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1.-
Palabra e imagen. Aproximación.
Leer para ver o ver para leer. Estas dos
formulaciones forman parte en realidad de un mismo tópico clásico, que en el
Renacimiento la teoría humanista de las artes recuperó y que la posmodernidad,
con más o menos salvedades y desaciertos, ha explotado. Me refiero al famoso
lema horaciano ut pictura poesis. Ambas formulaciones forman parte de él
porque la semejanza que señala es, en definitiva, una semejanza de doble
dirección, aunque los teóricos humanistas nunca llegaran a invertir los
términos, quizá “porque el sentido era igualmente diáfano, y porque el peso de
la tradición de autoridades no aconsejaba los juegos expresivos con la
fidelidad de 'la letra' ” (García Berrio y Hernández Fernández, p.16). Lo que
más me interesa del lema, dejando a un lado sus ya de por sí ambiguos sentidos,
los usos ligeros e interpretaciones a veces contradictorias que se han hecho de
él desde el Renacimiento (Rensselaer, 1982), es que deja constancia de la
antigüedad que tiene el proceso de acercamiento formal y teórico entre la
palabra y la imagen. Un proceso que se debió de iniciar mucho antes de que Platón,
Aristóteles y Horacio se percataran a su modo de que el pintor y el poeta toman
sendas distintas, pero sendas que, al cabo, pertenecen al mismo bosque. Desde
Aristóteles, cuya concepción de la mímesis trasciende la mera copia o
representación de la realidad (dejando la puerta abierta a la creación de
nuevas realidades) y sirve de nexo de unión entre las artes, diferenciadas por
su forma de imitar, hasta el actual arte intermedia, han transcurrido
algo más de dos milenios en los que, con idas y venidas, las artes de la
palabra y las artes de la imagen han ido aproximándose, maridando poéticas y
procedimientos.
Entiendo
por artes de la palabra todas aquellas manifestaciones artísticas cuyo
principal vehículo de expresión es el verbo (poesía, narrativa...) y por artes
de la imagen aquellas que se expresan a través de un lenguaje plástico que es
la materia misma (pintura, escultura, fotografía, cine...). De manera que las
primeras representan el mundo verbalmente y las segundas plásticamente, aunque
el asunto no es ni mucho menos tan sencillo porque, sobre todo desde las
vanguardias, como ya he apuntado, ambas han venido manteniendo una íntima
relación de intercambio y permeabilidad ético-estética (véanse si no los
ejemplos de mixtura artística que nos brinda la poesía concreta o el letrismo).
Se nos hace muy difícil dar crédito hoy en día a clasificaciones clásicas del
tipo de artes del tiempo y artes del espacio teniendo en cuenta que en general
todas las artes, con independencia de los medios usados, han luchado por
representar espacio y tiempo (Lessing, 1990). ¿Qué pretendía entonces
Apollinaire a través del caligrama, correlato literario del cubismo pictórico,
si no era materializar el espacio en la página? (Monegal, 1998).
Pero el tradicional vínculo entre las artes
de la palabra y las artes de la imagen va mucho más allá de los acercamientos
experimentales, interartísticos. En esencia, se trata de que la palabra siempre
ha pretendido mostrar la imagen, objetivarla, materializarla mentalmente, y de que
la imagen siempre ha tratado por su parte de contar, accionar, verbalizar
plásticamente. Por este motivo ambas corrientes artísticas han estado
condenadas a valorarse y ansiarse de forma mutua. La relación suele vincularse,
en su caso más paradigmático y atrevido, a las corrientes experimentales del
siglo XX y del XXI (Joan Brossa, poesía visual, cine de autor...), pero lo
cierto es que sin salirnos del ámbito no experimental hallamos muestras de esa
simbiosis entre artes.
2.-
Ékfrasis. Función múltiple de la imagen.
En El pintor de batallas Pérez-Reverte
plantea una doble reflexión al hilo de un argumento bastante sencillo: ¿hay
detrás de las acciones de los hombres algún patrón fundamental que a su vez las
explique? Y ¿qué papel juegan las artes (pintura, fotografía) en la búsqueda de
dicho patrón fundamental? Este doble planteamiento puede en realidad
condensarse en uno solo: ¿cómo y con qué medios ha de ser capaz el ser humano
de sobrevivir en el caos, en el sinsentido del mundo?
La cuestión, obviamente, no es ni mucho menos
nueva. Desde el principio de los tiempos el arte no persigue otra cosa:
explicar la realidad, ya sea representándola o traduciéndola. Y tratar de
explicar la realidad, en definitiva, es tratar de explicar el significado
último de que el hombre tenga conciencia dolorosa de ella.
La novela de Pérez-Reverte es, por tanto, una
novela sobre el alma del hombre y el arte como instrumento de búsqueda y supervivencia. Y es la guerra el
escenario físico y mental que el autor elige para que el personaje del
fotógrafo atormentado busque respuestas imposibles, ya que quizá en la guerra
aflora lo más miserable y lo más extraordinario del hombre. La guerra, pues,
según plantea el autor, puede ser metáfora del caos, de aquel sinsentido del
mundo al que antes me refería. La guerra, como dice la famosa sentencia, sea
quizá la madre de todas la cosas, el espacio salvaje en el que convergen las
líneas maestras de la realidad. De ahí que Faulques busque en ella la
“simetría”, el plan oculto que dé cuenta del orden escondido bajo el desorden
aparente, y a su vez calme la culpa y justifique de algún modo toda una línea
vital. Lo que más me interesa, desde el punto de vista de la relación palabra-imagen
que me gustaría abordar, es el hecho significativo de que el personaje
protagónico emprenda una búsqueda decidida y sistemática de lo que él denomina
“simetrías ocultas”, a través de la representación total de la idea de la guerra,
por medio de la plasmación pictórica de la foto que nunca pudo realizar, quizá
porque sencillamente aquel medio artístico no alcanzaba para tal “íntimo”
propósito. Porque solo a través de la pintura el fotógrafo retirado, metido a
pintor de batallas, cree ser capaz de componer el fresco que integre toda su
experiencia y visión personales. Aquí se apunta una diferencia crucial entre
artes de la imagen, fotografía y pintura, que tiene que ver con objetivos,
medios, alcances y limitaciones. De esta y otras concepciones teóricas que aparecen
en la novela hablaré más adelante. Ahora convendría, antes de comenzar con el
análisis propiamente dicho, resumir con brevedad el argumento de la obra.
Andrés Faulques, pintor en su juventud,
después valorado fotógrafo de guerra, tras más de media vida yendo de conflicto
en conflicto, capturando imágenes caracterizadas por un estilo duro, aséptico y
geométrico, decide dejar la fotografía y retirarse a una vieja y precaria
torre, una atalaya de vigilancia construida a principios del siglo XVIII junto
al Mediterráneo, para allí, sobre el inmenso muro circular, plagado de grietas,
componer el gran fresco de una batalla intemporal, la madre de todas la
batallas; una pintura destinada a ser en realidad la foto que nunca había
podido realizar, la foto imposible.
Esta es la línea principal de la historia que
se nos cuenta, línea con la que convergen otras dos que le añaden dinamismo.
Una de ellas tiene que ver con el personaje Ivo Markovic, ex combatiente croata
que, durante la guerra, por esos juegos del azar, pierde a su mujer y a su
hijo, violados y asesinados a manos del enemigo como consecuencia de su
fortuita aparición en una foto de Faulques. Dicha foto hace de él un soldado
famoso entre sus aliados, pero desafortunadamente también entre el enemigo.
Markovic, obsesionado con la figura de Faulques, al que culpa de la muerte de
su familia y tras la guerra sigue la pista durante años, a la par que recaba
cuanta información puede acerca de su vida y su trabajo, recala en la vieja
torre con el propósito de acabar con él, tal y como le anuncia desde un
principio. Markovic ofrece un plazo de varios días a Faulques antes de llevar a
cabo su amenaza, días en los que lo acompañará y en los que ambos personajes
discutirán acerca del trasfondo de la guerra, de la vida, del arte y también
del mural en el que Faulques trabaja; siempre, eso sí, bajo la amenaza de
muerte pendiendo sobre sus cabezas. Markovic será decisivo en la culminación
del fresco, donde quedará reflejado. Los dos personajes se conocerán el uno al
otro y entre ellos despertará cierta sensación de afinidad, solo quebrada por
el verdadero objetivo del excombatiente. Lo interesante es que ambos personajes
experimentan un proceso de entendimiento de sus vivencias gracias a la intervención
del otro interlocutor. Faulques dará por terminado el mural y Markovic cumplirá
su plan, aunque de modo incruento.
