martes, 15 de mayo de 2018

PARÍS ERA UNA FIESTA: HEMINGWAY Y SUS ANSIEDADES

  
  Terminaba la entrada anterior con uno de los Adagia de Wallace Stevens, y voy a empezar la actual con otro que también me gusta mucho: “La vida es el reflejo de la literatura”. ¿Y no es así, en el fondo? Siempre he pensado que a la literatura le queda pequeño el traje con que la quiso en su día vestir Stendhal, ese de ser un espejo que se pasea a la largo del camino, tanto más cuando el camino tiende a ser, precisamente, espejo de las páginas que el hombre escribe. La literatura completa la vida, o mejor: la ordena, reordena y desordena a su capricho. Harold Bloom, que es un admirador confeso de Stevens, piensa en los mismos términos y resume la cuestión aseverando, polemillas a la mar, que Shakespeare es el arquitecto del individuo moderno, o sea: que Shakespeare inventó al hombre occidental de nuestras calles de hoy. No sé. El eminente crítico estadounidense es muy dado a emitir juicios canónicos con una voz tan ancha como estrecha es a veces la base que los sustenta. Sin embargo, su concepto de “ansiedad de la influencia” me parece muy útil, puesto que enriquece la noción de intertextualidad. Bloom se ha mantenido siempre fiel a esta idea forjada en su juventud. Todo escritor que vive para la literatura vive también inmerso en una lucha agónica contra las voces maestras que le han precedido y que, al nutrirse de ellas, le han moldeado como escritor. Se trata de una batalla por desligarse, por romper amarras. Veo la influencia como esa lanzadera que es apartada por la violencia misma del despegue, tras haber cumplido su propósito. También le concedo a Bloom la metáfora hamletiana: todo escritor que vive para la literatura vive para exorcizar el vengativo y receloso espectro de su padre. Esta ansiedad de la influencia, fantasmagórica y tiránica, poético complejo de Edipo, o se supera o se convierte en un abrazo indesligable y mortal, un peso que bloquea y anula.


  Ahora bien, a la ansiedad de la influencia bloomiana habría que añadirle al menos otras dos ansiedades contra las que el escritor se ve obligado también a pelearse mientras dura su vida, escriba o no (porque un escritor no puede dejar de serlo, de la misma manera que tampoco es estrictamente necesario que escriba una sola línea para ser considerado escritor, y si no, léase Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas). Una es la ansiedad de la memoria; la otra, no menos traicionera, es la ansiedad de la escritura. Para hablar de ellas, aprovecho que acabo de releer París era una fiesta y que este texto y la figura de su autor, Ernest Hemingway, encarnan a la perfección la lucha contra las tres ansiedades que acabo de mencionar.
  Según afirmó su viuda oficial, Mary Welsh, Hemingway comenzó a escribir Paris era una fiesta (que para mí está entre lo mejor de su obra) en Cuba, en el otoño de 1957; siguió trabajándolo en Ketchum (Idaho) en el invierno de 1958-59, luego en España, de nuevo en Cuba, otra vez en su país y de vuelta finalmente en la isla caribeña, donde le puso punto y final en la primavera de 1960. Mientras tanto, estuvo trabajando en otro libro, El verano peligroso, de tema taurino. La cosa es sabida: un año más tarde el famoso e intrépido escritor-cazador dispararía su última bala acertando de lleno en el blanco. Hemingway obtuvo así el trofeo de Hemingway. Me acuerdo ahora, en este punto y no sé por qué, de Gabriel García Márquez, que en un artículo de Notas de prensa en el que evalúa su experiencia hemingwayana cuenta una pequeña anécdota. Caminando por el parisino bulevar de Saint Michel, en la primavera del 57, el periodista, ignoro si todavía feliz e indocumentado, pero tal vez con una novela publicada y algún premio literario de su país, el joven escritor latinoamericano, digo, reconoce a su mito, el mito de las letras de aquel tiempo, grande y demasiado visible entre la joven multitud, caminando a su vez por la acera opuesta en dirección al jardín de Luxemburgo. Lo describe: camisa de leñador, gorra de béisbol, vaqueros y unas gafas metálicas que le dan un aire de abuelo prematuro. Tiene 59 años y no transmite ya la fortaleza que desearía transmitir. No sabe qué hacer. Duda. Piensa primero en abordarle y saludarlo, decirle cuánto le admira, quizá hacerle una entrevista, pero rápidamente desiste, su inglés no da para mucho, como sin duda le ocurre al español de su maestro (el otro era Faulkner). Entonces, haciendo bocina con las manos, lo llama en un grito de verdadera admiración, humilde y diáfano: “¡MAEEEEEESTRO!” Hemingway, que creo que iba acompañado de su mujer, Mary Welsh, se gira, ve al joven que le acaba de saludar desde el otro lado de la calle y, en español, contesta: “¡ADIOOOOS, AMIGO!”. Así, potente, diciéndolo a la par que levanta la mano como quien lanza una piedra, a la manera en que él dijo en cierta ocasión que saludamos todos los españoles, de lo cual a lo mejor debió contagiarse. El gringo siguió su camino y Gabo nunca olvidaría aquel persistente y a la vez efímero encuentro, que además sería el único. “Persistente y efímero”, recuerdo estos términos (aparente antítesis), porque así define García Márquez la huella literaria del escritor, persistente y efímera. Sigo sin saber por qué cuento ahora esto. Debe de ser porque aquello le sucedió al colombiano cuatro años antes de que Hemingway se quitara la vida y a él, echando la vista atrás, ese día le pareció muy vivo aún, cuando lo cierto es que por entonces estaba perdido en un desierto de crisis y depresión nerviosa del que no hallaría salida, o al menos una salida menos cruenta para sí mismo que la que escogió finalmente. No es necesario a estas alturas explicar el porqué de la persistencia de Hemingway, pero su paralela y no por ello contradictoria fugacidad tiene que ver, según García Márquez, con el rigor de una estética demasiado constreñida para dar a cabida a tan enorme tensión vital en la vasta extensión de la novela. Al parecer, la doblemente afilada exigencia de imitar el iceberg le funcionaba mejor en las distancias cortas, no tanto en la carrera de fondo. Púgil más hecho para buscar el K.O en el primer asalto que para ir a los puntos, el cansancio que se atisba en algunas de sus novelas, la ocasional carencia de finura, el exceso de golpes que se van el aire, todo ello desaparece en el rápido combate del cuento. Italo Calvino viene a decir lo mismo en Por qué leer los clásicos. Lo que nos deslumbra de Hemingway, sin olvidar su figura mitológica, lo que en verdad lo vuelve perdurable, son sus piezas breves. Sin duda, Raymond Carver, otro especialista del K.O, se fijó en sus movimientos, aprendió de él, superándolo incluso.
  
