones acerca del arte de la imagen que el narrador extrae del pensamiento del protagonista en unos casos o que, en otros, son directamente pronunciadas por este último a través de sus diálogos, y que desearía señalar:

  Hoy, todas las fotos donde aparecen personas mienten o son sospechosas, tanto si llevan texto como si no lo llevan (…) Qué lejos estamos, date cuenta, de aquellos antiguos retratos pintados, cuando el rostro humano tenía alrededor un silencio que reposaba la vista y despertaba la conciencia (p. 19).

  El narrador nos conduce hasta la memoria de Faulques, quien con frecuencia rescata frases, comentarios de la lúcida Olvido, compañera de batallas de Faulques, muerta tras pisar una mina en una carretera cualquiera de la antigua Yugoslavia. Olvido, se nos cuenta, prefería tomar fotos solo de objetos, nunca de personas, y siempre en blanco y negro. Este fragmento que hemos seleccionado resume una poética determinada, una posición nada confiada con respecto de la imagen fotográfica convencional que el autor adscribe a un personaje concreto. Esta poética entra de lleno en el problema de la autenticidad. La imagen actual, se deduce de esas palabras, tiende a crear espacios y figuras que por exceso de asepsia en la perspectiva y en la interpretación, se convierten en planos virtuales. La palabra asociada a la imagen (por ejemplo, los títulos) en estos casos no haría más que acentuar el efecto de falsedad, de ausencia de implicación emocional. La palabra estaría lejos de actuar como una especie de resorte sugeridor de sentidos:

  La fotografía como arte es un terreno peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser (p. 179).

  El personaje de Faulques encarna el tipo de actitud plástica que Olvido rechazaba. Recordemos cuál es su poética:

  Él no pretendía justificar el carácter predatorio de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban las guerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Sólo quería comprender el código del trazado, la clave del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables (p. 21).

  Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre (p. 178).

  El siguiente fragmento abunda en esta idea:

  Aquello era precisamente lo opuesto al arte, pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con la ética que otros fotógrafos usaban –o decían usar– como filtro de sus objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el arte se convertía –y tal vez las palabras adecuadas eran “de nuevo”– en una fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la vida (p. 37).

  La pretenciosa poética de Faulques, motivada por la culpa, cae irremediablemente en la paradoja. Un arte de la imagen (como cualquier otra manifestación artística) que proclamara por supremo objetivo el hallazgo de  los “enigmas combinatorios” no pretendería otra cosa que explicar las claves de la existencia, la propia vida. Asimismo, un arte que proclamara su decidido y total alejamiento de cualesquiera criterios éticos y estéticos posibles no haría otra cosa que posicionarse, de hecho, ética y estéticamente.

  Faulques fracasa, tanto usando la cámara como los pinceles, en su intento de regresar a un arte de la imagen entendido al modo clásico, como tecné o ars, más como conjunto de teoremas que como canalizador de pasiones. El intento de aplicar la misma poética en la construcción de la imagen pictórica que en la imagen fotográfica será un completo desastre, pues, como ya apunté, de un arte de la imagen a otro cambia radicalmente la dirección de procesado de la mirada.

  Por otro lado, la poética de la imagen de Faulques es clara con respecto de las limitaciones de la fotografía y del objetivo de representar el continuo temporal, ambición antigua de la pintura:

  Si, como sostenían los teóricos del arte, la fotografía le recordaba a la pintura lo que ésta ya nunca debía hacer, Faulques tenía la certeza de que su trabajo en la torre le recordaba a la fotografía lo que ésta era capaz de sugerir, pero no de lograr: la vasta visión circular, continua, del caótico ajedrez, regla implacable que gobernaba el azar perverso (…) del mundo y de la vida (p. 47).

  El personaje de Olvido expresa varias veces las limitaciones de la imagen fotográfica:

  El problema es que Paolo Uccello tenía pinceles y perspectiva, y tú sólo tienes una cámara. Eso impone límites, claro. De tanto abusar de ella, de tanto manipularla, hace tiempo que una imagen dejó de valer más de mil palabras. Pero no es culpa tuya. No es tu manera de ver lo que se ha devaluado, sino la herramienta que usas. Demasiadas fotos, ¿no crees? El mundo está saturado de malditas fotos (p. 87).

  En boca de Markovic suena de otra manera pero viene a ser el mismo criterio:

  Confirma (se refiere a la pintura) lo que siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni expiación. Más bien una... En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?... Un teorema.
(…)
  Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban. Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido. Quizá por eso ahora pinta (p. 144).

  Y el propio Faulques intuye que su poética es difícilmente viable:

–Humanitario no es algo que yo diría de sus fotos.
–Es que la palabra humanitario estropea al fotógrafo. Lo vuelve consciente de sí mismo, y éste deja de ver el mundo exterior a través del objetivo. Termina fotografiándose él.
–Pero usted no se retiró por eso...
–En cierto modo, sí. Yo también me fotografiaba a mí mismo, al final (p. 154).

  La poética de Faulques se encuentra muy alejada de cualquier planteamiento romántico de la pintura; persigue, fundamentalmente, plasmar la realidad tal y como él la ve, sin interpretaciones:

  Un cuadro como aquél, no podía pintarse con sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego verse despojado de ellos. O liberado (p. 157).