La otra línea argumental que converge con la
central y con la anteriormente descrita corresponde al personaje de la
fallecida Olvido, compañía mental, recuerdo omnipresente de Faulques, a la que
vamos conociendo, fraccionada y caprichosamente, a través de la voz del
narrador, voz siempre circunscrita a la memoria del pintor de batallas. Olvido
se nos aparece como una mujer joven y atractiva, ex modelo y fotógrafa de moda
que, tras conocer a Faulques, decide acompañarlo de conflicto en conflicto,
cambiando las fotos de moda por las fotos en blanco y negro de objetos
manchados por el horror de la guerra. Ambos se mantienen profesional y
sentimentalmente unidos hasta que una mina acaba con la vida de ella. Faulques
quedará marcado tanto por la pérdida de aquel verdadero amor como por la culpa
por no haber evitado el accidente a tiempo. Dos años después del suceso,
Faulques cuelga la cámara y se retira a la torre vigía con la firme idea de
pintar la batalla de las batallas y desentrañar de una vez la compleja
geometría oculta del caos.
Pues bien, esta es, a grandes rasgos, la
historia que el autor nos va tramando poco a poco, y lo primero que me gustaría
advertir es que por encima de ella y de los personajes se encuentra el peso
específico de la imagen. Creo que tanto el universo del mural (auténtico
protagonista de la obra, al margen de Faulques) como el resto de imágenes
descritas, ya se trate de pinturas o fotografías, conforman la urdimbre
eidética que pasa por ser objetivo prioritario del plan general de la obra. En
consecuencia, la palabra no ha sido confeccionada para referirse a sí misma,
para ser su propio fin, sino para funcionar como vehículo, como soporte, no de
un argumento o de una trama (al menos no primordialmente), sino de una serie de
imágenes, unas veces ficticias, otras veces reales. Dicho de otro modo: la
imagen, mejor aún, la particular visión de la imagen, es el auténtico tema y
nudo referencial de la novela; el que da cabida a conceptos, criterios e ideas
acerca del arte y del ser que lo produce, el hombre; el que da cabida a una
determinada visión de la existencia y del mundo: ¿para qué estamos aquí si no
es para cuestionarnos?, plantea el autor.
Que el autor seleccione unas imágenes
determinadas y no otras; que, asimismo, describa estas imágenes seleccionadas también de un modo determinado,
priorizando unos elementos sobre otros, pasando de puntillas u obviando
configuraciones alternativas, obedece a mi juicio a una deliberada visión de
las cosas, a una pragmática y precisa concepción del arte y de los lenguajes
artísticos, así como al propósito de que el otro lenguaje, el literario,
abandone en cierta medida lo etéreo y se objetualice, se someta a las formas, a
los entes plásticos, a la física visual.
Ékfrasis.
Como dice Kibédi Varga, a propósito de la
ékfrasis, “el intérprete nunca es un traductor exacto; selecciona y juzga. Y
precisamente esto es lo que sucede cada vez que un poeta habla de un cuadro o
un pintor ilustra un poema” (Kibédi, 2000). En El pintor de batallas Pérez-Reverte
“selecciona y juzga” con el fin de mostrar una visión personal del arte y del
mundo o, si se prefiere, una visión personal del mundo a través de una personal
visión de la imagen. La imagen, pictórica o fotográfica, real o ficticia, es
verbalmente materializada a través de la descripción. La ékfrasis, por tanto,
es más que una simple descripción o imitación verbal de un objeto plástico o de
una imagen visual cualquiera: se construye, como venimos apuntando, a partir de
una idea o interpretación de ese objeto o de esa imagen. Esta interpretación
puede o no explicitarse en la ékfrasis literaria, pero “el hecho mismo de la
interpretación es una manera indirecta de recordarnos que la obra de arte es
resultado de una intención, de un pensamiento, de una voluntad creadora. La
hermenéutica presupone la intención oculta, presupone al autor, al artista al
creador” (Riffaterre, p.166). Y es la siempre latente interpretación del
escitor “lo que dicta la descripción (…) En lugar de copiar el cuadro
transcribiendo en palabras el dibujo y los colores del pintor, la ékfrasis lo
impregna y lo tiñe con una proyección del escritor –o más bien del texto
escrito sobre el texto visual. No hay imitación sino intertextualidad, interpretación
del texto del pintor y del intertexto del escritor. Y esa ilusión descriptiva
compete de lleno a la literatura, puesto que, como toda literatura, el objeto
ilusorio que aquélla nos presenta –objeto de una inversión en el sentido
psicoanalítico– reproduce el estado de ánimo del sujeto que mira” (Riffaterre,
p.174).
Como oportunamente dice Michael Riffaterre,
la ékfrasis literaria tiene por objeto imágenes u obras plásticas reales o
ficticias insertadas en un constructo literario (por ejemplo, como en el caso
que me ocupa, en una novela) y, o bien estas imágenes u obras plásticas “forman
parte del decorado, o bien tienen una función simbólica, o pueden incluso
motivar los actos y las emociones de los personajes. A cada una de estas
categorías corresponde un mecanismo de efecto de realidad, efecto que
constituye una variedad de la ilusión referencial” (Riffaterre, p.162).
Veamos, entonces, cómo se manifiesta
formalmente esta teoría de la ékfrasis en la novela de Pérez-Reverte. Para ello
me gustaría enmarcar el desarrollo del análisis dentro de una sencilla
clasificación de la ékfrasis en función del doble carácter que esta ofrece en
el texto.
a)
Ékfrasis de imágenes ficticias.
a.1 El mural de la torre
No pasará desapercibido al lector de El
pintor de batallas el que creo es, y lo reitero, el verdadero personaje
protagonista de la novela, pues su presencia, fragmentada, convenientemente
dosificada, resulta abrumadora. Me refiero al mural de la torre, en el que
trabaja incansablemente Faulques; ese gran fresco de la batalla intemporal, la
batalla de las batallas. En él está todo. Están los personajes, la propia
historia (con mayúscula y con minúscula), el significado de la novela... Y, por
supuesto, la imagen o, mejor dicho, las imágenes. Su importancia, dentro de la
estructura del texto, no la sugiere solo esa incuestionable omnipresencia suya,
sino también y esencialmente su decisivo valor simbólico. Ser símbolo es su
cometido central, su destino neurálgico, aunque no el único. Como veremos, la
imagen del mural desarrolla otras funciones no menos importantes. Es personaje
y, como personaje (además protagonista), forma parte de la acción y la
dinamiza. Por otro lado, hay momentos en los que sirve de resorte o pretexto
para los cambios en el tiempo narrativo (no hay que olvidar que también
representa el tiempo presente en la trama) y, a su vez, ocasiones en las que
desempeña labores ejemplarizantes o, incluso, decorativas. En síntesis, puede
decirse que su presencia tiene un doble valor: ético y estético.
Antes
de abordar el estudio de las funciones y rasgos de esta imagen-personaje
trataré de condensarla, a modo de bosquejo, a partir de las piezas que, como en
un puzzle ekfrástico, se encuentran diseminadas a lo largo de la novela. Mi
intención es presentar, concretada, la imagen tal y como formalmente la concibe
el autor (no tal y como la ve, porque se entiende que autor y lector
compartirán signo pero verán cosas bien distintas; así como cada lector leerá
lo mismo y casi siempre verá algo diferente).
Empecemos por su aspecto general y su
enclave:
El gran panorama circular aún estaba pintado
en zonas discontinuas. El resto eran trazos a carboncillo, simples líneas
negras esbozadas sobre la imprimación blanca de la pared. El conjunto formaba
un paisaje descomunal e inquietante, sin título, sin época, donde el escudo
semienterrado en la arena, el yelmo medieval salpicado de sangre, la sombra de
un fusil de asalto sobre un bosque de cruces de madera, la ciudad antigua
amurallada y las torres de cemento y cristal de la moderna, coexistían menos
como anacronismos que como evidencias (…) En realidad lo había sabido siempre;
pero el mural no estaba destinado a otro público que a él mismo, poco tenía que
ver con el talento pictórico, y mucho, sin embargo con su memoria. Con la
mirada de treinta años pautados por el sonido del obturador de una cámara
fotográfica. De ahí el encuadre (…) de todas aquellas rectas y ángulos tratados
con una singular rigidez, vagamente cubista, que daba a seres y objetos
contornos tan infranqueables, como alambradas, o fosos. El mural abarcaba toda
la pared de la planta baja de la torre vigía, en un panorama continuo de
veinticinco metros de circunferencia y casi tres de altura, sólo interrumpido
por los vanos de dos ventanas estrechas y enfrentadas, la puerta que daba al
exterior y la escalera de caracol que llevaba a la planta de arriba,... (Pérez-Reverte,
pp. 11 y 12).