Hemingway en su etapa parisina
París no era una fiesta, era una necesidad. La narración no es lo que puede parecer a simple vista (novela o relato amplio), sino ese último y desesperado golpe que se lanza para ganar el combate o para demostrase que al menos se está todavía en la pelea, una elegía a la memoria y a la pasión por la escritura. Es el más bello fruto de la ansiedad de su autor. Ansiedad de ansiedades. Ya sabemos que cuando Hemingway lo redacta se halla inmerso en una crisis profunda: la memoria agusanada por la acción del olvido; el pulso plano de la escritura, cuya antigua electricidad (música, fiebre o delirio que, como decía Roberto Bolaño, debe sentir el verdadero escritor) es perseguida incansablemente. Allá donde estuviera, Cuba, España o Estados Unidos, Hemingway escribía de pie, ayudándose de una especie de atril colocado a tal efecto. Blaise Cendrars aconsejaba escribir siempre andando, siempre durante la marcha y, coincidiendo con Whitman, sin detenerse mucho en ningún sitio. “Extrañas costumbres y recomendaciones las de estos pájaros intranquilos”, pudiera responder algún profesionalizado novelista a lo Balzac, tratando de recrear la bravura del océano en la perfecta e insípida lisura de su piscina privada. Bueno, cada cual hace lo que puede con lo que tiene. Whitman, Cendrars y Hemingway nos dicen: se trata de escribir como al paso, mientras se hacen otras cosas, por ejemplo, mientras se vive. Pero comprendo que hay éticas mucho más cómodas y, desde cierto punto de vista, probablemente más eficaces. Durante aquella época parisina, la que se hace sabrosa carne literaria en París era una fiesta, vemos a Hem escribiendo en los cafés (sentado o de pie, que en el plano simbólico de la escritura en marcha viene a ser lo mismo), nunca después de comer o después de haber bebido, afición esta que, a nadie se le escapa, procura regalarse en abundancia. Para el escritor es absolutamente imprescindible rodearse del latido del mundo en el momento en que abre su libreta y empuña el lápiz, ponerse a tono con la música circundante, conversaciones, pasos, bocinas, los ritmos cotidianos de la ciudad que despierta, enloquece o se arrulla, la canción poliestrófica del apareamiento colectivo, donde un reducto de artistas, poetas, pintores, vive o intenta vivir su París de vanguardia, a caballo entre las dos catástrofes. Lo de escribir en los cafés, algo que personalmente encuentro delicioso y que prefiero por encima de otras posibilidades que ofrece la ciudad (aunque el café auténtico, ese café como refugio para la tertulia intemporal o la simple conversación relajada, sea en nuestros días difícil de encontrar, fruto de esta macdonalización de la cultura en la que todo lo genuino se transforma en aséptica cadena de consumo rápido, como diría el poeta Roger Wolfe), no es nada infrecuente entre los escritores de exterior, sobre todo si, además, ejercen el oficio periodístico. Durante su primer año y medio en París, Hem envía sus artículos al Toronto Star, cubre la guerra entre griegos y turcos y escribe crónicas de viaje. Luego vendrían la famosa pérdida de la maleta con los manuscritos del novelista, el viaje con su mujer embarazada a Toronto, el nacimiento allí de su hijo, el abandono del periodismo y el regreso a París anhelando la vida de escritor bohemio, la vuelta a la pobreza y a la felicidad. Colabora entonces con publicaciones alemanas, a las que envía sus cuentos, por los que tampoco le pagan demasiado mal. Su estrategia de partida, su máxima imperativa, es bien simple: “tan solo escribe una buena primera frase”. Asistimos, en el primer capítulo, a una escena en uno de esos cafés que el escritor frecuenta, situado en la plaza de Saint-Michel:
  Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era crudo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en  mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabía a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.
  Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. Era muy linda, de cara fresca como una moneda recién acuñada, si vamos a suponer que se acuñan monedas en carne suave de cutis fresco de lluvia, y el pelo era negro como ala de cuervo y le daba en la mejilla un limpio corte en diagonal.
  La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.
  El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.
  Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
  Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y ya se había marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza. Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día siguiente.               
   Incluyo este largo fragmento (mis disculpas) porque creo que funciona a la perfección como síntesis de aquel escribir de pie, en marcha o al paso, a tono con el ritmo del mundo, del que hablaba más arriba, y que es inmediata consecuencia de la personal ansiedad de la escritura de Hemingway. El estilo, nervioso, nexómano, ultraeconomizado (principios más formalmente representados en la primera mitad del libro que en la segunda), es natural reflejo de lo anterior.  
  Otro de los cafés frecuentados por nuestro escritor era el de La Closerie des Lilas, “el único buen café” que había cerca de su casa, cuando vivía junto a su mujer de entonces, Hadley, y el hijo de ambos, apodado Mr. Bumby (por cierto que, al llegar el invierno, se alejarían de París, pues el frío asociado a la pobreza puede soportarlo una pareja sola, pero no una pareja con un bebé, de modo que los tres se fueron a Schruns, Austria, donde, debido a la inflación del schilling, el alojamiento y la comida salían muy baratos), en un piso situado encima de una serrería, en el número 113 de la rue Notre-Dame-des-Champs. Para Hemingway era uno de los mejores establecimientos de vinos y licores de París. Caliente en invierno, apacible y fresco durante los veranos, cuando uno podía sentarse a las mesas de fuera, bajo los árboles o bajo los toldos de la acera del boulevard. Los dos camareros se hicieron amigos suyos. Era una escuela que daba mucho y exigía muy poco, solo la asistencia regular, el empeño:


  El instrumental necesario se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas (afilando el lápiz con un cortaplumas se echa a perder demasiada madera), a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte. Para la buena suerte, había que llevar en el bolsillo derecho una castaña de Indias y una pata de conejo. Hacía tiempo que la pata de conejo había perdido su pelo, y los huesos y tendones  relucían de tanto frote. Las uñas rascaban a través del forro del bolsillo, y así uno se acordaba de que allí seguía la buena suerte.
  
Blaise Cendrars
Aquel café, nos cuenta, había sido en tiempos pretéritos lugar de reunión de poetas, pero en su época ya no congregaba a casi nadie. No obstante, aunque tan solo en una ocasión, por allí pudo ver a Blaise Cendrars, “con su rota nariz de boxeador y su manga vacía sujeta con un imperdible, que liaba los pitillos con la mano que le quedaba”:
  Era un buen compañero hasta que estaba demasiado borracho, e incluso entonces, las mentiras que soltaba le hacían más interesante que a otros sus relatos verídicos.
   También, en el mismo lugar, tuvo un encuentro con Ford Madox Ford, que no sale muy bien retratado, pese a que Ezra Pound, otro de los célebres habitantes del París de entonces, le decía que no había que maltratarle, que únicamente soltaba mentiras cuando estaba fatigado, que era un escritor bueno de verdad. Pound, antítesis de Gertrude Stein, que fue su mentora y bisagra de enlace con artistas como Picasso, Miró o Juan Gris y que tampoco sale bien parada de su retrato (acabarían distanciándose), es, por el contrario, el amigo fiel, siempre ocupado “en hacer favores a todo el mundo”. Su estudio de la rue Nôtre-Dame-Des-Champs, donde vivía con su esposa, “tenía tanto de pobre como tenía de rico el estudio de Gertrude Stein”, se nos confiesa mordazmente. Gracias a Pound, que les presentó, Hemingway pudo conocer a James Joyce, con quien parece ser que se corrió alguna que otra farra.
  