  Se trata de una óptica fría, de una “mirada despojada”; una mirada, en definitiva, que intenta alejarse de emociones que puedan apartarla de una plasmación auténtica de la realidad. Ahora solo cabría preguntarse, como sin duda se habrá interrogado el autor, acerca de la posibilidad de llevar con pulcritud artística dicha poética a la praxis. La actitud final de Faulques hacia su obra me parece más fruto del hallazgo en ella de una paradoja o de una ironía (por no decir de un fracaso anunciado) que de un verdadero éxito. 



Bibliografía:

BRYSON, N. (1991), Visión y pintura: La lógica de la mirada, trad. C. Luca de Tena, Madrid, Alianza.
CORBACHO CORTÉS, C. (1998), Literatura y arte: el tópico “Ut pictura poesis”, Cáceres, Universidad de Extremadura.
FERRANDO, B. (2000), La mirada móvil. A favor de un arte intermedia, Universidad de Santiago de Compostela.
FERRANDO, B. (2003), El arte intermedia. Convergencias y puntos de cruce, Valencia, Universidad Politécnica de Valencia.
GARCÍA BERRIO, A. y HERNÁNDEZ FERNÁNDEZ, T. (1988), Ut poesis pictura. Poética del arte visual, Madrid, Tecnos.
LEE, R. W. (1982), Ut pictura poesis. La teoría humanística de la pintura, Madrid, Cátedra.
MONEGAL, A. (1998), En los límites de la diferencia. Poesía e imagen en las vanguardias hispánicas, Madrid, Tecnos.
MONEGAL, A. (ed.) (2000), Literatura y pintura, Madrid, Arco/Libros.
PANOFSKY, E. (1973), La perspectiva como forma simbólica, Barcelona, Tusquets.
PANOFSKY, E. (1999), El significado en las artes visuales, Madrid, Alianza.
PÉREZ-REVERTE, A. (2007), El pintor de batallas, Madrid, Punto de Lectura.

martes, 15 de mayo de 2018

PARÍS ERA UNA FIESTA: HEMINGWAY Y SUS ANSIEDADES

  
  Terminaba la entrada anterior con uno de los Adagia de Wallace Stevens, y voy a empezar la actual con otro que también me gusta mucho: “La vida es el reflejo de la literatura”. ¿Y no es así, en el fondo? Siempre he pensado que a la literatura le queda pequeño el traje con que la quiso en su día vestir Stendhal, ese de ser un espejo que se pasea a la largo del camino, tanto más cuando el camino tiende a ser, precisamente, espejo de las páginas que el hombre escribe. La literatura completa la vida, o mejor: la ordena, reordena y desordena a su capricho. Harold Bloom, que es un admirador confeso de Stevens, piensa en los mismos términos y resume la cuestión aseverando, polemillas a la mar, que Shakespeare es el arquitecto del individuo moderno, o sea: que Shakespeare inventó al hombre occidental de nuestras calles de hoy. No sé. El eminente crítico estadounidense es muy dado a emitir juicios canónicos con una voz tan ancha como estrecha es a veces la base que los sustenta. Sin embargo, su concepto de “ansiedad de la influencia” me parece muy útil, puesto que enriquece la noción de intertextualidad. Bloom se ha mantenido siempre fiel a esta idea forjada en su juventud. Todo escritor que vive para la literatura vive también inmerso en una lucha agónica contra las voces maestras que le han precedido y que, al nutrirse de ellas, le han moldeado como escritor. Se trata de una batalla por desligarse, por romper amarras. Veo la influencia como esa lanzadera que es apartada por la violencia misma del despegue, tras haber cumplido su propósito. También le concedo a Bloom la metáfora hamletiana: todo escritor que vive para la literatura vive para exorcizar el vengativo y receloso espectro de su padre. Esta ansiedad de la influencia, fantasmagórica y tiránica, poético complejo de Edipo, o se supera o se convierte en un abrazo indesligable y mortal, un peso que bloquea y anula.