A medida que leemos la novela, el mural se
nos va describiendo en pequeñas dosis, lo que confiere al texto un ritmo singular.
Conforme leemos vamos completando mentalmente la imagen. Además, se nos va
describiendo también su proceso creativo, paso a paso, a manos del personaje de
Faulques, hasta su posterior culminación. Nada más comenzar se nos presenta al
personaje trabajando en el fondo del fresco:
Allí se hizo un café y
empezó a trabajar, sumando azules y grises para definir la atmósfera adecuada
(…) Había decidido que necesitaría tonos fríos para delimitar la línea melancólica
del horizonte, donde una claridad velada recortaba las siluetas de los
guerreros que caminaban cerca del mar. Eso los envolvería en la luz que había
pasado cuatro días reflejando en las ondulaciones del agua en la playa mediante
ligeros toques de blanco de titanio, aplicado muy puro. Así que mezcló, en un
frasco, blanco, azul y una mínima cantidad de siena natural hasta quebrarlo en
un azul luminoso. (…) Cielo y mar combinaban ahora armónicos en la pintura
mural que cubría el interior de la torre; y aunque todavía quedaba mucho por
hacer, el horizonte anunciaba una línea suave, ligeramente brumosa, que
acentuaría la soledad de los hombres –trazos oscuros salpicados con destellos
metálicos– dispersos y alejándose bajo la lluvia. (pp.
9 y 10).
Elementos, figuras, motivos y escenas
principales (reiteradas) que lo componen: las naves que zarpan bajo la lluvia,
la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer
violada y el niño verdugo; el hombre a punto de morir, los bosques con
ahorcados, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer
término; los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y
confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal; pero, por encima de
cualquier cosa, la figura omnipresente del volcán.
El
volcán.
Este elemento del fresco imaginario resulta
ser al final el de mayor importancia simbólica. Sobre él nos dice el narrador:
(…) convergían en el triángulo que lo
presidía todo: el volcán negro, pardo, gris y rojo. El símbolo del criptograma,
desprovisto de sentimientos e implacable en simetrías, que extendía su grietas
de lava como una tela de araña cuya red abarcase la cifra del universo, las
fisuras en la pared de la vieja torre que servía de soporte a todo ello... (p. 276).
El volcán es, según lo presenta el autor,
metáfora del violento y poderoso misterio del mundo, del misterio matemático y
profundo que nos gobierna. Son bastantes las ocasiones en que el narrador se
refiere a este motivo. Veamos algunas de ellas:
El volcán. Capas geológicas, geometría de la
tierra. Balística y pirotecnia de un género diferente, tal vez, pero nada ajeno
a la foto del combate nocturno. Cézzane lo había visto con claridad, pensó
Faulques. No era sólo cuestión de que el verde acentuase una sonrisa o el ocre matizara
una sombra. Era, sobre todo, la forma de mirar las entrañas del asunto. La
estructura. Cogió el farol y lo acercó al muro, observando las deliberadas
semejanzas entre la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán rojizo pintado
en un plano más lejano y hacia la derecha, al término de unos campos
desventrados, abiertos como si la tierra hubiera sido acuchillada por una mano
enorme y poderosa (p. 75).
*****
Despacio, con sumo cuidado, aplicó gris payne
sin mezcla para la columna de humo y cenizas, y luego, intensificando la base
del cielo con azul cobalto mezclado con blanco, olvidó las precauciones para
marcar el fuego y el horror con trazos vigorosos, casi brutales, de laca
escarlata y blanco, naranja de cadmio y bermellón. El volcán que derramaba su
lava hasta el límite del campo de batalla, como un Olimpo indiferente a los
afanes de las pequeñas hormigas erizadas de lanzas que se acometían a sus pies,
estaba ahora surcado de líneas que se abrían en abanico, crestas y cuencas que
parecían guiar el caos sólo aparente de la lava rojiza –más naranja y
bermellón– que brotaba interminable, semen listo para preñar de espanto la
tierra entera (…). Lo que Faulques había plasmado en el muro de la torre era
más sombrío y más siniestro: la impotencia ante el capricho geométrico del
Universo, el rayo despectivo de Júpiter que golpea, preciso como un bisturí
guiado por cauces invisibles, en el corazón mismo del hombre y de su vida (pp. 77
y 78).
*****
Como en aquel volcán rojo, negro y pardo, que
constituía el vértice del mural, el punto donde convergían todas las líneas,
todas las perspectivas, toda la compleja y despiadada trama de la vida y su
azar regido por normas rigurosas, rectas igual que la trayectoria de las
flechas siniestras del carcaj de Apolo
(p.218).
*****
Todos los colores de una sombra podían ser
transmutados en el color de esa sombra, y aquélla era roja: amarillo y carmín y
un poco más de amarillo, añadiendo algo de azul para acercarse al color de la
sangre, del barro pegajoso bajo las botas (…). Era, en resumen, la sombra del volcán,
o más bien la de los objetos iluminados por éste; la proyección de sus lados
opuestos, recortados, ribeteados por el resplandor en escorzo del cráter que se
enseñoreaba, desde su cúspide olímpica y letal, del vértice superior del
triángulo, tiñendo los alrededores con una roja simetría (…). Se detuvo un
instante, mezcló carmín de garanza, sombra tostada y un poco de azul prusia
para obtener un negro cálido, y lo aplicó de inmediato para resaltar el borde
las heridas zigzagueantes, parecidas a relámpagos rojos y ocres, abiertas en
las laderas del volcán (…). El volcán estaba acabado, o casi. Eso completaba
las tres cuartas partes de la superficie prevista.
Eligió un pincel redondo, mediano, y e un
ángulo limpio de la bandeja mezcló rápidamente blanco, amarillo, un poco de
carmín y una pizca de azul. Después, acercándose de nuevo al muro, prolongó con
el color obtenido una de las grietas de la ladera del volcán, dándole forma de
camino, de sendero, que resaltó a los lados mezclando grises y azules directamente
sobre la pared. El trazo grueso (…) daba al camino una apariencia singular Era
algo que en verdad no llevaba a ningún sitio; salía de la grieta del volcán y
moría en la imprimación blanca
(pp. 267 y
268).
La
mujer violada y el niño.
Esta es una de las escenas fundamentales que
componen el ficticio mural. De significado más que evidente, representa el
desgarro, la crueldad y el aparente sinsentido de la guerra. Decimos aparente
porque una de las ideas presentes a lo largo de la novela, que el autor se
esfuerza en fijar, responde al hecho de que en la guerra el caos obedece en
realidad a un inexorable, soterrado y científico plan, que el hombre (al menos el hombre común) no
alcanza a comprender. Veamos alguna de las descripciones de esta escena tan dramática:
Allí donde unos trazos vigorosos, algo de
color aplicado sobre el dibujo a carboncillo, mostraban un cuerpo femenino en
extraña perspectiva, el rostro sin definir, abiertos los muslos desnudos hacia
el primer plano, un reguero rojo de sangre entre ellos, y la silueta de un niño
medio incorporado cerca, vuelto hacia la mujer, o la madre (…). Los mismos
rasgos del niño apenas pintado los reservaba para uno de los soldados que, a la
derecha de la escena, fusil en mano, empujaban a la multitud fugitiva de la
ciudad, resuelta pictóricamente –los viejos maestros flamencos no estaban sólo
para ser admirados– a base de cuadrados de ventanas y dentadas ruinas negras
recortándose en el rojo de incendios y estallidos que coronaba la colina, a lo
lejos (p. 50).
*****
Observaba la escena del niño llorando junto
la madre violada. Una piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había
caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba (…). Las imágenes pintadas en
la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían
consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de
pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba
los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente
estaba repetida en la fila hasta el infinito (pp.
247 y 248).
Encontramos también, con respecto de esta
escena, descripciones o ékfrasis indirectas, es decir, realizadas por medio del
diálogo entre los personajes:
–Y dígame... ¿Por qué
pintó a esa mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en
los muslos y el niño que mira?
(…)
–¿Conoce aquellas viejas
fotos de la liberación de Francia?... En una fotografía, la violación casi
nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona.
Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite
imaginar mejor.
(…)
–Hay algo inquietante en
esa mujer –comentó–. Tal vez su... No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?... Parece
poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay
más de animal que de humano en ella –miró a su interlocutor con renovado
respeto–. No es casual, ¿verdad?... No es incompetencia por su parte (p. 256).
La
mujer que grita en primer término de la fila de fugitivos.