Sylvia Beach frente a su librería
Y luego están las relaciones con Scott Fitzgerald y las de este con su mujer, Zelda, que dan para otra entrada y que exceden con mucho el propósito inicial de la presente, por lo que mi limitaré a calificarlas de extrañas y seductoramente contradictorias, no en vano se afirma que “no había modo de irritarse con Scott, como no hay modo de irritarse con un loco”. Y quien desee profundizar en el enredo no tiene más que comenzar por estas páginas de las que estoy hablando. No cabe duda de que los chismes entre escritores son el picante de la salsa literaria, y el lector ávido de esta clase de condimentos podrá refocilarse un tanto si es que tiene a bien hacerse con un ejemplar de París era una fiesta (la edición que yo estoy manejando, que incluye fotografías de Hemingway y de algunos de los personajes mencionados, es la que hizo Círculo de Lectores por cortesía de Seix Barral, que cedió la traducción de Gabriel Ferrater). Le animo desde aquí a que lo haga, pero sin perder de vista lo siguiente: más allá de las relaciones sociales y personales, por encima de la escenografía y de la anécdota, la sustancia de estas páginas, su latido, tiene que ver con la escritura y su ansiedad, con la pasión y la disciplina que se le suponen (tan amigadas al hambre). Es cierto que están las carreras de caballos, las apuestas en Saint Cloud, las visitas a la mítica librería Shakespeare and Company (donde conoció a Ezra Pound), regentada por Sylvia Beach (que fía a los Hemingway todos los libros que quieren… ¡Envidia de librera!); es cierto que están el esquí en Austria, las fiestas, los amigos, los menos amigos, la bohemia, el malditismo etílico, el París hiperliteralizado, el mito de sí mismo y la generación perdida; todo eso está, pero por encima de cualquier otra cosa de lo que habla Hemingway es del deseo de escribir en medio de la acción, del éxito y del fracaso íntimos. Aparte de sus cuentos y demás, durante los años parisinos, concretamente en 1926, nuestro autor escribió The Sun Also Rises (Fiesta), tal vez su primera obra importante, mediante la cual da a conocer los sinsabores de aquella generación dislocada, expatriada. Mientras, mantiene en secreto su relación con Pauline Pfeiffer, con quien se acabaría casando en 1927 tras divorciarse de Hadley. La nueva pareja dejaría París al año siguiente, pero esa, como suele decirse, es ya otra historia.
  
Hadley, Hem y Mr.Bumby
Para terminar: no piense el lector que lo que aquí comento es un simple escrito autobiográfico, porque se equivocaría. Su propio autor nos dice que se trata de una obra de ficción. Muy bien, ficción; pero, ¿de qué clase? De la clase que trae consigo esa otra ansiedad de la que hablaba, la ansiedad de la memoria; la memoria amenazada de un hombre que se siente acabado (o casi) como escritor, precisamente porque la memoria (y quien dice memoria dice experiencia, mundo vivido, exprimido, apurado hasta la última gota) había sido la música, el ritmo de su escritura. Es curioso. Pienso en este hombre que se cree acabado, en este viejo pegador de los primeros compases que logra el golpe definitivo justo antes de que suene la campana en el último asalto del que sabe será su gran combate final. ¿Cómo? Volviéndose a la época de la pobreza y la felicidad, al París del joven que quiere ser escritor. Volviendo justamente al tiempo de la fiebre y la ansiedad de la escritura, de la pasión, como un modo de arrancarle a la memoria una última sonrisa antes de que esta cierre la puerta por fuera, como esos boxeadores de película que, cuando están a punto de besar la lona y ser derrotados, se acuerdan de alguien por quien que merece la pena luchar y encuentran de pronto la fuerza que creían perdida, la fuerza que finalmente les lleva a la victoria. Así Hemingway selló su victoria personal con la memoria, arrancándole a ella y hurtándole a la muerte algo perdurable, auténtico. Resulta que la música seguía ahí, la electricidad. Un escritor tiene que demostrarse constantemente a sí mismo que lo es. Todo un sufrimiento, desde luego. Ansiedad de ansiedades. Pero ello fue a costa de parchear las faltas, de rellenar los vacíos con los materiales de la invención o, al menos, de la recreación. Porque no se trataba de rubricar un pacto biográfico que anudase la pluma al rigor de los hechos, sino de internarse en la espesa niebla y regresar después con su corazón, su espíritu. Ni autobiografía ni relato ficticio, pues: reafirmación. París no era una fiesta, era una necesidad, memoria recobrada para la literatura, literatura que completa la vida; la vida, reflejo de la literatura.

     

martes, 1 de mayo de 2018

MEMORIA, DIFERENCIA, VERDAD



Remedios Varo, Papilla estelar, 1958
    “Somos memoria”, repetía Fernand Braudel (aunque esto, en realidad, lo han dicho y repetido muchos; me acuerdo ahora, por ejemplo, del maestro Emilio Lledó). Somos memoria, en efecto; sin ella nos vemos despojados de la ficción que nos alimenta, nos vemos desplazados del equívoco, precario y finísimo eje al que denominamos “yo”. La memoria nos mantiene en guardia con la vida, en la lucha, aunque ello implique la aceptación de las bases del concurso: transitoriedad y sospecha. Dicho de otra forma: cuando el olvido entra por la puerta, la consciencia salta por la ventana. El ser para sí es siempre cosa del pasado, por eso habitamos el terreno de la invención, una sombra incierta, tembloroso ahora de un soy lo que he sido, pero que reconforta. Un río nunca baña dos veces al mismo hombre. Cuando la memoria funciona nos traiciona, aliviándonos. Es su cometido. Somos ficción, por eso ansiamos que nos cuenten historias y los escritores a su vez pueden dar de comer a su locura. La verdad de los hechos es un peaje de tránsito, ese programa malicioso corriendo en segundo plano que todo el mundo quiere eliminar. La verdad pesa y ralentiza nuestro procesamiento diario. Es minoritaria y errante como la materia del espacio, dispuesta en un falso orden. ¿No componemos, a medida que vivimos, nuestra propia novela biográfica, a partir de materiales íntimos y extraños, consciente e inconscientemente, durante la vigilia y durante el sueño? ¿Qué es nuestra memoria sino un no ser, una incesante reconstrucción a la medida de nuestras circunstancias, como aquella freudiana “novela familiar del neurótico”? Uno se dice “yo soy” y cree que al decirlo las piezas encajan una tras otra hasta conformar una unidad reconocible. Uno se levanta por la mañana y hace lo que tiene que hacer ese día llamándose y reconociéndose y hablándose por su nombre, y diciéndose soy yo, me llamo tal, estoy vivo y despierto, estoy aquí, ayer hice esto y hoy haré esto otro y mañana esta otra cosa, etc. (bueno, en realidad uno no lo piensa tácitamente, pero sí de manera implícita, como en toda narración se halla implícito el acto narrador mismo, que se oculta en el trasfondo diegético, igual que si fuésemos el narrador de las acciones de nuestro yo-personaje, como si dijéramos, “mientras yo, el narrador, cuento, el personaje actuaba…”, siempre narrándonos en pasado, porque subyace al mero hacer, como al acto de narrar, la presencia implícita de un narrador primario, una tramoya de composición que empieza por decir “yo soy”), pero uno nota más que nada la diferencia, filtrándose por las costuras del acto y del recuerdo. Hay algo en uno que ese día es diferente, como todos los días. ¿Qué es lo que hace que al cabo de treinta, cincuenta o setenta años de vida uno pueda levantarse cierta mañana reconociéndose sustancialmente como la misma persona? ¿Qué mecanismo permite componer, completar y unificar el caos fragmentario de lo vivido y conseguir a partir de ello una narración del sí más o menos lineal, con sentido, particularizada y con valor propio que se resuelve finalmente, al momento de pensarse y de mirarse al espejo, en una figura asertiva, una esencia, un signo aún reconocible tras las sucesivas mutaciones, una entidad singular, íntima, que pese a todo nos parece no haber en el fondo cambiado? Vivimos entre el ser para los demás y el ser para sí. Somos hijos del trasfondo escénico. La persona sufre una doble invención cotidiana, para sí y para los otros. Se trata de esferas bien determinadas, pero indesligables. Ambas se necesitan, se invaden, hasta el punto de que no pueden realizarse la una sin la otra. Ambas resultan de un proceso de carga de sentido, de una operación simbólica por la que algo que es indiferenciado, masa ciega y repetida y, por lo tanto, perfectamente intercambiable, se particulariza en una máxima distinción, como emergiendo de entre lo que se muestra abigarrado. El individuo no es la identidad, sino la diferencia. Somos hijos del trasfondo escénico, decía. Caminamos con un pie puesto en la viga del hambre y el otro en la viga del hecho. Entre el apetito y lo que está. En medio, el vacío.
René Magritte, El doble secreto, 1927