  Ahora bien, a la ansiedad de la influencia bloomiana habría que añadirle al menos otras dos ansiedades contra las que el escritor se ve obligado también a pelearse mientras dura su vida, escriba o no (porque un escritor no puede dejar de serlo, de la misma manera que tampoco es estrictamente necesario que escriba una sola línea para ser considerado escritor, y si no, léase Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas). Una es la ansiedad de la memoria; la otra, no menos traicionera, es la ansiedad de la escritura. Para hablar de ellas, aprovecho que acabo de releer París era una fiesta y que este texto y la figura de su autor, Ernest Hemingway, encarnan a la perfección la lucha contra las tres ansiedades que acabo de mencionar.
  Según afirmó su viuda oficial, Mary Welsh, Hemingway comenzó a escribir Paris era una fiesta (que para mí está entre lo mejor de su obra) en Cuba, en el otoño de 1957; siguió trabajándolo en Ketchum (Idaho) en el invierno de 1958-59, luego en España, de nuevo en Cuba, otra vez en su país y de vuelta finalmente en la isla caribeña, donde le puso punto y final en la primavera de 1960. Mientras tanto, estuvo trabajando en otro libro, El verano peligroso, de tema taurino. La cosa es sabida: un año más tarde el famoso e intrépido escritor-cazador dispararía su última bala acertando de lleno en el blanco. Hemingway obtuvo así el trofeo de Hemingway. Me acuerdo ahora, en este punto y no sé por qué, de Gabriel García Márquez, que en un artículo de Notas de prensa en el que evalúa su experiencia hemingwayana cuenta una pequeña anécdota. Caminando por el parisino bulevar de Saint Michel, en la primavera del 57, el periodista, ignoro si todavía feliz e indocumentado, pero tal vez con una novela publicada y algún premio literario de su país, el joven escritor latinoamericano, digo, reconoce a su mito, el mito de las letras de aquel tiempo, grande y demasiado visible entre la joven multitud, caminando a su vez por la acera opuesta en dirección al jardín de Luxemburgo. Lo describe: camisa de leñador, gorra de béisbol, vaqueros y unas gafas metálicas que le dan un aire de abuelo prematuro. Tiene 59 años y no transmite ya la fortaleza que desearía transmitir. No sabe qué hacer. Duda. Piensa primero en abordarle y saludarlo, decirle cuánto le admira, quizá hacerle una entrevista, pero rápidamente desiste, su inglés no da para mucho, como sin duda le ocurre al español de su maestro (el otro era Faulkner). Entonces, haciendo bocina con las manos, lo llama en un grito de verdadera admiración, humilde y diáfano: “¡MAEEEEEESTRO!” Hemingway, que creo que iba acompañado de su mujer, Mary Welsh, se gira, ve al joven que le acaba de saludar desde el otro lado de la calle y, en español, contesta: “¡ADIOOOOS, AMIGO!”. Así, potente, diciéndolo a la par que levanta la mano como quien lanza una piedra, a la manera en que él dijo en cierta ocasión que saludamos todos los españoles, de lo cual a lo mejor debió contagiarse. El gringo siguió su camino y Gabo nunca olvidaría aquel persistente y a la vez efímero encuentro, que además sería el único. “Persistente y efímero”, recuerdo estos términos (aparente antítesis), porque así define García Márquez la huella literaria del escritor, persistente y efímera. Sigo sin saber por qué cuento ahora esto. Debe de ser porque aquello le sucedió al colombiano cuatro años antes de que Hemingway se quitara la vida y a él, echando la vista atrás, ese día le pareció muy vivo aún, cuando lo cierto es que por entonces estaba perdido en un desierto de crisis y depresión nerviosa del que no hallaría salida, o al menos una salida menos cruenta para sí mismo que la que escogió finalmente. No es necesario a estas alturas explicar el porqué de la persistencia de Hemingway, pero su paralela y no por ello contradictoria fugacidad tiene que ver, según García Márquez, con el rigor de una estética demasiado constreñida para dar a cabida a tan enorme tensión vital en la vasta extensión de la novela. Al parecer, la doblemente afilada exigencia de imitar el iceberg le funcionaba mejor en las distancias cortas, no tanto en la carrera de fondo. Púgil más hecho para buscar el K.O en el primer asalto que para ir a los puntos, el cansancio que se atisba en algunas de sus novelas, la ocasional carencia de finura, el exceso de golpes que se van el aire, todo ello desaparece en el rápido combate del cuento. Italo Calvino viene a decir lo mismo en Por qué leer los clásicos. Lo que nos deslumbra de Hemingway, sin olvidar su figura mitológica, lo que en verdad lo vuelve perdurable, son sus piezas breves. Sin duda, Raymond Carver, otro especialista del K.O, se fijó en sus movimientos, aprendió de él, superándolo incluso.
  