Se nos describe varias veces en la novela esta
figura, situada en primer plano, siempre, al igual que ocurre con la escena de
la mujer violada y el niño, con una función simbólica muy clara: la
desesperación, el miedo, la locura, el resultado de la acción del caos
inflexible:
Faulques advirtió el rostro de mujer en
primerísimo plano, descompuesto en sus trazos violentos de color ocre, siena y
rojo de cadmio, la boca abierta en alarido de pinceladas burdas, densas,
silenciosas, viejas como la vida
(p. 64).
Aunque (como en otras ocasiones que más
adelante comentaré) no se relaciona esta figura en ningún momento con una
imagen artística concreta y real, es inevitable que el lector no piense de
inmediato, tal y como se la describe, en el famoso cuadro de Edvar Munch: El
grito:
Estaba junto a la mujer que, en primer
término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el
rostro, bajo la mirada gélida del soldado
(pp. 246 y
247).
Los
hombres que se acuchillan.
A propósito de esta escena se nos aclaran sus
reminiscencias y, por añadidura, su significado. El narrador nos explica que estos
hombres que se acuchillan en primer plano tienen algo que ver con el Duelo a
Garrotazos de Goya, símbolo por antonomasia, junto al Guernica de
Picasso, de las guerras civiles. Pero estas relaciones entre el mural ficticio
y las pinturas reales, así como entre el mismo mural y las fotos ficticias, las
veremos un poco más adelante:
Necesitaba esos colores para acabar el suelo
pintado en el mural con capas superpuestas, pincel grueso, húmedo sobre húmedo
aprovechando las irregularidades del enfoscado de cemento y arena de la pared,
en torno a una escena de dos hombres que combatían abrazados, caído uno sobre
otro mientras se apuñalaban con saña, enfriados los colores vivos de sus
violentos escorzos por capas de azul ultramar con un poco de carmín para tratar
las sombras, cuyo efecto procedía de los resplandores cruzados de la ciudad en
llamas y del volcán a lo lejos
(p. 93).
Los
jinetes a punto de entrar en combate.
(…) antes de seguir ocupándose de los
caballeros montados que, en grupo cerca de la jamba izquierda de la puerta de
la torre, aguardaban el momento de incorporarse a la batalla que se libraba en
las faldas del volcán. Aunque los caballos no estaban resueltos –Faulques tenía
problemas técnicos con eso–, de los tres jinetes, uno en primer plano y los
otros detrás, dos estaban casi terminados, las armaduras en colores fríos, azul
gris y azul violáceo, relucientes los ángulos y las aristas de las armas con
pinceladas finas a base de blanco, azul prusia y un poco de rojo y de amarillo.
El pintor de batallas había trabajado sobre todo en la mirada del caballero
situado en primer plano, que por tener la visera del casco alzada era al único
al que se le veía el rostro, o parte de él –los otros lo tenían oculto por las
celadas bajas–: ojos absortos, ausentes, fijos en algún lugar indeterminado,
contemplando algo que el espectador no veía, pero podía intuir (p. 85).
*****
Los guerreros que, junto a la jamba izquierda
de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla,
aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia
un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la
pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas
confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un
ejército (p. 145).
El
niño muerto.
(…) representado con trazos fríos, plomizos
de grisalla, en un lugar del gran fresco de la torre: una pequeña silueta
tendida boca arriba, apoyada la nuca en una piedra (p. 97).
Cadáveres,
ahorcados, y perro.
En una zona todavía sin pintar, el dibujo a
carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban
formas tendidas sobre el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían
cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un
perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas (p.
127).
El
hombre a punto de ser ejecutado.
La luz rojiza se apartaba de Markovic,
desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo,
negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante
otro que alzaba una espada sobre su cabeza
(p. 59).
Soldados.
Había dos figuras medio pintadas detrás del
soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro
soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la
visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban
concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no
convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante
después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba
en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra
tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía
descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el
observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo
que no encajaba (…).
Después estuvo un momento observando la
figura, los ojos pintados hacía una semana, el óvalo de la cara, los trazos
violentos y bien conseguidos del pelo desgreñado –de cerca una simple maraña de
colores superpuestos–, y al fin aplicó el color carne, amarillo de Nápoles con
azul, rojo y una pizca de ocre (pp. 137 y 140).
Héctor
y Andrómaca.
Obsérvese en esta descripción cómo se ponen
en relación imagen ficticia e imagen real con la finalidad de ajustar
plásticamente el objeto imaginario que se desea componer ante el lector:
Como los cuadros de
Paolo Uccello, aquellos frescos del siglo XV tenían mucho que ver con su
trabajo en la torre; en especial El sueño de Constantino –las armas de
Héctor se inspiraban vagamente en uno de los centinelas–, la Batalla de Heraclio
y la Victoria de Constantino sobre Majencio. Faulques había obtenido de
la joven pintada por Piero della Francesca el aspecto de su Andrómaca –un
hombro y un seno desnudos, las ropas en geométrico desorden como recién
levantada del lecho, el niño en brazos– y sobre todo la mirada triste, perdida
más allá del hombro del guerrero. Esa mirada parecía recorrer la extensión
circular del campo de batalla hasta el torrente de fugitivos que abandonaba la
ciudad en llamas, como si la mujer pudiera reconocerse de antemano en las otras
mujeres, botín del vencedor. Y ante ella, temible con fusil y mezcla de armas y
arreos antiguos y modernos, casco de acero, angulosa armadura gris entre
medieval y futurista (…), Héctor alzaba un guante metálico hacia el niño que,
asustado, se revolvía en brazos de su madre. Y en el suelo, la mezcla de tres
sombras imperfectas formaba una sola sombra oscura como un presagio (p. 242).
Por último, me parece interesante esta
descripción general del narrador:
Markovic estudiaba ahora
las naves varadas en la playa y las que se alejaban bajo la lluvia. Las
innumerables figurillas minúsculas que iban hacia ellas, saliendo de la ciudad
en llamas. Fuego y lluvia, tensión de contrarios dando vigor a la naturaleza y
curso a la vida, colores cálidos amortiguados con formas poliédricas, aceradas,
frías. Y aquel eje de vencedores, naves y guerreros, diferente al de los
vencidos, cuestión de ángulos y perspectiva, el vértice en la ciudad, una
diagonal conduciendo a la mujer violada y al niño, otra vertebrando la fila de
fugitivos. Tan sereno todo, sin embargo. La mirada del observador se dirigía
primero a Héctor y Andrómaca. Se deslizaba con naturalidad hasta el campo de
batalla a través de los caballeros que se acometían bajo el volcán indiferente,
y tras recorrer los estragos de la guerra terminaba en el niño muerto y en el
niño vivo, (…). A pesar de su crudeza, los desastres de la guerra quedaban en
segundo término, encajados en el color y la forma que los rodeaba; y la mirada
se detenía en los ojos de los guerreros a la espera del combate, en el soldado
de hierro, en la mujer que encabeza la fila de fugitivos, en los muslos de la
otra mujer yacente. Y al cabo, conformando un triángulo, en el volcán
equidistante entre la ciudad en llamas, a la izquierda, y la otra ciudad que se
despertaba en la bruma, ignorante de vivir su último día (pp. 261 y 262).
a.2)
Ékfrasis de imágenes fotográficas.
El mural en el que trabaja Faulques guarda
íntima relación con su pasado como fotógrafo bélico. Con extrema lucidez,
Faulques plasma sus dolorosos recuerdos en el mural de la torre. Pero lo que
más me atrae aquí no es éste mensaje antibelicista (uno de los muchos que desprende
el texto), sino ese patrón plástico, confeccionado a base de imágenes
pictóricas o fotográficas singulares, a partir del cual se encuentra articulada
la memoria del personaje, la voz del
narrador y por tanto la novela en su totalidad. La imagen plástica, nos está
diciendo el autor, no solo requiere del
que la elabora y del que la contempla cierto análisis de la realidad (mirada,
perspectiva, comprensión, etc.), sino que también interfiere de forma
irremediable en la estructura del pensamiento, en nuestro lenguaje mental,
porque la imagen, de un modo o de otro, siempre ha formado parte de nuestras
vidas.
La imagen lleva al recuerdo o el recuerdo a
la imagen, de ahí la frecuencia con que se mencionan o se describen pinturas y
fotografías cuya finalidad no es otra que dar coherencia a las acciones del
protagonista y explicación, por tanto, al verdadero origen del mural en el que
aquel se halla enfrascado.
Veamos, pues, algunas de las descripciones
fotográficas de la novela:
Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que
a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres
milicianos drusos de pie con los ojos vendados –dos cayendo, uno orgulloso y
erguido– y los seis kataeb maronitas que
los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada
de una docena de revistas (pp. 28 y 29).