Uno se levanta por la mañana, alarga el brazo, abre el cajón de la mesita de noche y extrae dos máscaras, la que reserva solo para sí mismo y la que destina para ser vista por los demás. Uno se levanta por la mañana y ha de decidir quién es y cómo quiere que el resto le vea. ¿Es factible, pues, un discurso ya no de lo verdadero, sino un discurso que desenmascare al sí verdaderamente? O, en cualquier caso, ¿es deseable? Uno de los Adagia del lúcido poeta estadounidense Wallace Stevens (cuya lectura recomiendo vivamente) me ha dado que pensar, y aquí lo dejo: “A la larga la verdad no importa”.   

domingo, 22 de abril de 2018

PAPÁ HEM


    Supongo que uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras. Yo tenía catorce años cuando una convalecencia posoperatoria me obligó a guardar total reposo en casa. Corría el mes de mayo del 94, el calor era ya considerable y una semana así iba a ser difícil de sobrellevar. Se me permitía caminar un poco, cierto, pero solo para emprender meras acciones de supervivencia (comer, ir al baño, maldecir mi puerca suerte, etc.). Nada de calle. Desde la terraza de nuestro hermoso ático yo aullaba, melancólico e impotente, a aquel cielo tan burlonamente azul.

"Desde mi azotea".
Imagen tomada de:
http://escritornublado.com
    Me moría de ganas de jugar al fútbol, que era lo que, más allá del instituto y su primero de bachillerato, ocupaba mi tiempo por entonces. La televisión, la videoconsola, pronto dejaron de consolarme. ¿Estudiar? Los enfermos no estudian, reciben regalos. Dios, a todo esto ni siquiera había dejado atrás el primero de los siete u ocho días de condena. Sin embargo, una puerta iba a abrírseme.  Y es que recientemente, por la compra de no sé qué electrodoméstico, mis padres habían sido obsequiados con una colección de libros. Unos estaban encuadernados con apariencia lujosa, en símil piel y con dorados en los lomos; otros, por el contrario, en rústica sin solapas, de sencillo color blanco con rótulos negros y llamativas ilustraciones en sus portadas. Mis padres los habían ordenado pulcramente en una pequeña librería de madera, de solo tres baldas, que podía trasladarse con facilidad de un sitio a otro por obra y gracia de sus cuatro ruedas. Habían convenido en dejar el conjunto justo detrás del ángulo que formaban los dos sofás del salón. Dijeron que aquello le daba a la estancia un toque o un aire y que era muy bonito y que por tanto allí se quedarían los libros, acompañándonos. Uno siempre podía dejar el mando a distancia u otras cosas sobre la oscura madera o directamente sobre los libros, así que, bueno, desde este punto de vista sí que resultaba algo práctico, pensaba yo. Mi interés por el asunto, hasta el momento, se había reducido a esta simple cuestión logística. Uno puede descubrir la literatura de muchas y muy variadas maneras, decía al principio; en mi caso sucedió gracias a la confabulación entre un problemilla físico y el aburrimiento fatal y desesperado. A lo largo de la mañana de mi segundo día de convalecencia, quemadas todas las balas de la distracción, no sé por qué reparé en el pequeño mueble de los libros. Me incorporé desde el sofá donde estaba medio tumbado, recuerdo que en camiseta y pantalón corto, y con el mismo ánimo de quien hojea una revista de náutica en la sala de espera del dentista me puse a manotear entre lo que allí había: Ernestosábatosobrehéroesytumbas, Eduardomendozaelmisteriodelacriptaembrujada, Williamkennedytallodehierro,Mariovargasllosalacasaverde, Hermanhesseelúltimoveranodeklingsor,Octaviopazlasperasdelolmo, Friedrichschillerguillermotell, Johannwgoethelossufrimientosdeljovenwerther, Pedrocalderóndelabarcalavidaessueño, Lopedevegafuenteovejuna… Seguí  leyendo, mecánica y desdeñosamente, los títulos de los volúmenes, hasta que uno en particular me detuvo en seco: Ernesthemingwayelviejoyelmar. El viejo y el mar. Sonaba bien. Ernest Hemingway, El viejo y el mar. Los libros son así; siempre aguardan, como una mano tendida, a que otra mano por fin tire de ellos. Lo siguiente que hice fue echar un vistazo entre sus páginas. Tenía unas lindas ilustraciones, algo inesperado en un libro de esas características, es decir, en un libro para adultos. No eran más que dibujos a tinta negra, nada pretenciosos, pero el trazo era original, continuo y como retardándose en breves y erizadas ondas; seguramente se habían hecho sin casi levantar el plumín del papel. Tenían su fuerza, tanta como para que un chiquillo de catorce años fuera capaz de entrever la historia que debía de haber detrás de ellos. Un viejo y pobre pescador, a solas en su vieja y pobre barca, luchando en medio del mar contra un pez de proporciones descomunales. Pero hasta yo me daba perfecta cuenta de que ahí tenía que agazaparse algo de mayor trascendencia. Dado que el libro era breve y, al parecer, no muy complicado (pocos personajes, a juzgar por las ilustraciones: el viejo, protagonista, y un muchacho), y como además yo no sabía qué hacer con mis horas de convalecencia, me atreví a leer el comienzo, que decía: “Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez”. Esos ochenta y cuatro días funcionaron como lo que en realidad son: el resumen de un tiempo frustrado y la sutil anticipación de otro, es decir, la tensión de la aventura que está por venir. Me tumbé en el sofá con este descubrimiento entre las manos y no lo solté (salvo para ir a comer) hasta el final de la tarde.