Hemingway en su etapa parisina
París no era una fiesta, era una necesidad. La narración no es lo que puede parecer a simple vista (novela o relato amplio), sino ese último y desesperado golpe que se lanza para ganar el combate o para demostrase que al menos se está todavía en la pelea, una elegía a la memoria y a la pasión por la escritura. Es el más bello fruto de la ansiedad de su autor. Ansiedad de ansiedades. Ya sabemos que cuando Hemingway lo redacta se halla inmerso en una crisis profunda: la memoria agusanada por la acción del olvido; el pulso plano de la escritura, cuya antigua electricidad (música, fiebre o delirio que, como decía Roberto Bolaño, debe sentir el verdadero escritor) es perseguida incansablemente. Allá donde estuviera, Cuba, España o Estados Unidos, Hemingway escribía de pie, ayudándose de una especie de atril colocado a tal efecto. Blaise Cendrars aconsejaba escribir siempre andando, siempre durante la marcha y, coincidiendo con Whitman, sin detenerse mucho en ningún sitio. “Extrañas costumbres y recomendaciones las de estos pájaros intranquilos”, pudiera responder algún profesionalizado novelista a lo Balzac, tratando de recrear la bravura del océano en la perfecta e insípida lisura de su piscina privada. Bueno, cada cual hace lo que puede con lo que tiene. Whitman, Cendrars y Hemingway nos dicen: se trata de escribir como al paso, mientras se hacen otras cosas, por ejemplo, mientras se vive. Pero comprendo que hay éticas mucho más cómodas y, desde cierto punto de vista, probablemente más eficaces. Durante aquella época parisina, la que se hace sabrosa carne literaria en París era una fiesta, vemos a Hem escribiendo en los cafés (sentado o de pie, que en el plano simbólico de la escritura en marcha viene a ser lo mismo), nunca después de comer o después de haber bebido, afición esta que, a nadie se le escapa, procura regalarse en abundancia. Para el escritor es absolutamente imprescindible rodearse del latido del mundo en el momento en que abre su libreta y empuña el lápiz, ponerse a tono con la música circundante, conversaciones, pasos, bocinas, los ritmos cotidianos de la ciudad que despierta, enloquece o se arrulla, la canción poliestrófica del apareamiento colectivo, donde un reducto de artistas, poetas, pintores, vive o intenta vivir su París de vanguardia, a caballo entre las dos catástrofes. Lo de escribir en los cafés, algo que personalmente encuentro delicioso y que prefiero por encima de otras posibilidades que ofrece la ciudad (aunque el café auténtico, ese café como refugio para la tertulia intemporal o la simple conversación relajada, sea en nuestros días difícil de encontrar, fruto de esta macdonalización de la cultura en la que todo lo genuino se transforma en aséptica cadena de consumo rápido, como diría el poeta Roger Wolfe), no es nada infrecuente entre los escritores de exterior, sobre todo si, además, ejercen el oficio periodístico. Durante su primer año y medio en París, Hem envía sus artículos al Toronto Star, cubre la guerra entre griegos y turcos y escribe crónicas de viaje. Luego vendrían la famosa pérdida de la maleta con los manuscritos del novelista, el viaje con su mujer embarazada a Toronto, el nacimiento allí de su hijo, el abandono del periodismo y el regreso a París anhelando la vida de escritor bohemio, la vuelta a la pobreza y a la felicidad. Colabora entonces con publicaciones alemanas, a las que envía sus cuentos, por los que tampoco le pagan demasiado mal. Su estrategia de partida, su máxima imperativa, es bien simple: “tan solo escribe una buena primera frase”. Asistimos, en el primer capítulo, a una escena en uno de esos cafés que el escritor frecuenta, situado en la plaza de Saint-Michel:
  Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era crudo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en  mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabía a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.
  Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.
  La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.
  El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.
  Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
  Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y ya se había marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza. Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día siguiente.               
   Incluyo este largo fragmento (mis disculpas) porque creo que funciona a la perfección como síntesis de aquel escribir de pie, en marcha o al paso, a tono con el ritmo del mundo, del que hablaba más arriba, y que es inmediata consecuencia de la personal ansiedad de la escritura de Hemingway. El estilo, nervioso, nexómano, ultraeconomizado (principios más formalmente representados en la primera mitad del libro que en la segunda), es natural reflejo de lo anterior.  
  Otro de los cafés frecuentados por nuestro escritor era el de La Closerie des Lilas, “el único buen café” que había cerca de su casa, cuando vivía junto a su mujer de entonces, Hadley, y el hijo de ambos, apodado Mr. Bumby (por cierto que, al llegar el invierno, se alejarían de París, pues el frío asociado a la pobreza puede soportarlo una pareja sola, pero no una pareja con un bebé, de modo que los tres se fueron a Schruns, Austria, donde, debido a la inflación del schilling, el alojamiento y la comida salían muy baratos), en un piso situado encima de una serrería, en el número 113 de la rue Notre-Dame-des-Champs. Para Hemingway era uno de los mejores establecimientos de vinos y licores de París. Caliente en invierno, apacible y fresco durante los veranos, cuando uno podía sentarse a las mesas de fuera, bajo los árboles o bajo los toldos de la acera del boulevard. Los dos camareros se hicieron amigos suyos. Era una escuela que daba mucho y exigía muy poco, solo la asistencia regular, el empeño:


  El instrumental necesario se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas (afilando el lápiz con un cortaplumas se echa a perder demasiada madera), a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte. Para la buena suerte, había que llevar en el bolsillo derecho una castaña de Indias y una pata de conejo. Hacía tiempo que la pata de conejo había perdido su pelo, y los huesos y tendones  relucían de tanto frote. Las uñas rascaban a través del forro del bolsillo, y así uno se acordaba de que allí seguía la buena suerte.
  
Blaise Cendrars
Aquel café, nos cuenta, había sido en tiempos pretéritos lugar de reunión de poetas, pero en su época ya no congregaba a casi nadie. No obstante, aunque tan solo en una ocasión, por allí pudo ver a Blaise Cendrars, “con su rota nariz de boxeador y su manga vacía sujeta con un imperdible, que liaba los pitillos con la mano que le quedaba”:
  Era un buen compañero hasta que estaba demasiado borracho, e incluso entonces, las mentiras que soltaba le hacían más interesante que a otros sus relatos verídicos.
   También, en el mismo lugar, tuvo un encuentro con Ford Madox Ford, que no sale muy bien retratado, pese a que Ezra Pound, otro de los célebres habitantes del París de entonces, le decía que no había que maltratarle, que únicamente soltaba mentiras cuando estaba fatigado, que era un escritor bueno de verdad. Pound, antítesis de Gertrude Stein, que fue su mentora y bisagra de enlace con artistas como Picasso, Miró o Juan Gris y que tampoco sale bien parada de su retrato (acabarían distanciándose), es, por el contrario, el amigo fiel, siempre ocupado “en hacer favores a todo el mundo”. Su estudio de la rue Nôtre-Dame-Des-Champs, donde vivía con su esposa, “tenía tanto de pobre como tenía de rico el estudio de Gertrude Stein”, se nos confiesa mordazmente. Gracias a Pound, que les presentó, Hemingway pudo conocer a James Joyce, con quien parece ser que se corrió alguna que otra farra.
  