*****
Era realmente una foto singular, se dijo
Faulques. Fría, objetiva. Perfecta. La había visto muchas veces, pero seguían
complaciéndolo las líneas geométricas invisibles –o visibles para un observador
atento– que la sustentaban como un cañamazo impecable: el primer plano del
soldado exhausto, la mirada perdida que parecía formar parte de las líneas de
esa carretera que no llevaba a ninguna parte, los muros casi poliédricos de la
casa en ruinas salpicada por la viruela de la metralla, el humo lejano del
incendio, vertical como una columna negra barroca, sin un soplo de brisa (p. 36).
*****
(…) Una de sus primeras fotos profesionales,
blanco y negro, tomada después del impacto de un cohete de los jemeres rojos en
Ponchentong, el mercado de Phnom Penh: un niño herido, incorporado a medias en
el suelo, los ojos velados por el trauma de la explosión, observaba a su madre
tendida boca arriba, en diagonal en el encuadre de la cámara,la cabeza abierta
por la metralla y la sangre trazando larguísimos y complicados regueros sobre
el suelo (p. 49).
*****
(…) Faulques recordaba una de sus antiguas
fotografías: una panorámica nocturna, urbana, de Beirut durante la batalla de
los hoteles, al comienzo de la guerra civil. Blanco y negro, siluetas oscuras
de edificios recortadas sobre fogonazos de explosiones y líneas de trazadoras
(p. 71).
*****
(…) esa imagen compuesta con horrible
perfección técnica: varios volúmenes escalonados en negros y grises, las manos
atadas y sucias en primerísimo plano con el matiz más claro de las palmas y las
uñas, la sombra que las manos proyectaban sobre la parte inferior del rostro,
la superior iluminada por el sol, negro brillante, piel sudorosa, moscas,
granulado de arena clara adherida a una mejilla. Y en el centro exacto de todo,
aquellos ojos desmesuradamente abiertos, asomados al espanto: dos almendras
blancas con dos pupilas negrísimas clavadas en el objetivo de la cámara, en
Faulques, en los miles espectadores que iban a ver aquella foto. Y detrás, al
fondo, como término al recorrido de la mirada del observador, la suma de todos
esos negros y grises: la sombra de la cabeza del hombre sobre la arena, donde,
pese al ligero desenfoque del fondo, se adivinaba (…) la huella del arrastre de
las patas y la cola de un cocodrilo (p. 115).
*****
Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA
en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña
de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena
principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas
cristianos, arrodillados éstos a tres metros de sus víctimas, los fusiles
encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al
fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros
sacudiéndoles las ropas –uno encorvado sobre el vientre y dobladas las
rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se
desvaneciera a su espalda–, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos
cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme,
esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos
cubiertos por un paño negro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía
del cuello, puesta sobre el pecho (…)
*****
La del Líbano era una foto (…) serena, de
líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga
perfecto (…) y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los
ejecutores y los drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la
escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término,
dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al
corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía
casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa
mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio
era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el
fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo
de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano
somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil,
extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a
la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones
del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del
arma, cuyas balas destrozaban las balas del caído que alzaba manos y rodillas,
vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su
cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos (…), y dos cartuchos vacíos,
recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados
cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol (pp. 129-132).
Y antes de dar por concluido este apartado me
gustaría ejemplificar aquellos casos en los que se ponen en directa relación
figuras del mural con determinadas imágenes fotográficas, por ser estos casos
paradigmáticos de la vinculación existente entre los distintos tipos de obra
visual.
Por ejemplo, el rostro en primer plano del
mural de la mujer de rasgos africanos que se nos describe como de “grandes
ojos, el trazo firme de una frente y una barbilla, dedos que hacían ademán de
velar aquella mirada” se asocia, dentro de la historia, con una de las fotos
tomadas por el pintor de batallas y vinculada por tanto a un suceso vital del
personaje. Este recorrido imagen-memoria-imagen que seguimos de la mano del
narrador tiene por finalidad, como ya he explicado, hacer verosímil la figura
del mural y necesarias, comprensibles, las acciones del ex-fotógrafo:
Miró con atención aquel otro rostro, o más
bien su depurada representación pictórica en la pared. Había sido portada de
varias revistas después de que él lo captase, casi por azar (…), en un campo de
refugiados del sur de Sudán (…).
La muchacha era joven y translúcidamente bella
a pesar de la cicatriz horizontal que marcaba su frente y los labios cuarteados
(…) por la enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas de los labios,
los dedos finos y huesudos de la mano junto al rostro, las líneas del mentón y
la tenue insinuación de las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la
esterilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo de claridad en
los iris negros, su fija y desesperada resignación. Una máscara conmovedora,
antiquísima, eterna, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos. La
geometría del caos en el rostro sereno de una muchacha moribunda (pp. 22 y 24).
A propósito de la descripción de una de las
escenas del mural en la que un hombre, la víctima, de expresión horrorizada,
que, en pijama, va a ser ejecutado al cabo de un instante, el narrador nos
conduce directamente al origen fotográfico de aquella figura:
Estaba exactamente igual que el hombre a
quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban
a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y
rojos (…). … Oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada
colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que
alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con
semejante aspecto (p. 138).
La escena que tiene por protagonistas a
Héctor y Andrómaca tiene su origen también en uno de los sucesos dramáticos
vividos por el pintor de batallas y, por supuesto, como cuenta el narrador,
plasmado fotográficamente:
Una de aquellas fotos fue portada en medio
mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un
griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por
el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos,
quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo
término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos
y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de
caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos (pp. 243 y 244).
b)
Ékfrasis de imágenes reales.
Siendo bastante numerosas las citas de
pintores que podemos encontrar en el texto (y en menor medida también de
fotógrafos y artistas experimentales), lo cierto es que las descripciones de
imágenes pictóricas verídicas lo suficientemente amplias para merecer el calificativo
de ékfrasis resultan más bien escasas, aunque significativas. Me referiré a dos
en concreto, de importancia ética y, sobre todo, estética, dentro de la
concepción visual de la novela.
Una corresponde al cuadro Erupción del
Paricutín de Gerardo Murillo (1875-1964), más conocido como el doctor Atl,
que Pérez-Reverte introduce como padre estético del todopoderoso volcán que
preside el fresco de la torre:
Había conocido a Olvido Ferrara ante un
volcán semejante; o para ser más riguroso, ante le volcán en el que éste se
inspiraba, o lo pretendía: el cuadro de 168x168 centímetros colgado en una sala
del Museo Nacional de Arte de
México, (…). Erupción del Paricutín. Nunca hasta ese momento había oído hablar
del doctor Atl. No sabía nada de él, ni de su obsesión por los volcanes (…). El
día que descubrió al doctor Atl, Faulques ignoraba todo eso; pero se quedó muy
quieto ante el cuadro, sin aliento, contemplando sobrecogido la pirámide
truncada del volcán, el punteo rojizo de la lava que corría ladera abajo, la
tierra devastada por reflejos de fuego y plata dándole profundidad a la escena,
el extraordinario efecto de luz en los árboles desnudos, las llamaradas y el
penacho de cenizas negras desplomándose a la derecha, ante la fría mirada de las
estrellas en la noche clara, impávida y más allá del desastre (pp. 75 y 76).
Otra de las descripciones de obras pictóricas
reales es puesta por el autor en boca de uno de los personajes, Olvido Ferrara,
resultando así una ékfrasis indirecta. El cuadro se nos describe vaga y
parcialmente, pero de nuevo me interesa por su importancia estética, si
atendemos a la concepción visual del texto. El autor quiere que, mentalmente,
realicemos una asociación estética que vincule buena parte de la imaginaria
composición del mural con una obra pictórica concreta, La batalla de San
Romano, de Paolo Ucello (1397-1475), obra compuesta de tres cuadros, uno
expuesto en la Galería de los Uffizi y los otros dos en la National Gallery y
el Louvre, respectivamente:
La sombra del florentino planeaba sobre todo
el gran fresco circular de la torre, entre otras cosas porque la primera idea
de dejar las cámaras fotográficas y pintar una batalla de batallas se le había
ocurrido a Faulques ante el cuadro de los Uffizi, el día que Olvido Ferrara y
él se quedaron inmóviles en la sala (…) admirando la composición
extraordinaria, la perspectiva, los escorzos magníficos de aquella pintura
sobre tabla, una de las tres que representaban el episodio militar ocurrido el
1 de julio de 1432 en San Romano, un valle junto al curso del Arno, entre los
ejércitos de Florencia y de Siena. Fue Olvido quien llamó la atención de
Faulques sobre la línea horizontal que culminaba en el caballero derribado por
la lanza, y señaló las otras lanzas quebradas que, en el suelo, junto a los
cuerpos de los caballos caídos, se entrecruzaban simulando una red, un
pavimento pictórico en perspectiva sobre el que venía a encajar, proyectándose
hacia el fondo y el horizonte arbolado, la masa de hombres acometiéndose en la
escena principal (…). Parece una de tus fotos, dijo de pronto. Una tragedia
resuelta con geometría casi abstracta. Fíjate en los arcos de las ballestas,
Faulques. Observa el cruce de lanzas que parecen traspasar el cuadro, la chapa
circular de las armaduras que descomponen los planos, los volúmenes dispuestos
mediante cascos y corazas (…). En aquel momento miraba el Uccello fija (…),
absorta en los hombres que mataban y morían, en el perro que, sobre el punto de
fuga situado en la cabeza del caballo central, perseguía liebres a la carrera (pp. 86 y 87).