Ernest Hemingway
    Si un año antes, aún en el colegio, las lecturas obligadas de Bécquer, Antonio Machado y la primera parte del Quijote (bendita y loca obligación impuesta por un loco y bendito maestro) me enseñaron el placer del texto, el valor estético del lenguaje, ahora Hemingway, que nunca dejaría ya de ser papá Hem, me enseñaba cómo podía contarse una buena historia utilizando no demasiadas palabras, con fuerza, limpiamente y, lo más importante, sin tener que contarlo todo. Si la memoria no me falla, creo que esta fue la primera lectura que hice por voluntad propia. Recuerdo la segunda, y la tercera. Después de El viejo y el mar salté de cabeza y con toda la inocencia del mundo a Crimen y castigo. Me llevé un buen tortazo, aunque positivo en cierto sentido. Disfruté y sufrí con el salto. Aun gustándome la novela, tanta introspección psicológica, lejos de adentrarse en el meollo del caudal, daba la impresión de huir de él entre meandros innecesarios, o eso, ingenuo de mí, barruntaba yo entonces, creyéndome ya con derecho y competencia suficientes para impartir justicia crítica. Tras de mi primer contacto con los rusos, volví a Hem (Por quién doblan las campanas). La cuenta de las lecturas primerizas, por riguroso orden, se pierde a partir de este punto. Fueron cayéndome, en desordenados y a menudo imprevisibles asaltos, otros golpes del púgil de Oak Park, Illinois, hasta el definitivo knock out de sus cuentos. Pero antes de eso, mucho antes, al final de una tarde de la primavera del 94, cerré aquel primer libro elegido, tan bien encuadernado y de papel tan oloroso, y lo devolví a su lugar, ahora con un atisbo de reverencia, junto al ignorado resto de sus camaradas escritores, a quienes yo imaginaría luego manteniendo largas y acaloradas tertulias, pues el contenido de este mueblecito de rincón había ganado para mí aquella tarde un súbito respeto, una nueva reputación, mucho más elevada, que pronto alcanzaría el rango de sacro altar del iniciado (iniciado confuso, torpe, voluntarioso), aunque siempre diera un toque o un bonito aire al salón y todos siguiéramos dejando el mando a distancia y los más inverosímiles objetos sobre los oscuros estantes. La semana de convalecencia pasó y el antiguo convaleciente volvió a su primero de bachillerato y, poco después, al fútbol. Por supuesto, hubo muchos más cielos y días azules que ver, poblados de vencejos, desde la terraza del ático. De vez en cuando, sin que nadie lo supiera, una mano tiraba de otra que, paciente y en silencio, generosa, esperaba tendida desde justo detrás del ángulo que formaban dos sofás muy de los años noventa.





viernes, 30 de marzo de 2018

TODOS LOS NOMBRES

Los caminos no se hicieron solos
                                                     Pablo Milanés
  
En su poema más universalmente conocido, “The road not taken” (El camino no elegido), Robert Frost ofrece una respuesta a la paradoja de la bifurcación: entre las dos posibilidades que el viajero tiene ante sí, este acaba eligiendo la que aún está por hacer:

Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la diferencia.

El viajero del poema de Frost se decanta por el camino angosto, tupido y falto de uso, por la senda incierta. Su elección es una apuesta ética, la más arriesgada, que en el oficio lírico supone desbrozar y renovar olvidadas tradiciones, o directamente abrir nuevos cauces estéticos, y que en el oficio más difícil, el de vivir, revela la audacia de conocer y conocerse, la humana temeridad de cambiar el mundo a medida que se va haciendo.

Robert Frost. Foto: Getty
Tomado de:Jot Down. 
Contemporary Culture Mag
Como el que escribe, el caminante hace discurso, despliega nuevas posibilidades. El lenguaje es herramienta y discurso a la vez, como el propio camino; y, como este, se construye de forma colectiva, pisada a pisada. Lenguaje y camino, claro está, son instrumentales en la medida en que nos sirven para llegar a algún sitio, pero también pueden no llevarnos a ninguna parte, más allá del propio universo de las palabras o del sinuoso avance de la ruta (lo que, de la misma manera que para Frost, para nosotros hace toda la diferencia). Podemos simplemente hablar por hablar o caminar por caminar, entregarnos al goce de oírnos o de embarrarnos las botas, sin ningún objetivo material en el horizonte, fuera de la belleza del propio acto, del mero hacer.

En la lengua asturiana hay una hermosa voz que sirve para denominar todo aquel camino estrecho, malo, sucio y pedregoso; es decir, todo aquel sendero de aldea o de monte que nos es siempre de difícil tránsito: “caleya”. Para el viajero, la caleya es como la senda no transitada del poema de Robert Frost: un destino apenas esbozado, el pálido  y dudoso vestigio de una huella.

Somos arrojados a la vida. Vivir, como pensaba Kierkegaard, es un encadenamiento de duda y decisión. Cuando el camino se bifurca, estamos siempre solos: hemos de elegir, y semejante cadena no tiene tregua. Una elección conduce a otra, y esta a la siguiente, de forma implacable y sucesiva. Y si el camino desaparece, nuestra es también la decisión: volver sobre nuestros pasos o retomar la tarea desde el punto en el que los que nos antecedieron la dejaron.

Los caminos no se hicieron solos. Cada quien hace su parte. Un hombre en solitario puede explorar, descubrir nuevas direcciones; puede orientar al resto y señalar la vía que debe seguirse en el futuro, pero únicamente la colaboración y el compromiso de los que le sucedan impedirán que el nuevo camino acabe desvaneciéndose. No hay camino, pues, sin entendimiento y comprensión, sin camaradería.

La caleya nos pone a prueba. Un túmulo de piedras, coronado por una cruz, a la vera de un abrupto y peligroso paso de montaña, puede parecernos, a primera vista, una aglomeración sin diferencia, una masa abigarrada que conmemora, quizás, un triste suceso. Si alguien nos preguntara por el número aproximado de piedras que pudiera haber allí, probablemente no encontraríamos sentido a la pregunta ni perderíamos el tiempo en cuentas. Pero si, a continuación, ese alguien nos dice que cada una de esas piedras representa la muerte de un montañero intentando atravesar el paso que nosotros afrontamos, nuestra mirada cambiará radicalmente. Las piedras dejarán de ser simples partes indiferenciadas de un todo; serán, en ese instante, unidades en sí mismas, resignificadas y singularizadas, cobrando total pertinencia la pregunta anterior. Eso mismo ocurre con el camino. Los nombres se olvidan, pero los pasos siguen ahí, esperándonos. El camino, como el lenguaje, es de todos y de nadie en particular. Como el lenguaje, nos pone a prueba y ante nosotros mismos, ante la aventura de hacernos mediante nuestras decisiones.

Por supuesto, lo más valioso del camino es el hallazgo del otro, el diálogo con lo diverso, el apoyo mutuo, la comprensión. Si, con suerte, llegamos al final de nuestro viaje, todos los nombres serán entonces recordados.  

miércoles, 11 de noviembre de 2015

HISTORIA Y POESIA. NOTAS A "CRÓNICAS DE MARATÓN Y SALAMINA" DE ANTONIO COLINAS



                    I


   En Maratón los persas miran a los montes.
   En Maratón los griegos miran hacia el mar.
   El persa espera la traición de Atenas.
   El griego aguarda la ayuda de Esparta.
5  El fulgor de un escudo en las murallas                  
   avisará a los persas de que Atenas
   confabula a la espalda de su ejército.
   El plenilunio de aquel mes de agosto
   será para los griegos la señal
10 de que los espartanos ya clausuran                       
   sus fiestas, y en su ayuda se dirigen.