Sylvia Beach frente a su librería
Y luego están las relaciones con Scott Fitzgerald y las de este con su mujer, Zelda, que dan para otra entrada y que exceden con mucho el propósito inicial de la presente, por lo que mi limitaré a calificarlas de extrañas y seductoramente contradictorias, no en vano se afirma que “no había modo de irritarse con Scott, como no hay modo de irritarse con un loco”. Y quien desee profundizar en el enredo no tiene más que comenzar por estas páginas de las que estoy hablando. No cabe duda de que los chismes entre escritores son el picante de la salsa literaria, y el lector ávido de esta clase de condimentos podrá refocilarse un tanto si es que tiene a bien hacerse con un ejemplar de París era una fiesta (la edición que yo estoy manejando, que incluye fotografías de Hemingway y de algunos de los personajes mencionados, es la que hizo Círculo de Lectores por cortesía de Seix Barral, que cedió la traducción de Gabriel Ferrater). Le animo desde aquí a que lo haga, pero sin perder de vista lo siguiente: más allá de las relaciones sociales y personales, por encima de la escenografía y de la anécdota, la sustancia de estas páginas, su latido, tiene que ver con la escritura y su ansiedad, con la pasión y la disciplina que se le suponen (tan amigadas al hambre). Es cierto que están las carreras de caballos, las apuestas en Saint Cloud, las visitas a la mítica librería Shakespeare and Company (donde conoció a Ezra Pound), regentada por Sylvia Beach (que fía a los Hemingway todos los libros que quieren… ¡Envidia de librera!); es cierto que están el esquí en Austria, las fiestas, los amigos, los menos amigos, la bohemia, el malditismo etílico, el París hiperliteralizado, el mito de sí mismo y la generación perdida; todo eso está, pero por encima de cualquier otra cosa de lo que habla Hemingway es del deseo de escribir en medio de la acción, del éxito y del fracaso íntimos. Aparte de sus cuentos y demás, durante los años parisinos, concretamente en 1926, nuestro autor escribió The Sun Also Rises (Fiesta), tal vez su primera obra importante, mediante la cual da a conocer los sinsabores de aquella generación dislocada, expatriada. Mientras, mantiene en secreto su relación con Pauline Pfeiffer, con quien se acabaría casando en 1927 tras divorciarse de Hadley. La nueva pareja dejaría París al año siguiente, pero esa, como suele decirse, es ya otra historia.
  
Hadley, Hem y Mr.Bumby
Para terminar: no piense el lector que lo que aquí comento es un simple escrito autobiográfico, porque se equivocaría. Su propio autor nos dice que se trata de una obra de ficción. Muy bien, ficción; pero, ¿de qué clase? De la clase que trae consigo esa otra ansiedad de la que hablaba, la ansiedad de la memoria; la memoria amenazada de un hombre que se siente acabado (o casi) como escritor, precisamente porque la memoria (y quien dice memoria dice experiencia, mundo vivido, exprimido, apurado hasta la última gota) había sido la música, el ritmo de su escritura. Es curioso. Pienso en este hombre que se cree acabado, en este viejo pegador de los primeros compases que logra el golpe definitivo justo antes de que suene la campana en el último asalto del que sabe será su gran combate final. ¿Cómo? Volviéndose a la época de la pobreza y la felicidad, al París del joven que quiere ser escritor. Volviendo justamente al tiempo de la fiebre y la ansiedad de la escritura, de la pasión, como un modo de arrancarle a la memoria una última sonrisa antes de que esta cierre la puerta por fuera, como esos boxeadores de película que, cuando están a punto de besar la lona y ser derrotados, se acuerdan de alguien por quien que merece la pena luchar y encuentran de pronto la fuerza que creían perdida, la fuerza que finalmente les lleva a la victoria. Así Hemingway selló su victoria personal con la memoria, arrancándole a ella y hurtándole a la muerte algo perdurable, auténtico. Resulta que la música seguía ahí, la electricidad. Un escritor tiene que demostrarse constantemente a sí mismo que lo es. Todo un sufrimiento, desde luego. Ansiedad de ansiedades. Pero ello fue a costa de parchear las faltas, de rellenar los vacíos con los materiales de la invención o, al menos, de la recreación. Porque no se trataba de rubricar un pacto biográfico que anudase la pluma al rigor de los hechos, sino de internarse en la espesa niebla y regresar después con su corazón, su espíritu. Ni autobiografía ni relato ficticio, pues: reafirmación. París no era una fiesta, era una necesidad, memoria recobrada para la literatura, literatura que completa la vida; la vida, reflejo de la literatura.

     