Con el fin de completar estéticamente la
descripción de la figura del niño muerto del mural, el autor introduce otra
conexión entre el objeto visual imaginario y un objeto visual verídico, esta
vez se trata de un
(…) fresco recientemente descubierto en San
Martín Mayor de Bolonia: La adoración del niño. En el fragmento
inferior, entre una mula, un buey y varias figuras decapitadas por los estragos
del tiempo, un Niño Jesús yacía con los ojos cerrados, en quietud casi cadavérica
que anunciaba, para escalofrío del espectador atento, el Cristo torturado y
muerto de cualquier Piedad (pp. 97 y 98).
El fresco al que se refiere Pérez-Reverte,
como él mismo explica a través del narrador, pertenece al pintor ya mencionado:
Paolo Uccello. Este pintor, junto a Piero della Francesca (1416/17-1492) o el
también nombrado doctor Atl, es el más estrechamente vinculado a la imagen del
mural. El narrador nos informa de que el famoso tríptico de la batalla de San
Romano es punta de lanza de la larga lista de influencias del fresco circular
de la torre. De hecho, se describe otra de las tablas del tríptico, la que
lleva por título Micheletto da Cotignola en combate y se encuentra
expuesta en el Louvre:
Allí, los estragos del tiempo habían
difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original,
convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco
lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si
se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto
visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los
futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre
lo que a primera vista parecía un sólo caballo, el grupo estaba formado por
cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con
tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía
empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si
se tratara de la misma en diversas fases del movimiento. Todo ello se fundía en
una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica
vista fotograma a fotograma (pp. 145 y 146).
Según nos traslada el narrador, uno de los
jinetes que, montados, aguardan la ocasión de entrar en batalla, el que se
encuentra adelantado al grupo, “lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un
haz de lanzas”, debe su origen y aspecto a ese caballero de la tabla de
Uccello.
Pérez-Reverte elige otro cuadro de la galería
de los Uffzi de Florencia para ser descrito; descripción esta vez a tres
bandas, si se me permite la expresión, llevada a cabo entre el narrador y dos
personajes:
Olvido y él, recordó, habían estado mirando
desde la misma orilla un río pintado en un cuadro de los Uffizi: la Tebaida, de
Gherardo Starnina, que algunos atribuían a Paolo Uccello o a la juventud de Fra
Angélico. Pese a su aspecto amable y costumbrista –escenas de la vida eremita
con algún toque picaresco, alegórico o fabuloso–, una observación detenida de
la tabala revelaba un segundo nivel más allá de la primera apariencia, donde
por debajo de la síntesis gótica asomaban extrañas líneas geométricas e
inquietante contenido. Olvido y Faulques se habían quedado inmóviles ante la
pintura, subyugados por las actitudes de los monjes y el resto de los
personajes del cuadro, por la intensidad alegórica de las escenas dispersas.
Parece uno de esos nacimientos que se hacen con figuritas por Navidad, apuntó
Faulques, dispuesto a seguir adelante. Pero Olvido lo retuvo por el brazo,
mientras sus ojos permanecían clavados en el cuadro. Fíjate, dijo. Hay algo
oscuro que intranquiliza. Mira el asno que cruza el puente, las escenas
perdidas al fondo, la mujer que parece huir furtiva a la derecha, el monje que
está detrás, asomado desde una gruta sobre la peña (…).
¿Te has fijado en las montañas y rosa del
fondo? Hacen pensar en los paisajes geometrizantes de finales del XIX, en
Fiedrich, en Schiele, en Klee
(pp. 169 y
170).
Función múltiple de la imagen.
El gran fresco circular de la torre vigía en
el que trabaja el protagonista de la novela es en realidad una imagen de
imágenes. Ya he comentado que su descripción nos va siendo transmitida en
pequeñas dosis a medida que avanzamos en la lectura, de manera que hemos de ir
componiendo las diferentes escenas que integran el mural como si de un gran puzle
se tratara. Solo al final del texto nos habrían de encajar todas las piezas, es
decir, al menos encajar de forma verosímil, al igual que el desarrollo y el desenlace
de la propia trama. Lo curioso es que las piezas de este puzzle de imágenes no
poseen una sola manera de ensamble, sino
muchas, tantas como lectores pueda haber. Dependiendo de cada lector la forma,
valor, posición e interpretación de las piezas serán de una manera o de otra.
Imaginemos que el autor hubiera decidido
presentar una magnífica representación en color del fresco de la torre en la
primera página de la novela. Sin lugar a dudas nos habría facilitado mucho las
cosas y hubiera unificado en gran medida las posibles visiones de la referida
imagen (nunca del todo, pues ya se sabe que aunque se trate del mismo objeto
cada uno percibirá este de acuerdo a sus circunstancias personales), pero esto
a costa de una severa pérdida de riqueza significativa o referencial, toda vez
que su presencia objetiva (presencia por sí misma y no a través de la palabra)
habría impedido alcanzar una pluralidad de miradas (de lecturas)
suficientemente favorecedora del conjunto textual. Por esta razón es finalmente
la palabra la que nos conduce hasta la imagen, o imagen de imágenes, y no al
contrario. Para realizar el trayecto que se nos solicita contamos con la ayuda
de otras imágenes (obras pictóricas reales y fotos ficticias) que a menudo
explican y sostienen la principal.
A mi modo de ver, el mural del que estamos
hablando desempeña diversas funciones. Desde el punto de vista semántico, el fresco
de la torre no encarna solo la experiencia de la guerra, cumbre de la barbarie
creada por el ser humano para el ser humano, sino el desesperado intento del
individuo por llegar a desentrañar su sentido oculto, las profundas reglas del
juego; intento que, tal y como se nos presenta el desenlace de la novela,
conduce a la asimilación pero nunca al verdadero entendimiento. El personaje
principal acaba comprendiendo que no cabe una compresión absoluta. Su lucidez
le lleva de forma inexorable hacia el abismo porque, como digo, descubre que la
búsqueda es de hecho la antesala de la propia búsqueda y que de la visión
íntima del dolor jamás se vuelve. El mural, en definitiva, simboliza el
peligroso viaje interior, la búsqueda suicida de las respuestas imposibles en
el caos de la memoria, reflejo del caos de la existencia.
Pero, juntamente con la simbólica, la imagen
del mural cumple al menos otras dos funciones no menos importantes. En primera
instancia, por ser eje vertebrador de la trama, la imagen del mural dinamiza
las acciones de los personajes. No es, por tanto, un mero telón de fondo de la
historia. El mural es la propia historia, porque todos los elementos que la
integran remiten una y otra vez a él. En virtud de la presencia del mural puede
hacerse posible y verosímil el acercamiento y conexión entre el pintor de
batallas, Faulques, y el ex combatiente llamado Markovic. Hubiera sido más que improbable
tal acercamiento entre ambos personajes si el autor no hubiera introducido
entre los dos ese otro personaje que es el fresco de la torre. Además, en este
sentido, la imagen es matriz generadora de retrocesos temporales debido a su
carácter pre-textual. Quiero decir que la imagen viene a ser un puente que
conexiona el presente y el pasado del pintor de batallas; que la imagen sirve
de pretexto para que la voz del narrador se ocupe de llevarnos a través de la
memoria del personaje y profundizar así en el moldeado de su carácter.
Por otro lado, el mural cumple una función
ilustrativa. La imagen sirve para ejemplificar aquello de lo que se habla. Porque,
como ya he dicho, el autor plantea el mural como una imagen contenedora de
imágenes, pero también de conceptos. De ahí que, continuamente, se vuelva a él
a fin de “ilustrar” o completar una
tesis, una circunstancia e incluso otra
imagen (pictórica o fotográfica) relacionada con el presente o el pasado de los
personajes.