   Pero no se cuidaron los presagios.
   Una de las dos partes no atendió,
   con los preparativos, a sus dioses.
15 La impaciencia produjo en filas persas                   
   una hecatombe de armas y de huesos.
   Grecia, con fe, vio descender un rayo
   del cielo: era Teseo con su lanza
   que arrojaba a los persas a la mar.
20 Entre las islas huyen hacia el Asia,                          
   surcando sangre, las últimas naves.

   Tarde llegó el aviso. Y los de Esparta.
   A Teseo, en Delfos, se alzó un templo
   en agradecimiento por su ayuda.
25 Sin embargo, aquel joven ateniense                         
   lleno de sangre iluminada y fiera,
   de cuyos pies y labios dependía
   la victoria, corrió un día y medio
   veloz, inútilmente, hacia la Muerte.

                   II

   Ya muchos años antes todo el cielo
   y la tierra llenáronse de signos.
   Era oscuro el mensaje del Oráculo,
   pero aún resonaba en las gargantas
5  el gran grito triunfal de Maratón.
   Nunca hubo tal clamor en los navíos,
   aunque apesadumbraba la grandiosa
   expedición de Jerjes, la ansiedad
   del persa ante el invierno interminable.
                    
10 Y un día Grecia vio que todo el mar
   lo ocultaban las naves: un gran bosque
   de mástiles nublaba el horizonte.
   Una marea de armas y de remos
   iba y venía sobre Salamina.
15 Pero, una vez más, se había encarnado
   la astucia de los griegos en un jefe.
   Una vez más los dioses ya tenían
   inclinado hasta el fiel de la balanza.
   La estratagema dividió la armada.
20 El viento de levante hizo el resto:
   el mar arrinconó contra las rocas
   de Eleusis los cascos de las naves
   enemigas. Y nada ya servía
   la ciencia de fenicios y de egipcios
25 al servicio del inexperto persa.

   Aunque éste en Atenas penetrase
   más tarde y la arrasara con su fuego,
   fue Salamina otra Maratón.
   Esquilo lo vio todo con sus ojos
30 y en dos versos resumió la Historia:
   ¿Atenas, la ciudad, es arrasada?
   ¡Sus hombres han quedado, Atenas dura!



El poeta leonés Antonio Colinas. Foto: Leonoticias
Como puede verse, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) divide el poema (que forma parte del libro Astrolabio) en dos partes. La primera es dedicada a la batalla de Maratón; la segunda a la de Salamina. Ambas batallas son recreadas líricamente (siempre en endecasílabos, salvo el par de versos de apertura) conjugando historia y mito.

PRIMERA PARTE

En la extensa y fértil llanura de Maratón (ciudad de la costa nororiental del Ática, cercana a Atenas) tuvo lugar en el año 490 a.C. el primero de los enfrentamientos bélicos entre griegos y persas (guerras médicas). Hacía un año que los persas venían construyendo una gran flota con el fin de transportar a Grecia su arma más temible: la caballería. Pese a lo que en un principio pudiera pensarse, no parece que la ofensiva persa tuviera tanto de carácter de conquista como de maniobra de castigo, teniendo en cuenta la elección de la zona de desembarco. Es probable que todo respondiera a una estrategia de distracción para que los hoplitas griegos acudieran a Maratón dejando desprotegida la ciudad de Atenas. Sea como fuere, lo cierto es que la victoria griega resultó más política y moral que real, ya que los persas consiguieron dos de sus tres objetivos de partida: las Cícladas y Eretria. La batalla de Maratón, eso sí, sirvió para afianzar la supremacía de Atenas sobre Esparta y la Liga Peloponesia, reforzar el sistema democrático instaurado por Clístenes y conformar un cierto “orgullo patriótico” en torno de un mito bélico que iba a quedar grabado para siempre en la memoria colectiva del pueblo griego.
Este espacio político y geoestratégico es magistralmente condensado y recreado por Colinas en la primera estrofa mediante rítmicas estructuras paralelísticas (vss. 1-11). Son curiosamente los dos tridecasílabos compuestos iniciales los que bosquejan el enclave geográfico de la batalla y los que anticipan, a su vez, en el plano semántico, las principales claves estratégicas que, a continuación, en dicha estrofa, van a ser ampliadas; por otro lado, estos dos versos avanzan también en el plano formal el ritmo y el desarrollo paralelístico que caracteriza la primera parte del poema. No nos ocuparemos aquí del ritmo del texto de Colinas, pero sí de su trasfondo referencial (trasfondo histórico-mítico), con el propósito de hacerlo más comprensible.
¿Por qué, primeramente, los persas miran a los montes y los griegos miran hacia el mar? El autor nos da la respuesta en los siguientes versos, que integran la primera estrofa: Porque el persa espera la traición de Atenas y el griego aguarda la ayuda de Esparta. Estos versos dan pie a un breve pero conveniente comentario histórico. La situación geopolítica griega se encontraba lejos de alcanzar por aquel entonces una hipotética unidad. Por encima del sentimiento griego estaba el reconocerse antes como ateniense, tebano o lacedemonio. De manera que, ante la amenaza persa, no todas las ciudades-Estado griegas reaccionaron de la misma forma, sino siempre de acuerdo con sus intereses políticos. Así, Egina, no debía de ver con malos ojos una posible victoria persa que supusiera la liquidación de Atenas, sempiterno rival, como tampoco Argos le hubiera hecho ascos a la supremacía persa de haber esta apeado a Esparta del dominio sobre el Peloponeso. Porque fueron Atenas, Esparta y Platea las únicas ciudades que se opusieron claramente a la injerencia aqueménida, llegando incluso las dos primeras a asesinar a los emisarios del Imperio. El resto de las ciudades del continente o bien aceptó el dominio persa o bien se mantuvo en silencio, con lo que en definitiva también se acataba el dominio extranjero.
Tales desuniones y desavenencias griegas fueron aprovechadas por los persas, quienes, conociendo aquel panorama, pronto desplegaron una astuta política de compra de lealtades. De ahí que Colinas hable de “la traición de Atenas”, pues parte de la aristocracia ateniense constituía una verdadera quinta columna persa, al igual que otras ciudades-Estado, y el ejército persa confiaba su victoria en Maratón a la colaboración de ese poderoso sector filo-persa ateniense.
Por otro lado leemos en el poema de Colinas que El plenilunio de aquel mes de agosto/ será para los griegos la señal/ de que los espartanos ya clausuran/ sus fiestas, y en su ayudan se dirigen. Efectivamente, los espartanos se encontraban por aquellas fechas celebrando las Carneas, “fiesta relacionada con la cosecha y consagrada a Apolo, que impedía hasta su conclusión su disponibilidad para el combate”,[i] y, en consecuencia, no podían acudir en ayuda de Atenas hasta la llegada de la luna llena, signo que marcaba el final de las celebraciones.
Las circunstancias, entonces, parecían favorecer al ejército persa, pero no se cuidaron los presagios./ Una de las dos partes no atendió,/ con los preparativos, a sus dioses.
Y no descuidaron solamente los persas los requerimientos divinos, también los tácticos. Fue sin duda alguna la precipitación del ejército aqueménida la razón de su derrota en el terreno pantanoso de Maratón. Nos dice Colinas a este respecto: La impaciencia produjo en filas persas/ una hecatombe de armas y de huesos. La decisión de los generales persas, Datis y Artafernes, de presentar batalla a los hoplitas griegos en la llanura de Maratón, lugar que creían ideal para el perfecto despliegue de su poderosa caballería, resultó desastrosa. La infantería griega, muy inferior en número con respecto al bando persa (10,000 efectivos frente a 30,000) y bastante pesada en sus movimientos, tuvo en Milcíades al astuto estratega que, conociendo al oponente, ordenó atacar primero y supo plantear el combate de modo que la ventaja persa no pudiera hacerse efectiva. El terreno pantanoso dificultó enormemente el desarrollo de las maniobras de la caballería persa. Además, aquel campo no resultó ser lo suficientemente amplio como para permitir a los persas moverse con la rapidez acostumbrada y, por si hubiera sido poco, las alas griegas estaban firmemente asentadas en las cercanas estribaciones montañosas. El ejército griego atacó con dureza, cuerpo a cuerpo, y este modo de lucha no convino tampoco a los intereses persas, que vieron cómo el adversario, bien protegido y pertrechado, junto con el terreno, hacía ineficaces sus principales bazas: la caballería y los arqueros. Todas las circunstancias, en definitiva, rebajaron considerablemente la eficacia de los efectivos persas, una vez que estos dejaron pasar la ocasión de romper el frente griego por el centro, su parte más débil.
Como ya dijimos, la victoria griega en Maratón sirvió sobre todo para unificar el mundo griego y consolidar la democracia; fue rápidamente mitificada, quedando grabada con firmeza en la memoria colectiva. Esta mitificación de la victoria de Maratón se realiza no solo elevando a mito el suceso histórico, sino también incorporando al suceso histórico sucesos míticos concretos. Así historia y mito se confunden y, de esa forma, inseparablemente unidos, nos aparecen en el poema de Colinas: Grecia, con fe, vio descender un rayo/ del cielo: era Teseo con su lanza/ que arrojaba a los persas a la mar. Parte de las palabras que Pierre Grimal dedicó a Teseo en su diccionario de mitología nos sirve para explicar estos versos:

Cuando se desarrolló la batalla de Maratón contra los persas, los soldados atenienses vieron combatir al frente de ellos un héroe de talla prodigiosa, y comprendieron que era Teseo.[ii]

De nuevo, en los versos 23 y 24 del poema de Colinas leemos: A Teseo, en Delfos, se alzó un templo/ en agradecimiento por su ayuda. Y Pierre Grimal vuelve a servirnos para aclararlos:

Después de las guerras médicas, el oráculo de Delfos mandó a los de Atenas que recogiesen las cenizas de Teseo y les diesen una sepultura honrosa en la ciudad. Cimón cumplió la orden de la Pitia. Conquistó la isla de Esciros y vio en ella un águila que, posada en un cerro, escarbaba la tierra con las garras. Cimón, inspirado por el cielo, comprendió el significado del prodigio. Excavando la loma, encontró un ataúd que encerraba a un héroe de enorme talla, con una lanza y una espada de bronce. Cimón se llevó estas reliquias en su trirreme, y los atenienses recibieron los restos de su héroe con fiestas magníficas. Le dieron digna sepultura cerca del lugar donde más tarde se levantaría el gimnasio de Ptolomeo. Esta tumba pasó a ser el asilo de los esclavos fugitivos y los pobres perseguidos por los ricos, ya que en vida, Teseo había sido el campeón de la democracia.[iii]

En los últimos versos de esta primera parte del poema Colinas hace referencia a otro suceso legendario de Maratón: Sin embargo, aquel joven ateniense/ lleno de sangre iluminada y fiera,/ de cuyos pies y labios dependía/ la victoria, corrió un día y medio/ veloz, inútilmente, hacia la Muerte. Al término de la batalla, Milcíades, sabiendo que los persas se dirigirían en su retirada hacia Atenas, decidió avisar a esta ciudad lo más rápido posible. Para ello, siempre según la leyenda, envió a su soldado más veloz, Filípides, quien debía acudir corriendo a Atenas desde el campo de Maratón, completando una distancia de 42 km. Filípides lo hizo. Tras llegar a la ciudad exclamó: “¡hemos vencido!”, e inmediatamente cayó muerto.
El ejército persa, o lo que de él quedaba, que aun así todavía era numéricamente muy superior a su adversario, no tuvo más remedio que retirarse en total desbandada, ante el doble envolvimiento que las alas griegas habían establecido. La mayoría de los persas lo hizo echándose a la mar con el fin de alcanzar sus barcos y darse a la fuga en ellos (Entre las islas huyen hacia el Asia,/ surcando sangre, las últimas naves.). Los griegos los persiguieron en su huida y lograron al final capturar siete de sus naves. No hace referencia el poema a aquellos persas que, ignorando las características de la zona, habrían huido por el valle, en lugar de hacerlo hacia la costa, y se habrían ahogado en los pantanos próximos al lugar de la batalla. Según Heródoto, fueron 6,400 los cuerpos persas contabilizados en el campo de combate. Por su lado, los atenienses habrían perdido 192 hombres y 11 los platenses.[iv]
De poco sirvió que al día siguiente las tropas espartanas hicieran acto de presencia, cubriendo al parecer 220 km en solo tres días (Tarde llegó el aviso. Y los de Esparta). La batalla había sido ganada ya sin ellos.