martes, 1 de mayo de 2018

MEMORIA, DIFERENCIA, VERDAD



Remedios Varo, Papilla estelar, 1958
    “Somos memoria”, repetía Fernand Braudel (aunque esto, en realidad, lo han dicho y repetido muchos; me acuerdo ahora, por ejemplo, del maestro Emilio Lledó). Somos memoria, en efecto; sin ella nos vemos despojados de la ficción que nos alimenta, nos vemos desplazados del equívoco, precario y finísimo eje al que denominamos “yo”. La memoria nos mantiene en guardia con la vida, en la lucha, aunque ello implique la aceptación de las bases del concurso: transitoriedad y sospecha. Dicho de otra forma: cuando el olvido entra por la puerta, la consciencia salta por la ventana. El ser para sí es siempre cosa del pasado, por eso habitamos el terreno de la invención, una sombra incierta, tembloroso ahora de un soy lo que he sido, pero que reconforta. Un río nunca baña dos veces al mismo hombre. Cuando la memoria funciona nos traiciona, aliviándonos. Es su cometido. Somos ficción, por eso ansiamos que nos cuenten historias y los escritores a su vez pueden dar de comer a su locura. La verdad de los hechos es un peaje de tránsito, ese programa malicioso corriendo en segundo plano que todo el mundo quiere eliminar. La verdad pesa y ralentiza nuestro procesamiento diario. Es minoritaria y errante como la materia del espacio, dispuesta en un falso orden. ¿No componemos, a medida que vivimos, nuestra propia novela biográfica, a partir de materiales íntimos y extraños, consciente e inconscientemente, durante la vigilia y durante el sueño? ¿Qué es nuestra memoria sino un no ser, una incesante reconstrucción a la medida de nuestras circunstancias, como aquella freudiana “novela familiar del neurótico”? Uno se dice “yo soy” y cree que al decirlo las piezas encajan una tras otra hasta conformar una unidad reconocible. Uno se levanta por la mañana y hace lo que tiene que hacer ese día llamándose y reconociéndose y hablándose por su nombre, y diciéndose soy yo, me llamo tal, estoy vivo y despierto, estoy aquí, ayer hice esto y hoy haré esto otro y mañana esta otra cosa, etc. (bueno, en realidad uno no lo piensa tácitamente, pero sí de manera implícita, como en toda narración se halla implícito el acto narrador mismo, que se oculta en el trasfondo diegético, igual que si fuésemos el narrador de las acciones de nuestro yo-personaje, como si dijéramos, “mientras yo, el narrador, cuento, el personaje actuaba…”, siempre narrándonos en pasado, porque subyace al mero hacer, como al acto de narrar, la presencia implícita de un narrador primario, una tramoya de composición que empieza por decir “yo soy”), pero uno nota más que nada la diferencia, filtrándose por las costuras del acto y del recuerdo. Hay algo en uno que ese día es diferente, como todos los días. ¿Qué es lo que hace que al cabo de treinta, cincuenta o setenta años de vida uno pueda levantarse cierta mañana reconociéndose sustancialmente como la misma persona? ¿Qué mecanismo permite componer, completar y unificar el caos fragmentario de lo vivido y conseguir a partir de ello una narración del sí más o menos lineal, con sentido, particularizada y con valor propio que se resuelve finalmente, al momento de pensarse y de mirarse al espejo, en una figura asertiva, una esencia, un signo aún reconocible tras las sucesivas mutaciones, una entidad singular, íntima, que pese a todo nos parece no haber en el fondo cambiado? Vivimos entre el ser para los demás y el ser para sí. Somos hijos del trasfondo escénico. La persona sufre una doble invención cotidiana, para sí y para los otros. Se trata de esferas bien determinadas, pero indesligables. Ambas se necesitan, se invaden, hasta el punto de que no pueden realizarse la una sin la otra. Ambas resultan de un proceso de carga de sentido, de una operación simbólica por la que algo que es indiferenciado, masa ciega y repetida y, por lo tanto, perfectamente intercambiable, se particulariza en una máxima distinción, como emergiendo de entre lo que se muestra abigarrado. El individuo no es la identidad, sino la diferencia. Somos hijos del trasfondo escénico, decía. Caminamos con un pie puesto en la viga del hambre y el otro en la viga del hecho. Entre el apetito y lo que está. En medio, el vacío.
René Magritte, El doble secreto, 1927

Uno se levanta por la mañana, alarga el brazo, abre el cajón de la mesita de noche y extrae dos máscaras, la que reserva solo para sí mismo y la que destina para ser vista por los demás. Uno se levanta por la mañana y ha de decidir quién es y cómo quiere que el resto le vea. ¿Es factible, pues, un discurso ya no de lo verdadero, sino un discurso que desenmascare al sí verdaderamente? O, en cualquier caso, ¿es deseable? Uno de los Adagia del lúcido poeta estadounidense Wallace Stevens (cuya lectura recomiendo vivamente) me ha dado que pensar, y aquí lo dejo: “A la larga la verdad no importa”.   

domingo, 22 de abril de 2018

PAPÁ HEM


    Supongo que uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras. Yo tenía catorce años cuando una convalecencia posoperatoria me obligó a guardar total reposo en casa. Corría el mes de mayo del 94, el calor era ya considerable y una semana así iba a ser difícil de sobrellevar. Se me permitía caminar un poco, cierto, pero solo para emprender meras acciones de supervivencia (comer, ir al baño, maldecir mi puerca suerte, etc.). Nada de calle. Desde la terraza de nuestro hermoso ático yo aullaba, melancólico e impotente, a aquel cielo tan burlonamente azul.