Al hilo de esto último, y en cuanto a las
otras imágenes, reales o ficticias, pictóricas o fotográficas, que van
siéndonos descritas a lo largo de la novela, hay que anotar que éstas últimas,
casi exclusivamente, desempeñan la función que hemos dado en denominar ilustrativa. Estas imágenes
materializan, en el plano teórico, distintas concepciones relacionadas con el
arte de la imagen y, asimismo, ya en otro plano, son útiles a la hora de resaltar figuras o escenas de la imagen
central.
3.-
Poética de la imagen.
No cabe duda de que tras los coloquios
artísticos de Faulques y Markovic, tras la trama, el mural, los cuadros y las
fotografías, elementos todos de la novela que analizo, late un conjunto de
juicios teóricos y estéticos acerca de la imagen y sus principales
manifestaciones plásticas que constituye el entramado poético sobre cual el
autor del texto va trenzando la historia.
Para el autor de la novela, fotografía y
pintura, manifestaciones artísticas de la imagen cuya reconocida especificidad
no inhabilita en absoluto los fuertes lazos de solidaridad que han ido
conexionándolas a lo largo del tiempo, comparten el mismo alto objetivo, la
misma motivación: explicar la realidad, determinar las simetrías que hacen del
caos una mera apariencia; pero a la vez vienen a divergir en sus planteamientos
estéticos, más allá de la dictadura de la forma. Y si fotografía y pintura
divergen en este punto es porque mantienen perspectivas opuestas; entendiendo perspectiva en el mismo sentido que mirada. Es decir, que para el autor al
fotógrafo y al pintor les mueve el mismo proyecto, pero les enfrenta la forma
de mirar. Mientras que el fotógrafo procesa su mirada de “dentro hacia fuera”,
el pintor hace lo propio, pero de “fuera hacia dentro”.
Esta cuestión es fácilmente verificable tan
solo con atender al argumento general de la novela. Faulques abandona la fotografía
porque a través de esta se encuentra incapaz de alcanzar la meta que se
propone, y es por medio de la pintura como en segunda instancia cree poder
llevar a cabo su búsqueda.
Faulques
deja las cámaras cuando comprende que debe comenzar a buscar no tanto en lo que
ve como en lo que recuerda que ha visto, cuando comprende que su mirada ha de
proyectarse hacia sí mismo. Deja atrás ese mundo de imágenes frías y exactas de
la realidad “tal cual” y regresa al otro mundo de la realidad interior, de la
realidad “tal y como yo la veo”. Pese a que se nos describe el mural con ese
mismo aspecto medio cubista, pues el hallazgo de líneas y perspectivas
geométricas sigue siendo el propósito del pintor de batallas, el resultado
final de su trabajo se caracteriza precisamente por la trasmisión de fuertes impresiones (por
ejemplo, terror, como experimenta el personaje de Carmen Elsken) y por su incumplimiento
(recuérdese que deja buena parte del mural solamente bosquejado a carboncillo).
Faulques acaba comprendiendo que su pintura no es ni mucho menos buena, pero
desde luego sí perfecta (Pérez-Reverte, p.279). De aquí deducimos un radical
cambio estético en la actitud del personaje que, ante la consciencia final de
que tampoco a través de la pintura hallará las respuestas (lo que en verdad
halla es la desnudez y la irreversibilidad de la culpa), al menos cae en la
cuenta de que quizá la autenticidad resida, paradójicamente, en la propia
imperfección, ya que tal vez todo sea imperfecto.
Sólo el artista es veraz, recordó Faulques. Y
se dijo que tal vez era cierto, que la fotografía pudo ser veraz cuando era
ingenua e imperfecta, en sus comienzos, cuando la cámara únicamente podía
captar objetos estáticos, y en las antiguas placas las ciudades aparecían como
escenarios desiertos donde los seres humanos y los animales eran rastros
fugaces, imprecisos rastros fantasmales (p. 273).
El artista de la imagen debe ante todo contar
una historia. El pintor o el fotógrafo anhelan trascender la consabida y
presupuesta espacialidad de su arte para, más allá de la idea de movimiento
pero partiendo de ésta, introducir la ilusión temporal en sus representaciones
plásticas. En todo buen cuadro que se precie, o en toda buena foto, deben
percibirse un antes y un después implícitos en el espacio, han de percibirse el
último hecho transcurrido y el inmediato, incipiente, devenir.
Este principio ético-estético, a juzgar por
las referencias en el texto, parece ser más que crucial para el autor, que en
definitiva estaría planteando veladamente que aquella famosa dicotomía artes
espaciales- artes temporales que en su momento formulara Lessing no ha servido
más que para contradecirla; pues la historia del arte demuestra que las cosas
no son en absoluto tan fáciles, que la voluntad creadora de los artistas nuca
ha entendido de leyes o fórmulas que la acoten. La historia del arte ha
demostrado, y la creación actual demuestra, que los artistas visuales, por un
lado, dan cuenta del signo temporal en sus obras, y que los artistas de la
palabra, por otro, intentan reflejar con frecuencia el signo espacial en la
suyas. De ahí que en los últimos años se haya preferido en muchos casos hablar
de artistas en general, sin clasificaciones, o de, llegado el caso, arte intermedia (Ferrando, 2000).
Uno de los muchos diálogos que sostienen
Faulques y Markovic, a propósito de la imagen, es representativo de esto que
digo:
–Su pintura está llena
de adivinanzas, me parece. De enigmas.
–Todas las buenas lo
están. De lo contrario sólo son brochazos sobre un lienzo o una pared.
–¿Usted cree que su
pintura es buena?
–No. Es mediocre. Pero
intento que se parezca a las que lo son.
(…)
–¿Me está diciendo que
todos los cuadros cuentan historias? ¿Hasta los que llaman abstractos, los
cuadros modernos y todos esos?
–Los que a mí me
interesan sí las cuentan. Mire.
Fue hasta las pilas de
libros que había en la escalera, cogió tres de ellos, los llevó hasta la mesa y
pasó las páginas hasta dar con lo que buscaba. Una ilustración representaba un
cuadro de Aniello Falcone, un pintor de batallas clásico del XVII: Escena de
saqueo después de la batalla.
–¿Qué ve en este cuadro?
Markovic se acercó,
rascándose la sien. Puso la taza de café sobre la mesa y encendió otro
cigarrillo. No sé, dijo echando el humo. Ha habido un combate duro, y ahora los
soldados victoriosos roban la ropa y las joyas de los muertos. El jinete de la
armadura es el jefe, y parece despiadado. También parece reclamar pasa sí a la
mujer a la que van a violar. En ese punto, el croata miró a Faulques. Veo una
historia, dijo. Tiene usted razón.
–Mire este otro cuadro
–sugirió Faulques.
–¿Cómo se llama el
autor?
–Chagall. Dígame lo que
ve.
–Pues veo... Eh... Un
cuadro un poco abstracto, ¿no?
–No es abstracto. Hay
cosas concretas, figuras humanas, objetos. Pero es igual. Siga.
–Bueno, pues es... No
sé. Geométrico como su pintura de la pared, aunque usted no exagere tanto los
ángulos ni descomponga la apariencia de las personas y las cosas. Un hombre, un
samovar y una pareja diminuta que baila... ¿También eso cuenta una historia?
–También.
–¿Cómo se llama el
cuadro?
–Lo pone debajo, en
letra pequeña: El soldado bebedor. Ese soldado es ruso. Viene de la
guerra, o va camino de ella, y está tan borracho que ya no distingue el vodka
del té. La gorra se le vuela de la cabeza, sorprendido al ver bailar sobre la
mesa a una campesina a la que conoce. Y ella baila, quizá, con el mismo hombre
que pintó el cuadro.
(…)
–Una historia extraña,
de cualquier modo.
–Cada cual la cuenta a
su manera (pp. 211 y 212).
Queda claro entonces que para el protagonista
de la novela (me atrevo a suponer que también para el autor), según se deduce
de este y otros diálogos, sería conveniente que las artes de la imagen dieran
cuenta de una historia, con pasado, presente y futuro, es decir, con absoluta
dimensión temporal, en sus representaciones espaciales. Y si el tiempo es,
fundamentalmente, cambio, se deduce que estéticamente ha de partirse del
principio de movimiento físico para después introducir la sensación de
movimiento ya no físico sino eidético, para lo cual sería preciso actuar
convenientemente sobre el campo semántico (lo que Markovic llama
“adivinanzas”).
La pintura y la fotografía manejan un
lenguaje plástico basado en lo que ya Longino denominaba signos naturales; sin embargo, para representar la idea temporal en
toda su dimensión han de valerse de dispositivos no solo plásticos, sino
también semánticos, instrumentos que encontramos categorizados en origen en la
disciplinas de la Retórica y la Poética, a su vez basadas en los otros tipos de
signos, los artificiales.