SEGUNDA PARTE

Fueron diez los años que transcurrieron entre la batalla de Maratón y la de Salamina. Diez años en los que ambos pueblos, griegos y persas, reforzaron sus recursos bélicos. La gran victoria de Maratón, como escribe Colinas, aún resonaba en las gargantas de los griegos, tanto que de hecho les llevó a rodearse de un cierto exceso de confianza en sí mismos, pero Temístocles supo vender a la democracia su razón y su enorme pragmatismo estratégico pese a que el Oráculo de Delfos, santo lugar consagrado al dios Apolo, aconsejaba someterse al Imperio persa (Era oscuro el mensaje del oráculo,...). Temístocles convenció a sus compatriotas atenienses de que era necesario dotarse de una gran flota, a fin de protegerse ante el inminente ataque aqueménida que se avecinaba, y de que, para conseguirlo, resultaba indispensable que aquellos ingresos percibidos gracias a las minas de Plata del monte Laurión se destinaran íntegramente a la construcción, instrucción y entrenamiento de dicha flota, en lugar de a otros menesteres públicos. De ese modo, Atenas llegó a contar con una marina bien nutrida y firmemente organizada, que le iba a proporcionar capacidad defensiva frente al invasor y superioridad efectiva en el mediterráneo sobre otros pueblos griegos como Egina. Además, llegado el momento, Temístocles tomó otra decisión que iba a resultar de vital importancia en el desarrollo de los acontecimientos; decisión que le honraría para siempre, no solo como brillante estratega, sino también como gran conocedor del alma ateniense. Temístocles era consciente de que la ofensiva persa tendría como objetivo la ciudad de Atenas y de que si sus ciudadanos no eran trasladados inmediatamente a otro emplazamiento más seguro estos iban a ser masacrados. Así, antes de la llegada de los persas, los atenienses fueron  puestos a salvo en las islas de Egina y Salamina. De nuevo Temístocles había sabido doblegar las reticencias de su gente. A tal propósito, además de ayudarse en la razón, esta vez se había servido de aquello que estaba más hondamente arraigado en la conciencia de su pueblo: los dioses. Arguyó que tanto el Oráculo de Delfos como la diosa Atenea, protectora de la ciudad, habían señalado el camino a seguir y ese camino no era otro que el abandono de Atenas por mar.
Mientras, el Imperio persa, bajo el reinado de Jerjes, ultimaba la construcción de un ejército cuyos efectivos, según Heródoto, alcanzaban la increíble cifra de cinco millones doscientos ochenta y tres mil doscientos hombres y mil doscientos siete navíos. Según los historiadores modernos, estos números son mucho más que exagerados; al parecer, entre fuerzas terrestres y navales los efectivos persas podrían haber rondado los cuatrocientos mil hombres, cifra desde luego más razonable.
Cuestiones numéricas aparte, lo cierto es que el ejército multiétnico persa abrumaba por su contingente (lo integraban cuarenta y seis naciones, nada menos). La Liga Helénica o de Corinto se había encargado de mandar espías a Sardes para estar al tanto de los preparativos persas, con lo que es seguro que rápidamente se difundieron entre los griegos las noticias relativas a aquel tremendo ejército cuya ofensiva era inminente. Fue en el año 480 a.C., cuando la armada de Jerjes partió rumbo a Europa: ...aunque apesadumbraba la grandiosa/ expedición de Jerjes, la ansiedad/ del persa ante el invierno interminable.  En efecto, otra vez la precipitación del ejército persa, que temía la llegada del invierno, le llevó a tomar la decisión inadecuada y morder así el anzuelo que Temístocles le había tendido. La batalla se libraría en la estrecha bahía de Salamina, justo donde el estratega ateniense deseaba: Y un día Grecia vio que todo el mar/ lo ocultaban las naves: un gran bosque/ de mástiles nublaba el horizonte./ Una marea de armas y de remos/ iba y venía sobre Salamina. Había tenido que imponer este arriesgado plan por encima de otras estrategias aliadas, amenazando con la retirada de Atenas de la lucha: Pero, una vez más, se había encarnado/ la astucia de los griegos en un jefe. El plan de Temístocles, otro Milcíades, daría resultado: La estratagema dividió la armada./ El viento de levante hizo el resto:/ el mar arrinconó contra las rocas/ de Eleusis los cascos de las naves/ enemigas. Y nada ya servía/ la ciencia de fenicios y de egipcios/ al servicio del inexperto persa. Atraída la escuadra persa hacia el estrecho, las naves griegas, pequeñas, pero ligeras y rápidas, fueron cercándola cada vez más estrechamente. La inteligente maniobra dejó a las naves persas, mucho más lentas que las griegas, sin capacidad de respuesta, pues se veían obligadas a combatir de uno en uno al adversario, estorbándose unas a otras. Jerjes pudo contemplar la catástrofe de su marina desde el monte Egáleo donde se encontraba cómodamente instalado. De nuevo los griegos, a fuerza de ingenio y destreza, les habían derrotado. Según Diodoro de Sicilia los persas perdieron en el combate más de doscientas naves. Como escribe Colinas, de nada sirvió la ciencia bélica (la mayoría de los navíos era de procedencia fenicia y griego-asiática) que  el Imperio aqueménida había absorbido de fenicios y egipcios. La precipitación y la incompetencia fueron en última instancia las principales causas de su derrota, unidas a la clamorosa falta de anticipación a los posibles movimientos del enemigo.
Ya la ciudad de Atenas, con anterioridad a la batalla de Salamina, había sido invadida por los persas: “Los persas ocuparon la Acrópolis, saquearon y quemaron los templos y mataron a los suplicantes”;[v] solo que, como ya comentamos, para entonces la ciudad se había evacuado gracias a la previsión de Temístocles, y así los estragos de dicha invasión fueron menores. Sin embargo, más tarde, después de Salamina, Mardonio, consejero del rey Jerjes, que tras la derrota y el regreso a Asia de este había quedado en Tesalia al mando de unas tropas de élite, saqueó e incendió de nuevo Atenas antes de volver a Beocia. Mardonio había intentado persuadir a los atenienses (refugiados aún en Salamina) a través de Alejandro de Macedonia de que renunciaran a su independencia y se sometieran al Imperio a cambio de mantener su autonomía y ver reconstruidos sus templos. Pero un nuevo sentimiento había nacido entre los atenienses, el de la “grecidad”, el de la identidad común, y este sentimiento, que era en definitiva el de mantener por encima de todo su libertad, les llevó a no aceptar la propuesta persa. De ahí que Mardonio decidiera volver a quemar Atenas: Aunque éste en Atenas penetrase/ más tarde y la arrasara con su fuego...

Por último, para concluir estas notas históricas al poema de Colinas, un par de palabras sobre los versos que cierran la composición: Esquilo lo vio todo con sus ojos/ y en dos versos resumió la Historia:/ “¿Atenas, la ciudad, es arrasada?/ ¡Sus hombres han quedado, Atenas dura!”
El poeta trágico griego Esquilo (525 - 456 a.C.), según sabemos, combatió en Maratón y Salamina. Perteneció, pues, a esa generación de griegos que luchó contra los persas en defensa de su libertad como pueblo. El haber peleado en aquella mítica batalla debió de enorgullecer para siempre el alma de Esquilo, a juzgar por cómo él mismo quiso ser recordado a través de su epitafio.[vi] Son siete las tragedias suyas que nos han llegado. En una de ellas, Los persas (472 a.C.), el poeta habla del alto precio que el rey Jerjes tuvo que pagar por la osadía de lanzar sus ejércitos contra la Hélade. Pues bien, lo que Colinas hace al final del poema es parafrasear unos versos de esa obra (los vss. 348-349), los cuales se refieren al saqueo y al incendio de Atenas a manos de los persas mientras su población, verdadera esencia, cultura y carácter de la ciudad, se halla a salvo en Salamina.


[i]  Joaquín Gómez Pantoja (dir.), Historia Antigua: Grecia y Roma, Barcelona, Ariel, 2005, p. 179.

[ii] Pierre Grimal, Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona, Paidós, 2008, p. 510.

[iii] Ibíd., p. 510.

[iv] Es Heródoto, historiador y geógrafo griego (484-425 a.C.), la principal fuente histórica de la batalla de Maratón, pese a que nació años después de tal acontecimiento. Da cuenta de aquel encuentro bélico en su libro VI, párrafos 102-117.

[v]  Joaquín Gómez Pantoja (dir.), Historia Antigua: Grecia y Roma, cit., p. 181.


[vi] Αἰσχύλον Εὐφορίωνος Ἀθηναῖον τόδε κεύθει
      μνῆμα καταφθίμενον πυροφόροιο Γέλας·
      ἀλκὴν δ’ εὐδόκιμον Μαραθώνιον ἄλσος ἂν εἴποι
      καὶ βαρυχαιτήεις Μῆδος ἐπιστάμενος.



     “Esta tumba esconde el polvo de Esquilo,
     hijo de Euforio y orgullo de la fértil Gela.
     De su valor Maratón fue testigo,
     y los Medos de larga cabellera, que tuvieron demasiado de él.”