"Desde mi azotea".
Imagen tomada de:
http://escritornublado.com
    Me moría de ganas de jugar al fútbol, que era lo que, más allá del instituto y su primero de bachillerato, ocupaba mi tiempo por entonces. La televisión, la videoconsola, pronto dejaron de consolarme. ¿Estudiar? Los enfermos no estudian, reciben regalos. Dios, a todo esto ni siquiera había dejado atrás el primero de los siete u ocho días de condena. Sin embargo, una puerta iba a abrírseme.  Y es que recientemente, por la compra de no sé qué electrodoméstico, mis padres habían sido obsequiados con una colección de libros. Unos estaban encuadernados con apariencia lujosa, en símil piel y con dorados en los lomos; otros, por el contrario, en rústica sin solapas, de sencillo color blanco con rótulos negros y llamativas ilustraciones en sus portadas. Mis padres los habían ordenado pulcramente en una pequeña librería de madera, de solo tres baldas, que podía trasladarse con facilidad de un sitio a otro por obra y gracia de sus cuatro ruedas. Habían convenido en dejar el conjunto justo detrás del ángulo que formaban los dos sofás del salón. Dijeron que aquello le daba a la estancia un toque o un aire y que era muy bonito y que por tanto allí se quedarían los libros, acompañándonos. Uno siempre podía dejar el mando a distancia u otras cosas sobre la oscura madera o directamente sobre los libros, así que, bueno, desde este punto de vista sí que resultaba algo práctico, pensaba yo. Mi interés por el asunto, hasta el momento, se había reducido a esta simple cuestión logística. Uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras, decía al principio; en mi caso sucedió gracias a la confabulación entre un problemilla físico y el aburrimiento fatal y desesperado. A lo largo de la mañana de mi segundo día de convalecencia, quemadas todas las balas de la distracción, no sé por qué reparé en el pequeño mueble de los libros. Me incorporé desde el sofá donde estaba medio tumbado, recuerdo que en camiseta y pantalón corto, y con el mismo ánimo de quien hojea una revista de náutica en la sala de espera del dentista me puse a manotear entre lo que allí había: Ernestosábatosobrehéroesytumbas, Eduardomendozaelmisteriodelacriptaembrujada, Williamkennedytallodehierro,Mariovargasllosalacasaverde, Hermanhesseelúltimoveranodeklingsor,Octaviopazlasperasdelolmo, Friedrichschillerguillermotell, Johannwgoethelossufrimientosdeljovenwerther, Pedrocalderóndelabarcalavidaessueño, Lopedevegafuenteovejuna… Seguí  leyendo, mecánica y desdeñosamente, los títulos de los volúmenes, hasta que uno en particular me detuvo en seco: Ernesthemingwayelviejoyelmar. El viejo y el mar. Sonaba bien. Ernest Hemingway, El viejo y el mar. Los libros son así; siempre aguardan, como una mano tendida, a que otra mano por fin tire de ellos. Lo siguiente que hice fue echar un vistazo entre sus páginas. Tenía unas lindas ilustraciones, algo inesperado en un libro de esas características, es decir, en un libro para adultos. No eran más que dibujos a tinta negra, nada pretenciosos, pero el trazo era original, continuo y como retardándose en breves y erizadas ondas; seguramente se habían hecho sin casi levantar el plumín del papel. Tenían su fuerza, tanta como para que un chiquillo de catorce años fuera capaz de entrever la historia que debía de haber detrás de ellos. Un viejo y pobre pescador, a solas en su vieja y pobre barca, luchando en medio del mar contra un pez de proporciones descomunales. Pero hasta yo me daba perfecta cuenta de que ahí tenía que agazaparse algo de mayor trascendencia. Dado que el libro era breve y, al parecer, no muy complicado (pocos personajes, a juzgar por las ilustraciones: el viejo, protagonista, y un muchacho), y como además yo no sabía qué hacer con mis horas de convalecencia, me atreví a leer el comienzo, que decía: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Esos ochenta y cuatro días funcionaron como lo que en realidad son: el resumen de un tiempo frustrado y la sutil anticipación de otro, es decir, la tensión de la aventura que está por venir. Me tumbé en el sofá con este descubrimiento entre las manos y no lo solté (salvo para ir a comer) hasta el final de la tarde.

Ernest Hemingway
    Si un año antes, aún en el colegio, las lecturas obligadas de Bécquer, Antonio Machado y la primera parte del Quijote (bendita y loca obligación impuesta por un loco y bendito maestro) me enseñaron el placer del texto, el valor estético del lenguaje, ahora Hemingway, que nunca dejaría ya de ser papá Hem, me enseñaba cómo podía contarse una buena historia utilizando no demasiadas palabras, con fuerza, limpiamente y, lo más importante, sin tener que contarlo todo. Si la memoria no me falla, creo que esta fue la primera lectura que hice por voluntad propia. Recuerdo la segunda, y la tercera. Después de El viejo y el mar salté de cabeza y con toda la inocencia del mundo a Crimen y castigo. Me llevé un buen tortazo, aunque positivo en cierto sentido. Disfruté y sufrí con el salto. Aun gustándome la novela, tanta introspección psicológica, lejos de adentrarse en el meollo del caudal, daba la impresión de huir de él entre meandros innecesarios, o eso, ingenuo de mí, barruntaba yo entonces, creyéndome ya con derecho y competencia suficientes para impartir justicia crítica. Tras de mi primer contacto con los rusos, volví a Hem (Por quién doblan las campanas). La cuenta de las lecturas primerizas, por riguroso orden, se pierde a partir de este punto. Fueron cayéndome, en desordenados y a menudo imprevisibles asaltos, otros golpes del púgil de Oak Park, Illinois, hasta el definitivo knock out de sus cuentos. Pero antes de eso, mucho antes, al final de una tarde de la primavera del 94, cerré aquel primer libro elegido, tan bien encuadernado y de papel tan oloroso, y lo devolví a su lugar, ahora con un atisbo de reverencia, junto al ignorado resto de sus camaradas escritores, a quienes yo imaginaría luego manteniendo largas y acaloradas tertulias, pues el contenido de este mueblecito de rincón había ganado para mí aquella tarde un súbito respeto, una nueva reputación, mucho más elevada, que pronto alcanzaría el rango de sacro altar del iniciado (iniciado confuso, torpe, voluntarioso), aunque siempre diera un toque o un bonito aire al salón y todos siguiéramos dejando el mando a distancia y los más inverosímiles objetos sobre los oscuros estantes. La semana de convalecencia pasó y el antiguo convaleciente volvió a su primero de bachillerato y, poco después, al fútbol. Por supuesto, hubo muchos más cielos y días azules que ver, poblados de vencejos, desde la terraza del ático. De vez en cuando, sin que nadie lo supiera, una mano tiraba de otra que, paciente y en silencio, generosa, esperaba tendida desde justo detrás del ángulo que formaban dos sofás muy de los años noventa.