Al igual que ocurrió con el debate entre
artes espaciales y artes temporales, la dicotomía signo natural-signo
artificial también se ha demostrado inoperante y desfasada, típica de un
sistema occidental donde la palabra, elemento arbitrario, ha carecido durante
años de valor estético por sí misma, muy al contrario de lo que ocurre en otros
sistemas (piénsese en la cultura china, donde la letra, la palabra escrita,
posee un claro sentido visual, estético). Desde las vanguardias (teniendo en
cuenta los antecedentes, nunca despreciables) la palabra, el signo artificial,
ha venido tomando valores nuevos, valores del signo natural, llegando a
representar más que lingüísticamente, visualmente, mientras que este último se
ha nutrido por su parte de la apariencia y la finalidad que han correspondido
tradicionalmente al signo artificial, buscando con ello una ética más arbitraria
y, al mismo tiempo, una estética más connotativa, sugeridora, metafórica. Se
podría así, como en su día anunciara el profesor García Berrio, realizar una
poética del arte visual, aplicando para tal fin los dispositivos que nos
brindan la Lingüística, la Semiología, la Pragmática o la Retórica en el
análisis de las imágenes plásticas.
Pero acudamos de nuevo a la novela. Hay desperdigadas
a lo largo el texto, desde el punto de vista teórico, interesantes reflexiones
acerca del arte de la imagen que el narrador extrae del pensamiento del
protagonista en unos casos o que, en otros, son directamente pronunciadas por este
último a través de sus diálogos, y que desearía señalar:
Hoy, todas las fotos donde aparecen personas
mienten o son sospechosas, tanto si llevan texto como si no lo llevan (…) Qué
lejos estamos, date cuenta, de aquellos antiguos retratos pintados, cuando el
rostro humano tenía alrededor un silencio que reposaba la vista y despertaba la
conciencia (p. 19).
El narrador nos conduce hasta la memoria de
Faulques, quien con frecuencia rescata frases, comentarios de la lúcida Olvido,
compañera de batallas de Faulques, muerta tras pisar una mina en una carretera
cualquiera de la antigua Yugoslavia. Olvido, se nos cuenta, prefería tomar
fotos solo de objetos, nunca de personas, y siempre en blanco y negro. Este
fragmento que hemos seleccionado resume una poética determinada, una posición
nada confiada con respecto de la imagen fotográfica convencional que el autor
adscribe a un personaje concreto. Esta poética entra de lleno en el problema de
la autenticidad. La imagen actual, se deduce de esas palabras, tiende a crear
espacios y figuras que por exceso de asepsia en la perspectiva y en la
interpretación, se convierten en planos virtuales. La palabra asociada a la
imagen (por ejemplo, los títulos) en estos casos no haría más que acentuar el
efecto de falsedad, de ausencia de implicación emocional. La palabra estaría
lejos de actuar como una especie de resorte sugeridor de sentidos:
La fotografía como arte es un terreno
peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la
representación a la realidad, la apariencia al ser (p. 179).
El personaje de Faulques encarna el tipo de
actitud plástica que Olvido rechazaba. Recordemos cuál es su poética:
Él no pretendía justificar el carácter predatorio
de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban
las guerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el
mundo, ni a explicarlo. Sólo quería comprender el código del trazado, la clave
del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables (p. 21).
Había advertido que él nunca se propuso
explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión
real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el
pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre (p. 178).
El siguiente fragmento abunda en esta idea:
Aquello era precisamente lo opuesto al arte,
pensaba Faulques. La armonía de líneas y formas no tenía otro objeto que llegar
a las claves íntimas del problema. Nada que ver con la estética, ni tampoco con
la ética que otros fotógrafos usaban –o decían usar– como filtro de sus
objetivos y su trabajo. Para él todo se había reducido a moverse por la
fascinante retícula del problema de la vida y sus daños colaterales. Sus
fotografías eran como el ajedrez: donde otros veían lucha, dolor, belleza o
armonía, Faulques sólo contemplaba enigmas combinatorios. Lo mismo ocurría con
la vasta pintura en la que ahora trabajaba. Cuanto intentaba resolver en aquella
pared circular estaba en las antípodas de lo que el común de la gente llamaba
arte. O tal vez lo que ocurría era que, una vez dejado atrás cierto punto
ambiguo y sin retorno donde, ya sin pasión, languidecían ética y estética, el
arte se convertía –y tal vez las palabras adecuadas eran “de nuevo”– en una
fórmula fría y puede que eficaz. Una impasible herramienta para contemplar la
vida (p. 37).
La pretenciosa poética de Faulques, motivada
por la culpa, cae irremediablemente en la paradoja. Un arte de la imagen (como
cualquier otra manifestación artística) que proclamara por supremo objetivo el
hallazgo de los “enigmas combinatorios”
no pretendería otra cosa que explicar las claves de la existencia, la propia
vida. Asimismo, un arte que proclamara su decidido y total alejamiento de
cualesquiera criterios éticos y estéticos posibles no haría otra cosa que
posicionarse, de hecho, ética y estéticamente.
Faulques fracasa, tanto usando la cámara como
los pinceles, en su intento de regresar a un arte de la imagen entendido al
modo clásico, como tecné o ars, más como conjunto de teoremas que
como canalizador de pasiones. El intento de aplicar la misma poética en la
construcción de la imagen pictórica que en la imagen fotográfica será un
completo desastre, pues, como ya apunté, de un arte de la imagen a otro cambia
radicalmente la dirección de procesado de la mirada.
Por otro lado, la poética de la imagen de
Faulques es clara con respecto de las limitaciones de la fotografía y del objetivo
de representar el continuo temporal, ambición antigua de la pintura:
Si, como sostenían los teóricos del arte, la
fotografía le recordaba a la pintura lo que ésta ya nunca debía hacer, Faulques
tenía la certeza de que su trabajo en la torre le recordaba a la fotografía lo
que ésta era capaz de sugerir, pero no de lograr: la vasta visión circular,
continua, del caótico ajedrez, regla implacable que gobernaba el azar perverso
(…) del mundo y de la vida (p. 47).
El personaje de Olvido expresa varias veces
las limitaciones de la imagen fotográfica:
El problema es que Paolo Uccello tenía
pinceles y perspectiva, y tú sólo tienes una cámara. Eso impone límites, claro.
De tanto abusar de ella, de tanto manipularla, hace tiempo que una imagen dejó
de valer más de mil palabras. Pero no es culpa tuya. No es tu manera de ver lo
que se ha devaluado, sino la herramienta que usas. Demasiadas fotos, ¿no crees?
El mundo está saturado de malditas fotos (p. 87).
En boca de Markovic suena de otra manera pero
viene a ser el mismo criterio:
Confirma (se refiere a la pintura) lo que
siempre sospeché en sus fotos. Nada de lo que pinta es remordimiento ni
expiación. Más bien una... En fin. No sé cómo expresarlo. Una fórmula. ¿No?...
Un teorema.
(…)
Lo que pasó fue que sus fotos ya no bastaban.
Les ocurrió lo que a ciertas palabras: de tanto usarlas pierden el sentido.
Quizá por eso ahora pinta (p. 144).
Y el propio Faulques intuye que su poética es
difícilmente viable:
–Humanitario no es algo
que yo diría de sus fotos.
–Es que la palabra
humanitario estropea al fotógrafo. Lo vuelve consciente de sí mismo, y éste
deja de ver el mundo exterior a través del objetivo. Termina fotografiándose
él.
–Pero usted no se retiró
por eso...
–En cierto modo, sí. Yo
también me fotografiaba a mí mismo, al final (p.
154).
La poética de Faulques se encuentra muy
alejada de cualquier planteamiento romántico de la pintura; persigue,
fundamentalmente, plasmar la realidad tal y como él la ve, sin
interpretaciones:
Un cuadro como aquél, no podía pintarse con
sentimientos, ni tampoco ignorándolos. Primero era necesario tenerlos, y luego
verse despojado de ellos. O liberado
(p. 157).
Se trata de una óptica fría, de una “mirada
despojada”; una mirada, en definitiva, que intenta alejarse de emociones que
puedan apartarla de una plasmación auténtica de la realidad. Ahora solo cabría
preguntarse, como sin duda se habrá interrogado el autor, acerca de la
posibilidad de llevar con pulcritud artística dicha poética a la praxis. La
actitud final de Faulques hacia su obra me parece más fruto del hallazgo en
ella de una paradoja o de una ironía (por no decir de un fracaso anunciado) que
de un verdadero éxito.
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