viernes, 30 de marzo de 2018

TODOS LOS NOMBRES

Los caminos no se hicieron solos
                                                     Pablo Milanés
  
En su poema más universalmente conocido, “The road not taken” (El camino no elegido), Robert Frost ofrece una respuesta a la paradoja de la bifurcación: entre las dos posibilidades que el viajero tiene ante sí, este acaba eligiendo la que aún está por hacer:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la diferencia.

El viajero del poema de Frost se decanta por el camino angosto, tupido y falto de uso, por la senda incierta. Su elección es una apuesta ética, la más arriesgada, que en el oficio lírico supone desbrozar y renovar olvidadas tradiciones, o directamente abrir nuevos cauces estéticos, y que en el oficio más difícil, el de vivir, revela la audacia de conocer y conocerse, la humana temeridad de cambiar el mundo a medida que se va haciendo.

Robert Frost. Foto: Getty
Tomado de:Jot Down. 
Contemporary Culture Mag
Como el que escribe, el caminante hace discurso, despliega nuevas posibilidades. El lenguaje es herramienta y discurso a la vez, como el propio camino; y, como este, se construye de forma colectiva, pisada a pisada. Lenguaje y camino, claro está, son instrumentales en la medida en que nos sirven para llegar a algún sitio, pero también pueden no llevarnos a ninguna parte, más allá del propio universo de las palabras o del sinuoso avance de la ruta (lo que, de la misma manera que para Frost, para nosotros hace toda la diferencia). Podemos simplemente hablar por hablar o caminar por caminar, entregarnos al goce de oírnos o de embarrarnos las botas, sin ningún objetivo material en el horizonte, fuera de la belleza del propio acto, del mero hacer.

En la lengua asturiana hay una hermosa voz que sirve para denominar todo aquel camino estrecho, malo, sucio y pedregoso; es decir, todo aquel sendero de aldea o de monte que nos es siempre de difícil tránsito: “caleya”. Para el viajero, la caleya es como la senda no transitada del poema de Robert Frost: un destino apenas esbozado, el pálido  y dudoso vestigio de una huella.

Somos arrojados a la vida. Vivir, como pensaba Kierkegaard, es un encadenamiento de duda y decisión. Cuando el camino se bifurca, estamos siempre solos: hemos de elegir, y semejante cadena no tiene tregua. Una elección conduce a otra, y esta a la siguiente, de forma implacable y sucesiva. Y si el camino desaparece, nuestra es también la decisión: volver sobre nuestros pasos o retomar la tarea desde el punto en el que los que nos antecedieron la dejaron.

Los caminos no se hicieron solos. Cada quien hace su parte. Un hombre en solitario puede explorar, descubrir nuevas direcciones; puede orientar al resto y señalar la vía que debe seguirse en el futuro, pero únicamente la colaboración y el compromiso de los que le sucedan impedirán que el nuevo camino acabe desvaneciéndose. No hay camino, pues, sin entendimiento y comprensión, sin camaradería.

La caleya nos pone a prueba. Un túmulo de piedras, coronado por una cruz, a la vera de un abrupto y peligroso paso de montaña, puede parecernos, a primera vista, una aglomeración sin diferencia, una masa abigarrada que conmemora, quizás, un triste suceso. Si alguien nos preguntara por el número aproximado de piedras que pudiera haber allí, probablemente no encontraríamos sentido a la pregunta ni perderíamos el tiempo en cuentas. Pero si, a continuación, ese alguien nos dice que cada una de esas piedras representa la muerte de un montañero intentando atravesar el paso que nosotros afrontamos, nuestra mirada cambiará radicalmente. Las piedras dejarán de ser simples partes indiferenciadas de un todo; serán, en ese instante, unidades en sí mismas, resignificadas y singularizadas, cobrando total pertinencia la pregunta anterior. Eso mismo ocurre con el camino. Los nombres se olvidan, pero los pasos siguen ahí, esperándonos. El camino, como el lenguaje, es de todos y de nadie en particular. Como el lenguaje, nos pone a prueba y ante nosotros mismos, ante la aventura de hacernos mediante nuestras decisiones.

Por supuesto, lo más valioso del camino es el hallazgo del otro, el diálogo con lo diverso, el apoyo mutuo, la comprensión. Si, con suerte, llegamos al final de nuestro viaje, todos los nombres serán entonces recordados.